José Luis Blanco Vega (1928-2005), jesuita asturiano, combinó la enseñanza de la literatura española con la vocación poética. El poema que publicamos está extraído de la colección …Y tengo amor a lo visible. Persona muy reservada y humilde, José Luis sólo permitió que se publicaran sus composiciones al final de su vida. El texto que presentamos es una evocación del Éxodo en términos que estimulan los sentidos de la imaginación y hacen palpable el acontecimiento y la presencia del Dios invisible, que «del desierto hace un pan / y de la luz una bebida pura».
Ellos habían visto de cerca
los dioses de hermosura terrible,
capaces de explicar la tierra,
de promover sus entrañas
a vino y pan, a las alegres legumbres
que luego se repartían por las cocinas de Egipto.
Oh, ¿cómo olvidar que esos dioses habitan
los lugares fecundos, los légamos del río,
los herbazales húmedos, el vientre de los campos,
y vigilan laboriosamente las orillas del agua
para hacerla llegar al sueño de los trigos
y se mueven ardorosamente fértiles
entre los rebaños de cabras y ovejas,
de toros y de vacas que copulan al sol
como si se juntaran los polos de la tierra?
Pero a ellos les obligaron a salir de noche
por las puertas marcadas con pinturas de sangre,
mientras el ángel del Señor se aparecía en los cuchillos
de la última cena de los primogénitos.
Cuando llegó el amanecer
y vieron el lugar que atravesaban,
la arena donde la luna había dormido,
abrasadora a mediodía,
gritó Israel y se acordó de los dioses
que daban la cara, o la cabeza de perro
o sus múltiples tetas o su cornamenta de toro
– así eran reconocibles –
y comenzaron a reclamar un dios al que mirar de cerca
para poder golpearle si fuera preciso
o encaramarse a sus espaldas
o registrar sus vestidos para robarle una cosecha.
Moisés les había dicho: nuestro dios no bebe,
no parte el pan, no se alegra con la grasa del buey
que gotea sobre las brasas,
pues el que es invisible,
del desierto hace un pan
y de la luz una bebida pura.
Y el pueblo rechinó los dientes,
se tapó los oídos.
Fue entonces cuando pusieron al fuego sus ajorcas,
sus pequeños anillos, sus collares con pepitas de oro;
todo hirvió en la retorta candente
para forjar el toro, el animal seguro,
y el pueblo bailó de alegría
en torno a un dios reconocible.
Creyeron que sus ojos dorados
abarcaban las lindes del desierto,
que sus patas les ayudarían a cruzarlo
y que su sexo preñaría la arena
hasta que reventara en panes y racimos.
Al amanecer volvió Moisés del monte
y el campamento dormía bajo el ídolo.
Despertaban borrachos,
se miraban bajo el estupor del vino
y apuntaban con los dedos al toro
solitario en mitad del campamento.
No se habían movido una pulgada.
Nada había cambiado. Crujía la arena roja,
ningún prodigio multiplicó la harina de las ollas,
no se extendió el aceite como un silencio hermoso,
ni el agua se acercó a las tiendas
para llamarles por sus nombres.
Gritó entonces Moisés, alzó su brazo
y señaló la luz que crecía implacable,
la luz dispuesta a devorar al pueblo
con inclemencia fulgurante.
Ay, volvía el dios invisible, la ausencia atronadora
a extender el desierto como un mantel,
y uno a uno irían cayendo hasta dejar la arena
cubierta de osamentas blanquecinas.
Sólo algunos llegaron al final del desierto,
plantaron limoneros y naranjos,
tuvieron hijos e hijas,
y a éstos les dijeron:
— Demos gracias
al que no tiene cara,
al que no tiene manos,
al que no tiene pies,
al que no se moja con la lluvia
ni se quema con el fuego…
(Era una lista larga,
hasta desnudar a Dios del hombre entero)
Y los niños pelaban las naranjas,
bebían agua de limón, comían pan de trigo
y decían: Amén.
Alguno de los mayores quedaba de pronto absorto
y recordaba un tiempo
en que muchos morían preguntando
por la cara de Dios.
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