FILOSOFÍA Y ÉTICA

La muerte, cifra del existir humano

Un enfoque filosófico

© iStock

El grande, inquietante ausente

La muerte se presenta como un problema incómodo, pero, a la vez, inevitable, que inquieta y, al mismo tiempo fascina: basta pensar en su presencia en las películas, la música, las novelas. La muerte en versión fantasy atrae de manera especial al público juvenil actual. De ello dan la pauta las representaciones y narraciones ligadas al más allá, al vampirismo o al terror. Para poner un ejemplo entre los muchos posibles, la novela Crepúsculo, de Stephenie Meyer —primera de una serie de cuatro, todas coronadas por un gran éxito editorial—, que narra la historia de amor entre una chica y un chico vampiro, había vendido ya más de 17 millones de copias en el momento de su versión cinematográfica (2008), versión que contribuyó ulteriormente a su difusión.

La gran popularidad de este tema va en paralelo con su sustancial censura en la vida ordinaria. Esta represión es una peculiaridad propia de la cultura occidental: a partir de la revolución industrial, el tema de la muerte fue colocado en «cuarentena»[1], en una suerte de limbo, aunque, de ese modo, la muerte, como toda realidad reprimida, hace sentir de forma aún más inquietante su propia sugestión: «La muerte de antaño era una tragedia —a menudo cómica— en la que uno representaba el papel del que va a morir. La muerte de hoy en día es una comedia —siempre dramática— donde uno representa el papel del que no sabe que va a morirse»[2].

El olvido de la muerte sigue siendo de todos modos una tentación constante del pensamiento occidental. Epicuro considera la muerte como antitética de la vida, puesto que solo puede hablar de ella el que no está muerto. El filósofo griego liquida el problema con una frase que se ha hecho célebre: «Mientras somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte se presenta ya no existimos»[3]. De forma análoga se expresa un filósofo contemporáneo, Jean-Paul Sartre, según el cual la muerte «me infesta en el meollo mismo de cada uno de mis proyectos, como el reverso ineluctable de estos. Pero, precisamente como ese “reverso” no es algo que haya de asumir como mi posibilidad, sino como la posibilidad de que no haya para mí más posibilidades, la muerte no me “merma”»[4].

Pero el autor que ha analizado de la forma especulativamente más lograda la tentativa actual de reprimir la confrontación personal con la muerte es Martin Heidegger. En su obra Ser y tiempo, Heidegger se detiene largamente en el decir de la «habladuría», expresión típica de la existencia inauténtica, impersonal, ligada al uno anónimo, que encara de manera superficial problemas graves e inevitables, como la muerte: «La muerte es comprendida en tal decir como algo indeterminado que ha de llegar alguna vez y de alguna parte, pero que por ahora no está todavía ahí para uno mismo y que, por lo tanto, no amenaza. El “uno se muere” difunde la convicción de que la muerte, por así decirlo, hiere al uno. La interpretación pública del Dasein dice: “uno se muere”, porque así cualquiera, y también uno mismo, puede persuadirse de que cada vez, no soy yo precisamente, ya que este uno no es nadie»[5].

Estas afirmaciones manifiestan un sentir común del que dan testimonio también otros registros del pensamiento, igualmente atentos a poner de relieve la dificultad de expresar con palabras la experiencia huidiza y al mismo tiempo necesaria del morir. No difieren de lo antedicho los términos en los que habla Freud por el lado del psicoanálisis al evocar las matanzas enormes y lamentablemente cotidianas de la Gran Guerra, que transformaron la muerte en una suerte de costumbre, de rutina cotidiana. Él señala en particular cómo ciertamente se puede hablar de la muerte, pero siempre de la muerte de los otros, una muerte devenida en espectáculo al cual se asiste, considerando que la cosa no nos incumbe.

Pensando en la actual representación mediática de la muerte, se trata de una observación profética. Para Freud esto tiene un motivo estrictamente psicoanalítico: nos defendemos de la angustia suscitada por la idea de la propia muerte, la reprimimos, porque el inconsciente no conoce el tiempo, en particular no conoce el término de la propia experiencia de vida. Por supuesto, esto se encuentra colocado estructuralmente fuera del propio campo de pensamiento y de imaginación: «La muerte propia no se puede concebir; tan pronto intentamos hacerlo podemos notar que en verdad sobrevivimos como observadores. Así pudo aventurarse en la escuela psicoanalítica esta tesis: En el fondo, nadie cree en su propia muerte, o, lo que viene a ser lo mismo, en el inconsciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad»[6].

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

La tentativa más rigurosa de justificar la represión de la muerte fue realizada por la filosofía idealista. Esta concibe el ser individual como indistinguible de la totalidad: morir significa disolverse en ella para continuar viviendo bajo otra forma[7]. El representante más elocuente y controvertido de este pensamiento en Italia fue Benedetto Croce. No obstante, él advirtió que algo escapaba a esta identificación: sigue habiendo una oposición irreductible entre la singularidad del ser humano y el Todo del Espíritu. Esta disparidad se manifiesta justamente en la muerte: frente a ella el hombre tiene que resignarse estoicamente, su identidad personal desaparece, mientras que su obra permanece para siempre[8].

Las aporías de la negación de la muerte

Esta línea de lectura plantea graves interrogantes al hombre y al filósofo. En efecto, en el acontecimiento de la muerte el individuo no solo tiene que renunciar a su anhelo de vida, sino que se ve comprometida la misma plenitud del espíritu absoluto. En las reflexiones del último Croce, en especial frente a las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial, se trasluce el papel irreductible que en la historia tiene el individuo, con sus deseos, sus sufrimientos que no pueden ser reabsorbidos por el Todo que lo constituye[9].

En el Soliloquio, una suerte de testamento espiritual, el filósofo de los Abruzos describe con dignidad y conciencia su propio estado de ánimo frente a la muerte, renunciando a la posibilidad de comprender el significado de su historia temporal: «Algunas veces, a los amigos que me dirigen la acostumbrada pregunta: “¿Cómo estás?” les respondo con las palabras que Salvatore di Giacomo oyó del viejo duque de Maddaloni, el famoso epigramista napolitano, cuando, en una de sus últimas visitas, lo encontró calentándose al sol y le respondió, en dialecto: “¿No lo ves? Estoy muriendo” […]. Por melancólica y triste que pueda parecer la muerte, soy demasiado filósofo como para no ver claramente que lo terrible sería que el hombre no pudiese morir nunca, encerrado en la [sic] cárcel que es la vida, repitiendo siempre el mismo ritmo vital»[10]. En esta tocante página emerge de nuevo el hiato entre el «ritmo vital» del hombre concreto, que «se agota», y el Todo, por el que está llamado a separarse. Justamente la muerte dice que entre ambos aspectos no puede darse identidad.

Nicola Abbagnano, comentando el Soliloquio, ha puesto agudamente de relieve esta asimetría. «¿Quién y qué está muriendo en Croce? Ciertamente no la obra de Croce, que es como una adquisición para siempre, ni tampoco el espíritu del mundo, que es su verdadero autor; ¿quién puede morir y cómo? Croce mismo responde a esta pregunta: muere el individuo, que posee el ritmo vital “solo en los límites de su individualidad” y al cual “está asignada una tarea que se agota”»[11].

La perspectiva de la muerte ya inminente subraya la irreductibilidad del individuo al Todo, pero también la imposibilidad de sostener la plena racionalidad de la historia: cosas todas que el último Croce había visto y experimentado con claridad, y que ponen radicalmente en discusión toda la estructura de su obra[12]. Frente a la muerte, el individuo se siente despojado de todo y defraudado de aquello que más quiere.

No es diferente la perspectiva de otra célebre propuesta filosófica, muy cercana a la de Hegel: el marxismo. Para Marx, la individualidad debe desaparecer a favor del género, de lo colectivo (Gattungswesen), que la sobrepasa y que es lo único que permanece: «El hombre así, por más que sea un individuo particular —y justamente es su particularidad la que hace de él un individuo y un ser social individual real—, es, en la misma medida, la totalidad»[13]. Y sin embargo, al igual que Croce, también Marx tiene que constatar que la muerte es una experiencia que pertenece solo al individuo, una experiencia que contradice la pretendida unidad e indistinción de individuo y de colectividad: «La muerte parece ser una dura victoria del género sobre el individuo y contradecir la unidad de ambos; pero el individuo determinado es solo un ser genérico determinado y, en cuanto tal, mortal»[14].

Y, efectivamente, a pesar de las consideraciones finales, se trata de una contradicción, porque si el sujeto fuese verdaderamente una sola cosa con el género, a la muerte del individuo debería seguir la muerte del género. Sin embargo, tal cosa no ocurre. Por eso Marx habla de una «dura victoria» de uno sobre el otro, una victoria que pone en evidencia el rostro inhumano del morir. Se trata de un texto significativo justamente porque es el único —si se excluyen los materiales preparatorios de la tesis— en el que el teórico del «comunismo científico» reflexiona acerca de la muerte, reconociendo su carácter insanablemente aporético frente a la concepción dialéctica de la historia. Pero, como señala Kierkegaard, de ese modo el hombre se ve reducido a mero objeto, confirmando una vez más por otra vía la alienación y la mercificación de la sociedad capitalista, de la cual el marxismo querría distanciarse radicalmente[15].

Esta falta de atención al individuo tendrá graves repercusiones históricas y políticas, llevando a justificar la matanza de millones de personas en nombre de la necesidad histórica y de la razón de Estado, inevitable consecuencia de la política revolucionaria. En esta visión, cerrada a cualquier perspectiva trascendente, se elimina, junto a la muerte, también al ser humano, reducido a la condición de engranaje del sistema: «La vía de la inmanencia, allí donde quiera limitarse a reconocer lo finito solo por su funcionalidad para el conjunto, puede hacerlo a condición de censurar la realidad en sí de lo finito, haciendo callar la experiencia que subyace a la angustia mortal de la finitud»[16].

La represión práctica de la muerte

También en el sentir común y en la misma praxis religiosa se esconde una tendencia al olvido de las temáticas ligadas a los «novísimos», a las cosas últimas (muerte-juicio, infierno-cielo). Una oración latina, muy extendida en otro tiempo, rezaba: A repentina et improvisa morte libera nos Domine. Esta oración muestra la diferencia de mentalidad en cuanto a la manera de considerar la muerte, y ello también por parte de los creyentes. Hoy la muerte imprevista y repentina se considera más bien como algo afortunado, que ahorra el sufrimiento o la angustia de pensar en ella. No se considera la muerte como un acontecimiento importante al que hay que prepararse mediante aquellos ritos y gestos bien conocidos por la tradición que habían «domesticado» la muerte, por retomar la célebre expresión de Philippe Ariès: el que estaba por morir se tomaba un tiempo adecuado para separarse de sus seres queridos, dejando a cada uno un mensaje, pidiendo y ofreciendo perdón por las eventuales culpas cometidas. Por eso, la muerte imprevista se consideraba como la peor desgracia posible: era como tener que someterse a un examen sin habérselo preparado en lo más mínimo.

Y en este caso está en juego mucho más que un examen. Es significativo que gran parte del Evangelio esté dedicada a este acontecimiento, ya sea en las parábolas relacionadas con el juicio o en la descripción amplia y detallada de la muerte de Jesús, un acontecimiento que se narra con precisión, hasta el punto de que el exégeta Martin Kähler definió los evangelios como «relatos de la pasión con introducción extensa».

La misma difusión de la práctica de la cremación presenta, junto a indudables motivaciones de carácter económico y de gestión, un significado simbólico no siempre consciente de «higiene final», de cosmética, una forma de sustracción al proceso de la descomposición[17]. La tradición de quemar a los muertos no es, por cierto, una novedad de nuestro tiempo, sino que existe desde hace milenios. Pero en los lugares en los que se la practica, por ejemplo, en India, reviste un significado explícitamente religioso: «La fuerte convicción de que para los seres humanos hay una vida después de la muerte está expresada en la tradición india mediante los ritos fúnebres de la cremación. Estos ritos se han desarrollado a lo largo de miles de años, y sus interpretaciones confieren a la muerte un sentido que, a su vez, asigna un significado a la vida y a la muerte»[18]. No se trata de un mero procedimiento técnico, como las más de las veces ocurre en nuestros países: en el curso de la cremación en Benarés el difunto es acompañado por sus seres queridos con gestos y ritos que remiten a los significados fundamentales de la vida: «el nacimiento del hombre y su transformación en nuevas identidades después de la muerte»[19].

La ausencia de una preparación ritual adecuada a esta nueva forma de adiós al difunto —en Italia, los cremados solo constituían en 1970 el 0,2 % de los difuntos; en 1980 pasaron a ser el 0,4 %; en 1990, el 1 %— corre el peligro de sugerir más bien una siniestra semejanza entre el crematorio del cementerio y el incinerador industrial, donde el cadáver es reducido a un desecho a eliminar. Como señala al respecto el profesor Francesco Campione, fundador del Instituto di Tanatologia de la Universidad de Bolonia: «Hoy en el 70 % de los casos los funerales tienden a reducirse, tras la ceremonia ritual en la iglesia, a una rápida y eficiente operación de eliminación de un residuo sólido urbano». Y cuando a la cremación sigue la dispersión de las cenizas, el «residuo sólido» desaparece también simbólicamente.

La misma vida ordinaria procura reprimir todo lo que pueda asociarse a la decadencia y la muerte. Si se entra en una farmacia parece que se entrara en una tienda de juguetes: todo es soft, de colores y atractivo. Pues bien, como señalaba Freud, cuanto más se reprime algo, tanto más vuelve a hacerse sentir de forma inquietante, oculta, envenenando la vida. La muerte expulsada del imaginario de las actividades cotidianas se hace cada vez más presente e invasiva en la cultura, cuyos debates más encendidos versan no raras veces sobre el tema del fin de la vida, enfrentado, no obstante, las más de las veces con la misma mentalidad técnica, en términos de una molestia a solucionar de la forma más indolora posible.

Nuestra civilización se está volviendo analfabeta en cuanto a este y a otros temas ligados a la calidad de vida, y así, su cultura está cada vez más impregnada de muerte. En cambio, otras sociedades y culturas, erróneamente consideradas «primitivas», tienen mucho que enseñar a Occidente sobre estos temas, recordando un patrimonio sapiencial las más de las veces desatendido. Piénsese, por ejemplo, en la denuncia de Tahca Ushte, chamán de los Sioux, expresada en términos provocativos, pero plenamente susceptibles de compartirse: «Vosotros, los blancos, difundís la muerte. La compráis y la vendéis. Con vuestros desodorantes, vuestros perfumes, apestáis a muerte, pero tenéis miedo de la realidad. Tenéis miedo de mirar a la cara a la muerte. La habéis hecho higiénica, la habéis empaquetado, la habéis despojado de su dignidad. Nosotros, los indios, pensamos a menudo en la muerte. También yo. Hoy, por ejemplo, sería un buen día para morir, un día no demasiado caluroso ni demasiado frío. Un día bueno para saludar a los amigos, para decir lo que siento por ellos. Un día para que un hombre feliz llegue al final de su camino. Un hombre alegre con todos sus amigos. Otros días no son tan buenos. Esos días están reservados a los egoístas y a los solitarios, a aquellos que solo con dificultad logran separarse de esta tierra. Para vosotros, los blancos, cada día sería probablemente un mal día»[20].

Sobre todo la conclusión de este análisis es interesante: reprimir el pensamiento de la muerte hace que los demás días sean malos, termina por extender esa muerte de la que se querría tomar distancia. La censura de la muerte envenena la vida.

El retorno de lo reprimido

Por tanto, a pesar de todo, las negaciones hablan siempre de lo que niegan y, tal vez de forma más inquietante, reafirman su innegable presencia. Es la raíz de lo que Heidegger llama «la angustia de muerte», el desconcierto frente a la nada que se procura llenar desesperadamente con el activismo, enfrentando problemáticas concretas, visibles y, por tanto, de alguna manera gestionables[21]. Por eso Gadamer denuncia el no saber sobre este tema como un no-querer-saber, una defensa frente a la angustia, defensa que, sin embargo, reafirma radicalmente su soberanía sobre la vida consciente del hombre: «¿Estamos ante intentos sinceros de saber, o más bien ante formas de no querer saber lo que sabemos?»[22].

Estos tan espontáneos como inútiles intentos de tomar distancia de la propia muerte son puestos apropiadamente en evidencia en la literatura por la novela de León Tolstói titulada La muerte de Iván Ilich: el protagonista, que cursa una enfermedad, ve en ella restringirse progresivamente sus espacios vitales y advierte, junto al dolor, una inexorable separación del mundo de los vivos, cuyos encuentros están siempre marcados por la banalidad y por la habladuría que resalta Heidegger. El único personaje verdaderamente presente es la muerte, que con el paso del tiempo ocupa cada vez más los ambientes de la morada del enfermo, tanto en sentido físico como espiritual, hasta revelarse como la verdadera dueña de la casa: nadie más está en condiciones de entrar en contacto con su morir progresivo[23]. Pero Iván Ilich reconoce que, hasta ese momento, él también había sido como ellos, había tenido información de la muerte, pero de la muerte de los otros: «El ejemplo de silogismo que había estudiado en la Lógica de Kizevérter: “Cayo es hombre, los hombres son mortales, luego Cayo es mortal”, le pareció toda su vida correcto con relación a Cayo, pero no con relación a sí mismo. Se trataba de Cayo como hombre en general, y eso resultaba totalmente justo; pero él no era Cayo ni hombre en general, sino que siempre fue un ser distinto por completo del resto: él había sido Vania […]»[24].

Por eso, el trabajo del duelo es indispensable para aprender la sabiduría de vida, porque la muerte habla a la vida y puede enseñar a vivir bien: «Elaborar un duelo significa necesariamente adquirir alguna forma de sabiduría. La experiencia de la muerte tiene múltiples aspectos ligados a la vida. En el descubrimiento de los instintos de muerte encontramos el itinerario esencial también en la formación de cada individuo, desde el momento en que todo proceso de crecimiento comporta, precisamente, la elaboración de la pérdida no solo de las figuras que fueron esenciales para nosotros en anteriores momentos, sino también de la imagen que ellas se habían hecho de nosotros»[25].

El hombre como ser-en-comunión

Por tanto, también la muerte se vive y actúa sobre los vivos, transformándolos. Tal es el sentido del célebre verso de John Donne colocado por Ernest Hemingway como exergo de su novela Por quién doblan las campanas: «La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti»[26].

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

Este saber nace ante todo de la experiencia de la muerte de otros. Pero, si tal muerte tiene que ver con una persona conocida, no es el anónimo «Cayo se muere», sino que revela que el hombre es un ser en comunión, aquella comunión que la muerte viene a romper. «Por el horror del silencio de los ausentes que no responden, la muerte del otro penetra en mí como una lesión de nuestro ser en común; la muerte me “toca”; y en cuanto que soy también otro para los demás y finalmente para mí mismo, anticipo mi muerte futura como la posible no-respuesta de mí mismo a todas las palabras de todos los hombres»[27].

Este lazo roto es todavía más cruel en el caso de la muerte de una persona amada. En esta experiencia se advierte claramente que también una parte de sí mismo ha muerto para siempre. Es la experiencia que magníficamente describe el joven Agustín cuando recuerda la súbita partida del amigo: «Todo cuanto veía era muerte para mí. La patria era para mí un suplicio y la casa paterna un tormento insoportable, y cuanto había comunicado con él se me convertía sin él en cruelísimo tormento. Mis ojos lo buscaban por todas partes y no lo hallaban. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no lo hallaba entre ellas, ni me podían decir. “Míralo, ahí viene”, como antes, cuando venía después de una ausencia»[28]. Cada cosa compartida con el amigo muerto está muerta también, deja la herida abierta de la nostalgia; todo lugar amado se ha vuelto de pronto odioso; una sombra de muerte desciende sobre todo el mundo; pero, por encima de todo, aquello que Agustín había expresado de sí mismo con el amigo ya no podrá compartirlo con ningún otro, aquella parte de él bajó también a la tumba: «Bien dijo uno de su amigo que “era la mitad de su alma”. Porque yo sentí que mi alma y la suya habían sido una sola en dos cuerpos. Y por eso me horrorizaba la vida, porque no quería vivir con la mitad de mi ser; y tal vez por eso temía morir, porque no muriese del todo aquel a quien había amado tanto»[29].

El momento de la muerte repentina del amigo se convierte para Agustín en el reconocimiento de una verdad dolorosa: la de la gran medida en que su amigo se había vuelto parte de él, hasta el punto de no darse cuenta de ello. Solo puede reconocerlo demasiado tarde, a partir del desgarro interior provocado por su desaparición. Toda relación revela un aspecto de sí y del otro, diferente e irrepetible. Esa unicidad es recordada de manera dramática por la desaparición del otro: «Ahora que Carlos ha muerto, nunca volveré a ver la reacción de Ronaldo ante una broma típica de Carlos. Lejos de tener más de Ronaldo al tenerle solo “para mí” ahora que Carlos ha muerto, tengo menos de él»[30].

A menudo solo se aprecia el valor de la persona amada cuando se la ha perdido, descubriendo en ella cosas hasta entonces inaccesibles. Por eso la muerte de la persona amada se convierte también en muerte propia, como señala Pirandello a propósito de su madre. En realidad, no es ella, sino él quien ha muerto, puesto que no podrá ya contar con su afecto, que le daba calor y consuelo. En cambio, la madre sigue viviendo en la mente y en el corazón del escritor[31]. Al mismo tiempo, la muerte del otro puede revelar también un aspecto de la identidad del que sigue en vida: un aspecto hasta ese momento desconocido para él mismo y solo conocido en virtud de ese acontecimiento trágico. Estos son algunos de los muchos aspectos paradójicos de la confrontación entre muerte y vida: una parte de nosotros muere al morir los otros, así como una parte de ellos sobrevive en nosotros y nos recuerda nuestro ser-en-comunión estructural con ellos.

El lazo inescindible entre muerte y vida

Los intentos —especulativos, psicológicos y prácticos— de reprimir la muerte están en su mayoría ligados al hecho de que ella viene a negar el sentido que caracteriza la vida y que es indispensable para continuar viviendo. El hombre es el único de los seres vivientes que sabe que tiene que morir: los animales perecen, solo el hombre muere. El hombre es el único ser que advierte con agudeza este estridente contraste: su tendencia hacia la vida y, al mismo tiempo, la fuerza inexorable de la muerte. Es la característica peculiar de la angustia que hemos visto más arriba: esa angustia nace de una búsqueda de plenitud, de una protesta frente al «hurto» de plenitud perpetrado por la muerte. Y sin embargo, la angustia, la pregunta, la protesta, no podrían surgir si esa plenitud, ese sentido, no fuesen de alguna manera conocidos.

Lo negativo se muestra como plenitud perdida y, al mismo tiempo, como su búsqueda, motivada por una experiencia, por un saber de alguna manera dado, aunque en el aplazamiento y en la ausencia expresada por un lugar que ha quedado vacío: «La misma conciencia de la extrema finitud, el mismo sentimiento angustioso de la muerte no podrían darse si no fuese sobre el trasfondo de una tendencia que nace del infinito y que, en lo inmediato, tiene que traducirse precisamente en el escándalo del silencio irreversible, en el horror o en la protesta que se espanta de la nada»[32].

Es esta tendencia la que nos pone en busca de una posible respuesta, animados por una luz conocida. La pérdida del amigo, del padre o de la madre, de la persona amada, no borra el valor y la intensidad de lo que se ha construido juntos. Sin embargo, ese valor se revela siempre en el signo, en el detalle, dejando la nostalgia de una plenitud nunca plenamente dada.

Por tanto, la afirmación del hombre en términos de ser-para-la-muerte, que Heidegger hiciera célebre, no puede ser asociada a la pura nada. En efecto, en tal caso se desvanecería también la misma pregunta. Más aún: ni siquiera podría plantearse. Nuestro pensar y actuar se da siempre dentro del ser: la noción de la nada lo presupone. El mismo Heidegger lo reconoce[33].

Por tanto, la muerte no solo puede decirse a partir de la vida: ella también habla a la vida, y por eso es tan dolorosa. La muerte nos recuerda en particular que la existencia —la nuestra, como también la de aquellos a quienes hemos amado— no puede ser poseída. Aceptar esta precariedad no significa rendirse al sinsentido, sino acoger un saber distinto, cuya medida no es el hombre. La búsqueda de sentido sigue estando así continuamente atravesada por la paradoja: solo mirando de frente a la muerte, solo no poseyendo, solo dejando partir se puede hacer la experiencia de la vida y de la presencia del ausente a nosotros, su presencia bajo otra forma.

Este es el significado propio del trabajo del duelo.

  1. «Hoy en día, a los niños se les inicia desde la más tierna infancia en la fisiología del amor y del nacimiento, pero cuando dejan de ver a su abuelo y preguntan la causa, en Francia se les responde que se ha ido de viaje muy lejos y, en Inglaterra, que está descansando en un bello jardín en el que crece la madreselva. Ya no son los niños los que vienen de la cigüeña, sino los muertos los que desaparecen entre las flores. Los parientes de los muertos están, así, forzados a fingir la indiferencia. La sociedad les exige un control de sí mismos en consonancia con la decencia o la dignidad que impone a los moribundos. En el caso de estos, como en el de los vivos, lo que importa es que no dejen traslucir las propias emociones» (P. Ariès, Historia de la muerte en Occidente de la Edad Media hasta nuestros días, Barcelona, Acantilado, 2000, p. 253).

  2. Ibíd., p. 234.

  3. Epicuro, Carta a Meneceo, en íd., Obras, Madrid, Tecnos, 2007, p. 125.

  4. J.-P. Sartre, El ser y la nada, Barcelona, Altaya, 1993, p. 570.

  5. M. Heidegger, Ser y tiempo, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 20054, p. 273.

  6. S. Freud, De guerra y muerte. Temas de actualidad (1915), en íd., Obras completas XIV, Buenos Aires, Amorrortu, 1984, p. 290.

  7. «La universalidad interior sigue siendo, por tanto, el poder negativo frente a la singularidad natural del viviente, poder por el que este padece violencia y perece porque su existencia como tal no tiene ella misma esta universalidad en sí misma con lo cual tampoco es la realidad correspondiente a la universalidad. […] Su inadecuación a la universalidad es su enfermedad originaria y la escondida semilla de la muerte. La superación de esta inadecuación es ella misma el cumplimiento de este destino» (G. W. F. Hegel, Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio, Madrid, Alianza, 1999, §§ 374-375, p. 429).

  8. Cf. B. Croce, «L’immortalità delle opere», en íd., Discorsi di varia filosofía II, Bari, Laterza, 1945, p. 295.

  9. Cf. N. Abbagnano, «L’ultimo Croce e il soggetto della storia», en íd., Possibilità e libertà, Turín, Taylor, 1956, p. 239.

  10. B. Croce, «Soliloquio», en íd., Terze Pagine Sparse I, Bari, Laterza, 1955, p. 119.

  11. N. Abbagnano, «L’ultimo Croce…», op. cit., p. 239. Observaciones similares pueden leerse en G. Sasso: «Si el individuo es el proceso de los actos, este será el proceso del individuo que se resuelve en el proceso de los actos, le pertenece y no puede prescindir de él, porque, de otro modo, tampoco podría ser aquel que él supone —es decir, el proceso de los actos en los cuales el individuo se resuelve y se realiza» (Per invigilare me stesso. I Taccuini di lavoro di Benedetto Croce, Bolonia, Il Mulino, 1989, p. 23).

  12. Para una profundización cf. G. Cucci, Benedetto Croce e il problema del male, Milán, Jaca Book, 2012.

  13. K. Marx, Manuscritos: economía y filosofía, Madrid, Alianza, 1968, p. 147.

  14. Ibíd. Cf. V. Melchiorre, «La morte nella coscienza contemporanea», en íd., Metacritica dell’eros, Milán, Vita e Pensiero, 1977, pp. 126-151.

  15. «Cuántas veces he escrito que Hegel hace de los hombres, en el fondo, como el paganismo, un género animal dotado de razón. Porque en una especie animal vale siempre el principio: el individuo es inferior al género. El género humano tiene la característica, precisamente porque cada individuo ha sido creado a imagen de Dios, de que el individuo es superior al género. Concedo que todo esto se puede tomar en vano y abusar de ello de un modo horrendo. Pero, en el fondo, el cristianismo consiste en esto, y es en el fondo aquí donde se debe dar la batalla» (S. Kierkegaard, Diario II, Brescia, Morcelliana, 1963, p. 33).

  16. V. Melchiorre, Al dilà dell’ultimo. Filosofie della morte e filosofie della vita, Milán, Vita e Pensiero, 1998, p. 37.

  17. «La cremación puede sentirse como antídoto a la putrefacción: hay una repulsión estética por lo informe, por lo que se deshace» (R. Bodei, «Rivoluzione tra i nostri cari estinti», en La Repubblica, 20 de junio de 2001).

  18. D. Davies, Morte, riti, credenze, Turín, Paravia, 1996, p. 112.

  19. Ibíd, p. 113.

  20. Citado en E. Drewermann, Psicanalisi e teologia morale, Brescia, Queriniana, 2005, p. 317s (texto ligeramente modificado).

  21. «En la angustia ante la muerte el Dasein es llevado ante sí mismo como estando entregado a la posibilidad insuperable. El uno procura convertir esta angustia en miedo ante la llegada de un acontecimiento. Hecha ambigua al convertirse en miedo, la angustia se presenta además como una flaqueza que un Dasein seguro de sí mismo no debe experimentar. Lo “debido”, según el tácito decreto del uno, es la indiferente tranquilidad ante el “hecho” de que uno se muere» (M. Heidegger, Ser y tiempo, op. cit., p. 274).

  22. H.-G. Gadamer, «La muerte como problema», en G. Brent Madison (ed.), Sentido y existencia. Homenaje a Paul Ricœur, Estella, Verbo Divino, 1976, pp. 11-27: 16.

  23. «Algo terrible, nuevo y tan importante como nunca le había ocurrido en su vida se estaba produciendo en él. Y únicamente él lo sabía; todos cuantos lo rodeaban no comprendían o no querían comprender y pensaban que las cosas seguían como antes. Era lo que más atormentaba a Iván Ilich» (León Tolstoi, La muerte de Iván Ilich, en La muerte de Iván Ilich. El diablo. El padre Sergio, Estella, Salvat, 1985, p. 48s).

  24. Ibíd., p. 55s.

  25. E. Perrella, Per una clinica delle dipendenze, Milán, FrancoAngeli, 1998, cap. III.

  26. E. Hemmingway, Por quién doblan las campanas, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1991, p. 13. Cita de J. Donne, «Meditation XVII», en Devotions Upon Emergent Occasions (1624), en The Works of John Donne III (ed. Henry Alford), Londres, John. W. Parker, 1839, p. 574s.

  27. P. Ricœur, «Verdadera y falsa angustia» [conferencia de 1953], en íd., Historia y verdad, tercera edición aumentada con algunos textos, Madrid, Encuentro, 1990, pp. 279-294: 281.

  28. Agustín de Hipona, Confesiones, Madrid, Ciudad Nueva, 2003, IV, 4, 9, p. 130s. Véase también el testimonio de M. de Montaigne. Refiriéndose a la compañía de su amigo La Boëtie, dice: «Desde el día en que la perdí, no hago más que arrastrarme lánguidamente; los placeres mismos que se me ofrecen, en lugar de consolarme, redoblan el sentimiento de su pérdida; como lo compartíamos todo, me parece que yo le robo la parte que le correspondía» (M. de Montaigne, Ensayos de Montaigne, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2003 [París, Casa Editorial Garnier Hermanos, 1912], p. 148s, accesible en http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcqz259).

  29. Agustín de Hipona, Confesiones, op. cit., IV, 6, 11, p. 133 (entre comillas en el texto, cita de Horacio, Odas I, 3, 8, refiriéndose a Ovidio).

  30. C. S. Lewis, Los cuatro amores, Madrid, Rialp, 1991, 200510, p. 73.

  31. «Ahora que has muerto no digo que no estés más viva para mí: tú estás viva, viva como ayer, con la misma realidad que durante tantos años te he dado desde lejos, pensándote, sin ver tu cuerpo, y estarás viva para siempre mientras yo esté vivo; pero ¿ves? ¡Es esto, es esto: que, ahora, yo ya no estoy vivo, y no estaré vivo para ti nunca más! ¡Porque tú ya no puedes pensarme como yo te pienso, no puedes oírme como yo te oigo! (L. Pirandello, Novelle per un anno, vol. 3, t. II, Milán, Mondadori, 1985, p. 1152s).

  32. V. Melchiorre, Al di là dell’ultimo…, op. cit., p. 80. Es la experiencia de plenitud anticipada que es propia del «hombre interior», descrita siempre por Agustín a propósito de su búsqueda de Dios: «Amo alguna luz, alguna voz, alguna fragancia, algún alimento y algún abrazo cuando amo a mi Dios, porque es luz, voz, fragancia, alimento y abrazo del hombre interior que hay en mí. Allí resplandece para mi alma una luz que no cabe en un lugar, donde suenan voces que no se lleva el tiempo, donde hay aromas que no se lleva el viento, donde hay sabores que la voracidad no desgasta y donde queda unido lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo cuando amo a mi Dios» (Agustín de Hipona, Confesiones, op. cit., X, 6, 8, p. 329).

  33. «Si echando mano de una explicación simplista hacemos pasar a la nada por lo meramente nulo y de este modo la equiparamos a lo carente de esencia, estaremos renunciando demasiado deprisa al pensar […] Sin el ser, cuya esencia abismal pero aún no desplegada nos viene destinada por la nada y nos conduce a la angustia esencial, todo ente permanecería inmerso en la ausencia de ser (M. Heidegger, Epílogo a ¿Qué es metafísica?, en íd., Hitos, Madrid, Alianza, 2000, p. 253).

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

    Comments are closed.