En el del cambio antropológico de nuestro tiempo, que pasa a través de las definiciones de poshumanismo, transhumanismo, como también antihumanismo o metahumanismo, el verdadero problema estriba en que el hombre de hoy ya no logra responder a la pregunta acerca de su identidad, llegando incluso a archivar el interrogante[1]. Sin embargo, la verdadera sabiduría, o la sabiduría de fondo, la que cumple la función de punto de partida, como nos enseñaron los antiguos, es la que sigue planteándose la pregunta: «¿Quién soy yo?»[2]. Intentemos, pues, responderla, y hagámoslo dejándonos acompañar por el salmo 90, pero pasando a través de algunas tentativas que muestran cómo la investigación humana de todos los tiempos ha intentado encontrar una respuesta a esa pregunta.
El salmo nos ofrece una de las reflexiones principales de la Sagrada Escritura sobre el límite temporal de la vida humana. Nuestra vida es un inútil agitarse que, al final, escapa como un pájaro espantado: «Aunque uno viva setenta años, | y el más robusto hasta ochenta, | la mayor parte son fatiga inútil, | porque pasan aprisa y vuelan» (v. 10)[3].
La reflexión sobre la brevedad de la vida es muy común en la literatura del mundo antiguo. También tenemos ejemplos célebres en la literatura latina, a siglos de distancia de la época en la que escribe el autor del salmo 90. La reflexión de Séneca, por ejemplo, quiere inducir a Paulino, un funcionario público, a emplear bien su tiempo, porque la vida solo les parece breve a quienes la malgastan. Ocuparse de los negocios le quita a la vida su verdadero fin, que Séneca identifica en la meditación: «La vida es lo bastante larga y, si toda ella se invierte bien, se concede con la amplitud necesaria para la consecución de la mayor parte de las cosas. Pero si transcurre entre exceso y negligencia, y no se emplea en nada bueno, solo cuando nos oprime la última hora sentimos que se va lo que no comprendimos que pasaba»[4].
Sin embargo, el autor bíblico no quiere negar en modo alguno la brevedad de la vida, ni la considera simplemente como una percepción del alma ocupada en muchas actividades, como le parece a Séneca. Por el contrario, el salmista considera que justamente la conciencia de esa objetiva brevedad conduce al ser humano a tomar conciencia de la propia identidad. En efecto, la raíz de la sabiduría está en la capacidad de valorar el límite constitutivo de la existencia humana.
Retornar al polvo
Regresemos al comienzo del salmo 90, donde el autor presenta un evidente contraste entre la eternidad de Dios y la temporalidad limitada del hombre: «Señor, tú has sido nuestro refugio | de generación en generación. | Antes de que naciesen los montes | o fuera engendrado el orbe de la tierra, | desde siempre y por siempre tú eres Dios. | Tú reduces el hombre a polvo, | diciendo: “Retornad, hijos de Adán”» (vv. 1-3).
Cuando el hombre nace siempre se inserta en una historia que lo precede. El hombre recorre un breve lapso de tiempo que prosigue después sin él en la historia que continúa. Nuestra experiencia de vida es claramente contingente. Acontece dentro de un paréntesis. Esta conciencia extingue todo nuestro delirio de omnipotencia y nos invita a respetar lo que nos precede y a preguntarnos: «¿Qué estoy dejando a los que vienen después?». Se trata de resituarse en el punto justo de la historia. Esta radical diferencia entre el tiempo de Dios y el del hombre aparece también en el versículo subsiguiente del salmo: «Mil años en tu presencia son un ayer que pasó; | una vela nocturna» (v. 4).
El versículo «Tú reduces el hombre a polvo, | diciendo: “Retornad, hijos de Adán”» hace directa alusión al segundo relato de la creación (cf. Gen 2,7 y 3,19): el hombre retorna al polvo del cual fue tomado. Los exégetas señalan que aquí se utiliza el verbo hebreo šuv, «retornar», que en otras partes expresa la conversión, es decir, justamente el retorno a Dios.
El término «polvo» aquí utilizado es dakka, que evoca el ser molido, pisoteado y hecho pedazos. El hombre ha sido creado a partir del polvo, y a ese polvo es llevado de nuevo por orden del Creador. Podríamos decir, pues, que la conversión, el retorno al Creador, significa aceptar, reconocer que se es polvo. Así pues, en esta visión la muerte y el límite temporal no parecen un castigo, sino el lugar de la consciencia de la propia identidad. Somos polvo que regresa a su origen. Nuestra identidad es retornar a Aquel que nos ha creado.
En efecto, el segundo relato de la creación comenzaba describiendo la acción de Dios, que crea al hombre a partir del polvo del suelo. El ser humano (ʾadam) nace con un doble vínculo: con el suelo, pues está tomado de la ʾadamah, y con Dios, del cual recibe el aliento vital. Tengamos también presente que Gen 2,7 puede traducirse no solamente como «El Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo», sino también «… como polvo del suelo». En este segundo caso, el Génesis querría insistir en una identidad constitutiva del ser humano. Él es como la arcilla que puede hacerse añicos. Pero el Señor lo toma así, en su vulnerabilidad, y lo pone en el jardín de su amistad.
En efecto, mirándola bien, la vulnerabilidad es la experiencia que une más a los seres humanos entre sí. Si hay un elemento que todos compartimos inevitablemente es el hecho de poder ser heridos. Nacemos desnudos, débiles, expuestos. Y nuestras relaciones dependen del modo en que decidimos tratar la vulnerabilidad de los demás y del modo en que los demás deciden mirar nuestra vulnerabilidad. Siempre tenemos dos opciones: aprovecharnos de la vulnerabilidad del otro, o cuidar de ella. La verdadera sabiduría pasa a través de esta conciencia de la vulnerabilidad que inevitablemente nos constituye a cada uno de nosotros.
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Siempre en el segundo relato de la creación del Génesis encontramos otra referencia al límite inevitable que signa nuestra existencia. En el jardín del Edén hay dos árboles: uno está a disposición del hombre: el árbol de la vida, mientras que el fruto del otro, el del conocimiento del bien y del mal, está prohibido al hombre y comer de él causa la muerte.
En este caso, el límite está presentado como mandamiento: el hombre puede comer del fruto de todos los árboles del jardín, está llamado a la libertad y puede satisfacer su deseo comiendo todo tipo de frutos; no obstante, la prohibición le recuerda que él no solo es libertad, sino también carencia: él lleva dentro un deseo que nunca puede ser colmado en plenitud. Cuando el hombre traspone ese límite, es decir, cuando no lo reconoce y se pone en el lugar de Dios, muere. He ahí su identidad: el hombre no existe sin deseo. Esta carencia le recuerda lo que él mismo es, su identidad de hombre que vive la experiencia del «deseo». Sin el deseo uno se detiene, porque ya no busca más y, por tanto, muere.
Es significativo recordar, pues, que ya Aristóteles veía en ese deseo lo que caracteriza a todo ser humano. Escribía él al comienzo del primer libro de la Metafísica: «Todos los hombres desean saber por naturaleza». Si no estuviese este deseo, que es propiamente una carencia, dejaríamos de buscar. Para Aristóteles, toda búsqueda comienza con la actitud del asombro, cuando me encuentro frente a experiencias que no sé explicar. Es la pregunta del niño frente al trenecito que corre sobre los rieles: y sonríe, porque procura comprender cómo es posible.
El hombre tiene la experiencia de su incompletud, pero no se trata de una condena a una situación dramática, sino de su identidad de ser incompleto que está en búsqueda. Y en esta búsqueda descubre la belleza de su existencia.
Aprender a mirar las cosas
La novedad del salmo 90 respecto de nuestras visiones tradicionales, mucho más cercanas a la de Séneca, reside en que la brevedad de la vida se ve como castigo solo cuando se la relee a través de la experiencia del pecado. En otras palabras, el pecado distorsiona la visión del límite constitutivo de la existencia y nos lleva a percibir dicho límite como un drama. En efecto, leemos más adelante en el salmo: «¡Cómo nos ha consumido tu cólera | y nos ha trastornado tu indignación! | Pusiste nuestras culpas ante ti, | nuestros secretos ante la luz de tu mirada: | y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera, | y nuestros años se acabaron como un suspiro» (vv. 7-9).
Así es: después del pecado, el polvo se experimenta como límite trágico y negativo. En Gen 3,16-19 leemos en el contexto de las palabras de castigo de Dios al hombre: «Eres polvo y al polvo volverás». Aquí la carencia se vive como frustración de una plenitud nunca alcanzable. El pecado ha cambiado la relación del hombre con la muerte y con el límite temporal de la vida. Retornar al polvo significa ante todo —lo repetimos— retornar al Creador, al Dios que nos ha dado la vida. Por eso, el fruto del pecado no es la muerte física, sino el surgimiento de una nueva relación con la condición de polvo.
Tengamos presente que todo el segundo relato de la creación, conectado con la narración del pecado y de sus consecuencias en Gen 3, busca releer el hoy del hombre, describe la que desde siempre es la condición humana. Esa dinámica de creación y ruptura está en la base de la vida del hombre. Para indicar lo que es fundamental, el autor bíblico lo coloca en un comienzo originario, punto de partida de todo presente del ser humano.
Un mito mesopotámico (cuyos primeros testimonios se remontan incluso al siglo XIV a.C.) relata acerca de un hombre llamado Adapa que ha recibido el don de la sabiduría, pero no el de la vida eterna. Puesto frente a una comida y una bebida (pan y agua) que podrían darle la vida eterna, Adapa sigue el consejo de su dios y ni come ni bebe de ellas. No cae en la tentación de llegar a ser como Dios y acepta su propia humanidad. Así pues, también este mito parece afirmar que la verdadera sabiduría consiste en aceptar el propio límite temporal. El hombre no puede más que aceptar con resignación y coraje su propia mortalidad.
En Gen 3 el hombre no se contenta con el acceso a la vida que se le ha regalado: pretende una sabiduría que lo haga plenamente libre. No acepta el límite que lo caracteriza en cuanto criatura y, justamente en el momento en que intenta trasponer ese límite, descubre su lado trágico: «Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos» (Gen 3,7). Adán y Eva estaban desnudos también antes, pero el pecado torna esa desnudez en algo dramático. La desnudez es el símbolo de la vulnerabilidad. El pecado nos impide aceptar como nuestro el límite de la fragilidad.
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Parafraseando a uno de nuestros pensadores del siglo XX, Martin Heidegger, podemos afirmar también que se trata de aceptar nuestra muerte[5]. La muerte es la posibilidad más propia del ser humano. Es el acontecimiento inmanente que cierra toda otra posibilidad. Nuestra existencia, dice Heidegger, es un proyectarse: nos encontramos continuamente frente a posibilidades entre las cuales escoger las que nos son más propicias. Pero de ese modo no sabremos nunca quiénes somos, seguiremos escogiendo, con la angustia de no llegar nunca a ser alguien. Por eso hay que anticipar la muerte, es decir, asumir la conciencia de nuestra finitud. Esa conciencia nos salva del peligro de no ser nunca alguien. El nuestro es un tiempo limitado dentro del cual se desarrolla nuestra existencia, y este límite nos permite reconocer quiénes somos.
Breve, pero bella
Esta aceptación consciente del límite temporal se encuentra también en el libro del Eclesiastés, donde se invita al hombre a acordarse del Creador antes de que «el polvo vuelva a la tierra que fue, y el espíritu vuelva al Dios que lo dio» (Ecl 12,7).
En el poema final del libro (Ecl 11,8-12,7) se describe al sabio como a un hombre que sabe gozar de los bienes que Dios le ofrece en esta vida antes de que llegue la triste vejez, en la que ya no será posible goce alguno: «Acuérdate de tu Creador en tus años mozos, antes de que lleguen los días aciagos y te alcancen los años en que digas: “No les saco gusto”» (Ecl 12,1).
El Eclesiastés sabe bien que «todo hombre es un soplo» y, sin embargo, esta consciencia no lo impulsa a rebelarse ni a resignarse. Sabe que, aunque Dios le haya puesto un límite a la vida humana, eso no quita que haya hecho bella cada cosa a su tiempo (cf. Ecl 3,10-11). El hombre puede vivir en plenitud acogiendo en la vida esos pequeños signos de alegría que el Señor le concede, viviéndolos en el temor de Dios: «Disfruta mientras eres muchacho y pásalo bien en la juventud; déjate llevar del corazón y de lo que te recrea la vista; pero sábete que Dios te llevará a juicio para dar cuenta de todo» (Ecl 11,9).
El límite temporal de la vida es una realidad ambigua, pero el sabio es capaz de vivirlo positivamente. El salmo 90 nos permite mirar de manera nueva la brevedad de la existencia, una manera nueva en contraste con la perspectiva que brota del pecado: «¿Quién conoce la vehemencia de tu ira, | quién ha sentido el peso de tu cólera? | Enséñanos a calcular nuestros años, | para que adquiramos un corazón sensato» (vv. 11-12).
«Conocer» y «enseñar» están traducidos a partir del mismo verbo yadaʿ. Así pues, el salmista parece llevar la cuestión a un conocimiento que sea adecuado. En otras palabras, la sabiduría está en el modo de conocer las cosas.
La pregunta del v. 11 parece retórica: en efecto, nadie puede penetrar los pensamientos de Dios. A partir de ahí el salmo se encamina hacia el fin, y parecería que, frente al límite de la existencia, no hubiese otra alternativa que la resignación de Adapa, que acepta la propia humanidad, o bien la rebelión del hombre del Edén, que se condena inevitablemente a la muerte.
Pero el v. 12 introduce una novedad sorprendente: «Enséñanos a calcular nuestros años, | para que adquiramos un corazón sensato». La sabiduría bíblica consiste en saber conjugar una mirada crítica sobre la realidad con la fe en el Dios de Israel. Se trata de leer la realidad a la luz de la fe. Calcular nuestros años significa tomar conciencia de nuestra condición de criaturas y, al mismo tiempo, leer esta experiencia a la luz de la acción de Dios. La sabiduría es al mismo tiempo búsqueda del hombre y don de Dios.
Tal es la síntesis a la que llega san Agustín al comienzo de las Confesiones, donde reconoce la pequeñez del hombre y, al mismo tiempo, el don de Dios; reconoce el deseo, la carencia que anida en hombre, y reconoce en Dios su meta: «Grande eres, Señor, y muy digno de alabanza; grande es tu poder, e infinita tu sabiduría. ¿Y te quiere alabar el hombre, que es una parte de tu creación, y precisamente el hombre, que lleva por todas partes su mortalidad, que lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios? A pesar de todo, quiere alabarte el hombre, que es una parte de tu creación. Tú mismo le incitas a ello, para que se deleite en alabarte, porque nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»[6].
De ese modo podemos regresar al salmo 90, porque también allí se nos invita a ver que, dentro del límite temporal de la vida humana podemos descubrir el amor de Dios: «Por la mañana sácianos de tu misericordia, | y toda nuestra vida será alegría y júbilo» (v. 14).
El límite y la identidad
El ensayo conoce también el riesgo al que puede conducir una reflexión sobre la brevedad de la vida dejando la puerta abierta a la tentación de ver ese límite como expresión de la cólera divina. Poniendo al hombre frente a su límite, Dios conduce al hombre a reconocer su propia identidad, que es la de ser amado por su Creador. Su vida, por breve que sea, es un regalo.
Solo a través de esta sabiduría, que sabe aceptar la propia muerte, será posible hablar de una vida que se abre a la eternidad. La finitud de la vida humana es un mensaje para descifrar con sabiduría. Justamente esta lectura distinta del límite, que en nuestra cultura actual se vuelve cada vez más problemática, revela la diferencia entre el sabio y el necio, entre el que reconoce y acepta el límite y el que quiere vanamente destruirlo o no reconocerlo.
El límite define la identidad. Sin este límite no reconozco quién soy. Y esta pérdida de identidad es exactamente la muerte. El necio muere porque, al no reconocer ya su límite, no sabe más quién es.
Hay una oración de san Ignacio de Loyola que sintetiza bien lo que hemos tratado de expresar a través de la reflexión. Al final de los Ejercicios espirituales, cuando ya el ejercitante se prepara para retornar a la vida ordinaria, Ignacio lo invita a contemplar todo el bien recibido y a expresar al Señor esta oración: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo distes, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta»[7].
El sentido de la vida es estar dentro de esta corriente de amor en la que continuamente recibimos dones de Dios, momento a momento. Pero estos dones nunca se convierten en propiedad nuestra. Son dones que tienen en Dios no solo su origen, sino también su fin. Alfa y omega. De él vienen y a él retornan. El pecado ocurre cuando intentamos apoderarnos de lo que no es nuestro.
Rezar esta oración no es cuestión de generosidad o de renuncia. No se trata de generosidad, porque no hay nada que sea nuestro; todo puede sernos quitado en cualquier momento: los afectos, el cuerpo, la salud, la vida misma. No es una cuestión de renuncia, porque el Señor no quiere quitar, sino valorizar lo que él mismo nos regala. Entregar de nuevo todo al Señor, poner nuevamente todo en sus manos es la mejor inversión que podamos hacer con ello.
Así pues, la verdadera sabiduría es permanecer conscientemente dentro de esta corriente de amor y llegar a decir: «Toma, Señor, y recibe, porque todo es tuyo, por breve o largo que sea, porque este es el sentido de la vida».
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Cf. F. Ferrando, «Posthumanism, Transhumanism, Antihumanism, Metahumanism, and New Materialisms: Differences and Relations», en Existenz 8 (2013/2), pp. 26-32. ↑
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Cf. L. Grion et al., Chi dice io? Riflessioni sull’identità personale, en Anthropologica 2012. ↑
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El texto del salmo, así como los demás textos de la Sagrada Escritura se citan aquí según la edición Sagrada Biblia, versión oficial de la Conferencia Episcopal Española, Madrid, BAC, 2011. ↑
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L. A. Séneca, Sobre la brevedad de la vida, I, en íd., Sobre la brevedad de la vida. El ocio y la felicidad, Barcelona, Acantilado, 2013, p. 10. ↑
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Cf. M. Heidegger, Ser y tiempo, México, FCE, § 51, pp. 275-278. ↑
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Agustín de Hipona, Confesiones I, 1, cita según, íd, Confesiones, Madrid, Ciudad Nueva, 2003, p. 53s. ↑
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San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, n. 234, cita según Íd., Obras. Edición manual, Madrid, BAC, 1997, p. 273. ↑
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