Todos hemos visto cuántos migrantes han sucumbido en el mar: hombres, mujeres y niños que se ahogan en su viaje. En muchas escuelas hay clases con refugiados: niños y jóvenes que, gracias a Dios, lo han conseguido. Pero también muchas personas nacidas en nuestros países tienen un origen migratorio. Razones suficientes para reflexionar sobre la huida y la migración. Una mirada a la historia de la humanidad muestra hasta qué punto todos somos migrantes. En la Biblia podemos ver la intensidad con la que los seres humanos pensaban en la huida y la migración hace ya más de dos milenios.
Los seres humanos como migrantes
Cuando la humanidad llegó a Europa, hace 40.000 años, procedía del continente africano. Allí no sólo tuvo su origen, sino que llevó a cabo un proceso evolutivo que duró unos 100.000 años. Los humanos se vieron obligados a ser viajeros, a seguir a las manadas de animales, y corredores, a sobrevivir a otros mamíferos. Eran capaces de perseguir a las gacelas hasta la extenuación y darles el golpe de gracia con piedras. Sólo cuando los desiertos del norte de África y de Arabia empezaron a florecer cruzaron la grieta, la grieta tectónica continental, hacia la India, luego hacia Australia y sólo después hacia Europa. El Homo sapiens se desplazó aún más lejos, al final de la última era glacial, a través de Siberia hasta América. Y fue como migrantes que los humanos descubrieron el mundo.
En las civilizaciones avanzadas, los humanos se organizaron en multitudes, se lanzaron a la conquista de nuevas tierras y obligaron a los pueblos a huir o los hicieron prisioneros. Ya en la antigüedad, muchos miles de personas fueron exiliadas a la fuerza. En tiempos de paz, era el hambre lo que obligaba a la gente a desplazarse a nuevas partes de la tierra. Los que buscaban mejores oportunidades se convirtieron en refugiados económicos, escapando así del duro invierno europeo. Los que ahora llamamos «americanos» eran en su mayoría emigrantes y refugiados económicos de Europa. Los habitantes del Norte transportaron a millones de personas de África a América, mientras empujaban a los habitantes originarios a los rincones más lejanos del continente.
Adaptando su existencia – ya sea de manera forzada, obligada o inducida con halagos – a través de la investigación y los viajes, la humanidad también representa su gran movilidad en los mitos, vagando por el Mediterráneo, como en la Odisea, o por el mar y el desierto, como en el éxodo bíblico. E incluso la Biblia es una pequeña biblioteca portátil, escrita por y para los emigrantes.
Adán, expulsado del Paraíso: el origen de la humanidad
Adán, el «hombre», y Eva, la «vida», deben abandonar su primera morada, el Paraíso, después de que la tentación de la deshonestidad les abrumara, obligándoles a jugar cobardemente a las «escondidas» (cf. Gn 3,8), y después de que la vergüenza ante la vulnerabilidad de su desnudez les hiciera ocultarse (cf. Gn 2,25; 3,10). Esta historia del origen en el Génesis parece sondear las profundidades psíquicas de la naturaleza inquieta y agitada de la humanidad. Tiene que ver con la desconfianza, con un miedo incomprensible que no permite al hombre presentarse ante Dios en libertad y verdad.
Esto se pone de manifiesto cuando la culpa adquiere formas tangibles y dramáticas. Caín mata a su hermano Abel, y pronto, después de un breve período de desestimación insolente y arrogante – «¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano?» -, le invade el miedo: «Mi castigo es demasiado grande para poder sobrellevarlo. Hoy me arrojas lejos del suelo fértil; yo tendré que ocultarme de tu presencia y andar por la tierra errante y vagabundo, y el primero que me salga al paso me matará» (Gn 4,13-14). Al igual que Dios vistió a Adán y Eva con pieles (cf. Gn 3,21), del mismo modo protege a Caín con una señal (Gn 4,15) para hacer su vida más llevadera.
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El resto del libro del Génesis también está repleto de episodios de huida y migración. Sólo la familia de Noé sobrevivió al diluvio. Hacinados en el arca del monte Ararat, la raza humana vuelve a empezar bajo el signo del arco iris (8,13-9,16). La construcción de la Torre de Babel, con la que la humanidad quiso forjarse un nombre, da lugar a la división por lenguas y territorios (11,1-9). Abraham, el patriarca de Israel, procede de Ur, en el sur del actual Irak, y emigra con su padre Téraj a Harrán, en el norte de Siria (11,31). A continuación tiene lugar la llamada de Dios, que le lleva a una nueva tierra (12,1). Pero su familia debe huir de nuevo. La hambruna le obliga a él y más tarde a toda la familia de Jacob (Israel) a ir a Egipto (12,10; 46,6).
Las grandes historias de la Biblia, como la de José y sus hermanos o la de Noé y Rut, se desarrollan en escenarios extranjeros. En una tierra extranjera e insegura, las relaciones alcanzan una profundidad dramática. En tierra extranjera se produce la reconciliación entre José y sus hermanos (cf. Gn 45,1); allí se manifiesta la fidelidad absoluta de las dos mujeres (Libro de Rut). Sobre la base de los conflictos resueltos, la familia de Israel crece en Egipto hasta convertirse en un pueblo (cf. Ex 1,1-7); y el rey David surge de la fidelidad de Rut (cf. Rut 4,22). Es en el extranjero, desde el exilio y la diáspora, donde se pone de manifiesto la sabiduría de Daniel, la fuerza de Ester y la religiosidad de Tobías.
Es durante la huida o el viaje cuando Jacob (cf. Gn 28; 32:25-33), Elías (cf. 1 Re 1:1-7) y Jonás se encuentran con Dios, que es particularmente cercano, imponente y sorprendente. En medio de los peligros del viaje, Tobías experimenta la protección del ángel Rafael, y luego se convierte él mismo en sanador. Innumerables relatos bíblicos desarrollan lo que el Génesis muestra como la historia del origen de la humanidad: el viaje es el propósito de la humanidad, tan profético y tan lleno de desarrollos, porque siempre abre nuevas perspectivas.
Éxodo: mito fundacional y «ethos» fundamental
Frente a la zarza ardiente, en medio del desierto, frente al monte Sinaí de granito rojizo, descalzo y con el rostro cubierto, Moisés le pregunta a Dios cuál es su nombre. Dios le responde: «Yo soy el que soy», o: «Yo seré el que seré» (Ex 3,14). A tal punto el nombre Yhwh en la zarza ardiente es misterioso, y de forma tan tangible se presenta el propio carácter de Dios. Yhwh se apareció a Moisés porque escuchó los gritos de los israelitas en Egipto (cf. Ex 2,23-25; 3,7-9), porque quiere comprometerse con ellos sin concesiones y liberarlos del poder del faraón (cf. Ex 3,8.15-22). La huida a través del mar rojo (cf. Ex 14) conduce, de hecho, al nacimiento de un pueblo. Es como pueblo de refugiados que Israel se convierte en el pueblo de Dios.
Lo que puede parecer un mito romántico y una historia de suspenso resulta ser, en el Monte Sinaí, un importante principio de ética social. En efecto, al concluir la alianza en el Sinaí (cf. Ex 19-24), Dios exige a su pueblo liberado un compromiso vinculado a su liberación: «No oprimirás al extranjero. Ustedes saben muy bien lo que significa ser extranjero, ya que lo fueron en Egipto (Ex 23,9). El Dios de la Biblia es un Dios de liberación, un Dios de migrantes.
Las leyes para la protección de los extranjeros recorren todo el Pentateuco y aumentan como un crescendo sinfónico. Si el Libro de la Alianza (cf. Ex 21-23) se había limitado a prohibir la opresión de los extranjeros, el Código de Santidad va mucho más allá: «El extranjero será para ustedes como uno de sus compatriotas y lo amarás como a ti mismo, porque ustedes fueron extranjeros en Egipto. Yo soy el Señor, su Dios» (Lev 19,34). Si el Código de Santidad recomienda el amor humano hacia los extranjeros, Moisés sube la apuesta en el Deuteronomio. Es Dios mismo quien «hace justicia al huérfano y a la viuda, ama al extranjero y le da ropa y alimento. También ustedes amarán al extranjero, ya que han sido extranjeros en Egipto» (Dt 10,18-19). Esta frase fundamental recorre las leyes del Pentateuco como un estribillo. La experiencia del éxodo de Israel es la base de su ethos (carácter especial), como se explica en la Torá, ya al principio del Decálogo (cf. Ex 20,2; Dt 5,6), y en la enseñanza dada a los hijos (cf. Dt 6,20-25). La experiencia de la libertad conlleva un compromiso.
El trauma del exilio y el sueño de una patria
Si el Pentateuco, desde el momento en que Abraham se pone en marcha hasta la muerte de Moisés, había dirigido la mirada hacia la Tierra Prometida (cf. Gn 12,1; 13,14-15; Dt 34,1-4), que Israel alcanza finalmente bajo el liderazgo de Josué, el resto de la historia del pueblo (deuteronomista) se precipita hacia la pérdida de esa misma tierra. Hacia el 720 a.C. los israelitas del Reino del Norte son deportados por los asirios a Mesopotamia (cf. 2 Re 17), y el mismo destino corre Jerusalén y Judá hacia el 587 a.C. bajo los babilonios (cf. 2 Re 25). Los que no se ven obligados a ir a Babilonia huyen a Egipto (cf. 2 Re 25,26): se trata del anti éxodo, prohibido por Dios (cf. Dt 17,16; Jr 42,13-19), pero ya insinuado por Moisés (cf. Dt 28,68). Así termina la historia. El motivo de la catástrofe es -según los deuteronomistas- la ira de Dios, en última instancia la culpa de los reyes y del pueblo (cf. 2 Re 24,20). Moisés ya había predicho, en sus peores maldiciones, los horrores del asedio y del extranjero (cf. Dt 28,48-68).
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Sin embargo, en el discurso de Moisés también se expresa la esperanza en el futuro: «Cuando te sucedan todas estas cosas –la bendición y la maldición que he puesto delante de ti– si las meditas en tu corazón en medio de las naciones donde el Señor, tu Dios, y tú te habrá arrojado, si te conviertes al Señor, tu Dios, y tus hijos le obedecen con todo su corazón y con toda su alma, exactamente como hoy te lo ordeno, entonces el Señor, tu Dios, cambiará tu suerte y tendrá misericordia de ti. Él te volverá a reunir de entre todos los pueblos por donde te había dispersado. Aunque tus desterrados se encuentren en los confines del cielo, de allí el Señor, tu Dios, te volverá a reunir, de allí te tomará» (Dt 30,1-4). La elección entre la vida y la muerte depende de la obediencia a la Torá (cf. Dt 30,15-20), que en cualquier caso es muy fácil de cumplir, porque está cerca del creyente, «en tu boca y en tu corazón» (Dt 30,14). La Torá, puesta por escrito por Moisés (cf. Dt 31,9), se convierte, tanto para los que vivían en la diáspora como para los que habían regresado a la Tierra Prometida, en la palabra de vida (cf. Dt 32,46).
Cantos de lamentación y libros de consolación
Sin embargo, el trauma de la destrucción de Jerusalén no fue olvidado. «Junto a los ríos de Babilonia, nos sentábamos a llorar, acordándonos de Sión» (Sal 137,1). Las Lamentaciones ilustran detalladamente el dolor en poemas organizados alfabéticamente de la A a la Z. Culminan en una súplica desesperada: «¡Vuélvenos hacia ti, Señor, y volveremos: renueva nuestros días como en los tiempos pasados! ¿O es que nos has desechado completamente y te has irritado con nosotros sin medida?» (Lam 5,21-22).
Los grandes profetas estuvieron profundamente marcados por el exilio y la huida. Ezequiel se encuentra entre los exiliados del Éufrates (cf. Ez 1,1-3). Jeremías desaparece entre los que huyen a Egipto (cf. Jer 43-44). El libro de Isaías está como dividido en dos: entre el anuncio del exilio inminente (cf. Is 39) y la predicción de su fin (cf. Is 40) se abre un abismo. Un dolor inexpresable dio lugar a cálidas palabras de consuelo, que vuelven a recordar los temas dominantes del éxodo. «¡Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice su Dios! Hablen al corazón de Jerusalén y anúncienle que su tiempo de servicio se ha cumplido […]. Una voz proclama: ¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios! (Is 40,1-3). La experiencia del cautiverio se transforma en una llamada a la libertad. «Yo, el Señor, te llamé en la justicia, te sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la alianza del pueblo, la luz de las naciones, para abrir los ojos de los ciegos, para hacer salir de la prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan en las tinieblas» (Is 42,6-7).
Jeremías es quien más inexorablemente anuncia y desarrolla la catástrofe del exilio. Pero en la parte central de su monumental acusación contra Israel, hay un pasaje de consuelo (cf. Jer 30-31), expresado diversamente en imágenes masculinas y femeninas: «¡Y tú no temas, servidor mío Jacob, –oráculo del Señor– no te espantes, Israel! Porque yo te salvaré de un país lejano, y a tu descendencia, del país de su cautiverio. Jacob volverá y vivirá en calma, tranquilo y sin que nadie lo perturbe […]. Yo te amé con un amor eterno, por eso te atraje con fidelidad. De nuevo te edificaré y serás reedificada, virgen de Israel; de nuevo te adornarás con tus tamboriles y saldrás danzando alegremente (Jer 30,10; 31,3-4). La afirmación de Jeremías sobre el regreso a casa culmina con la promesa de la «nueva alianza» (Jer 31,31), que dio nombre al Nuevo Testamento.
«Los zorros tienen sus cuevas… Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos».
La huida de Israel a Egipto y el éxodo tienen su eco en la primera infancia de Jesús de Nazaret, tal como nos la narra Mateo (cf. Mt 2,13-21). El mismo Jesús, cuando comienza su misión, se vuelve inquieto. Es en el Jordán -en la grieta continental, ruta de tránsito del género humano, donde Israel entró en la Tierra Prometida- que Jesús recibe el bautismo (cf. Mt 3,13). Se convierte en un predicador errante, que no tiene guarida como los zorros ni nido como las aves (cf. Mt 8,20; Lc 9,58). Sus discípulos salen al mundo con él. Durante su vida los envía a pueblos y ciudades de Palestina (cf. Mt 10; Lc 10). Tras su resurrección, extiende su misión a todo el mundo: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19).
Los que han emprendido este viaje llegan a conocer todos los peligros de la vida errante: la xenofobia, el robo, el naufragio (cf. 2 Cor 11,25-27). La Iglesia primitiva tiene su origen en los viajes misioneros, como nos cuentan los Hechos de los Apóstoles. No es casualidad que los documentos más antiguos del cristianismo sean cartas: escritos marcados por las paradas realizadas por Pablo, nacidos de la preocupación por los que quedaron atrás. La obstinación políticamente subversiva de los cristianos, que se negaron a inclinarse ante las estatuas de los emperadores romanos, los convirtió de nuevo en refugiados. Para los que no huyeron, los cristianos esperaban un último viaje: el de la Jerusalén celestial (cf. Ap 21-22).
Todos somos migrantes, con la Biblia en el equipaje de mano
Todos venimos del continente africano. El ser humano es un emigrante por naturaleza: desde el Génesis, siempre ha estado huyendo. Adán, desterrado del Paraíso, permanece inquieto, atormentado por el sudor y la ansiedad. La historia de la diáspora judía y de la misión cristiana se cruzó con la expansión islámica, con las caravanas, las rutas de la seda, la colonización, con el descubrimiento de nuevos mundos. La historia de la religión también está integrada en la historia de la movilidad humana.
¡Qué enorme contraste hay entre la historia llena de esperanza de la liberación del Mar Rojo y la huida a través del Mar Mediterráneo, que se ha convertido en una «historia de terror» de nuestros tiempos! El Mediterráneo, que desde los tiempos de los fenicios conectaba África, Asia y Europa en un único espacio cultural, y que permitió a Roma convertirse en un imperio mundial en tres continentes, se ha convertido en un foso para la «fortaleza Europa». El mito fundacional judeocristiano nos recuerda su ethos fundamental. El mundo entero está confiado a la custodia de la humanidad en su conjunto. No tenemos otra alternativa que cultivar juntos este inmenso tesoro.
Siempre hemos sido migrantes en el camino hacia la eternidad. Somos huéspedes en la Tierra, y llevamos con nosotros, en nuestro equipaje de mano, la Biblia -la sabiduría acumulada de milenios- junto con otros grandes libros. Sólo en nuestros labios y en nuestro corazón se convierte en palabra de vida. El modo en que viajamos y somos huéspedes, el modo en que nos encontramos con otros emigrantes, muestra cuál es nuestra actitud hacia nuestro misterioso origen y destino.
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