«No sé si soy infeliz porque no soy libre o si no soy libre porque soy infeliz»: estas palabras de Patricia (Jean Seberg) – la protagonista de la película Sin aliento (À bout de souffle, 1960) – expresan la esquiva inquietud del director Jean-Luc Godard (1930-2022), de su época y de su cine.
La película – la historia de las desventuras de un ladrón de coches, buscado por el asesinato de un policía – es el primer largometraje revolucionario de Godard y un hito del cine mundial. La frase de Patricia, que no admite interpretaciones inequívocas, puede constituir un marco abierto para situar y releer la polifacética obra del director francés. La inquieta búsqueda de una libertad vital, total e incondicional – piedra angular estilística y temática del cine de Godard – choca con los límites de en una época y un contexto social determinados. En la raíz de esta dificultad están los límites del lenguaje, la comunicación y la relación con el otro.
Con Godard, pues, nos enfrentamos una incomodidad que no se puede descifrar del todo (como su cine, al fin y al cabo). Sin embargo, los resultados de esta complejidad son dramáticos tanto a nivel individual (muchas de sus películas terminan con la trágica, e irracional, muerte de los protagonistas) como a nivel sociopolítico (las guerras, la desigualdad social y las tragedias de la humanidad son un tema recurrente en su cinematografía).
La sufrida y frustrada búsqueda de la libertad es principalmente temática: está en el centro de las vidas, o de las actitudes, de los protagonistas de sus películas, a menudo anárquicas e ilógicas. Sin embargo, la libertad de Godard es sobre todo estilística. Desde Sin aliento, el director francés no se ha cansado de jugar con el lenguaje cinematográfico, de romper las convenciones estilísticas, en una búsqueda casi exasperante de nuevas posibilidades comunicativas.
¿Pero quién era Godard? ¿Cuál fue su aporte al mundo del cine? Y, sobre todo, ¿por qué es posible amarlo y odiarlo al mismo tiempo?
Una vida de «ruptura»
Jean-Luc Godard nace en París en 1930 y crece a orillas del lago de Ginebra. La suya es una familia burguesa rica: su padre Paul es médico y director de un hospital, y su madre Odile pertenece a una prestigiosa e influyente familia francesa. En este contexto social privilegiado, el joven Jean-Luc no tarda en defraudar las ambiciosas expectativas de la familia: en la escuela, sus resultados son todo menos brillantes. En lugar de una educación escolar tradicional, Godard prefirió frecuentar la Cinématheque française y los cines del Barrio Latino, de los que se convirtió en un asiduo e intenso habitué: fue en los cines parisinos donde comenzó a desarrollar su devoradora pasión por el mundo del cine.
Otra actitud, «poco elegante», empezó a tomar forma en el futuro director: la afición por los pequeños robos. Sus familiares, conocidos y amigos suelen ser sus víctimas inocentes. Aunque procede de un entorno en el que no falta nada, Jean-Luc no duda en cometer pequeños robos, para la ira e incomprensión de sus cercanos. Un ladronzuelo sistemático, pero sentimental: siempre deja algunas monedas. Exactamente como ocurre en una secuencia de Sin aliento, en la que el protagonista saca sin escrúpulos una pequeña suma de la cartera de su amiga Liliane[1]. El tema del robo como parte de un estilo de vida anárquico es recurrente en varias películas de Godard, como Bande à part (1964) y Pierrot le Fou (1965).
En el plano personal, la propensión al hurto constituye un primer elemento claro de ruptura con el mundo del que procede. El contraste, la contraposición con contextos, tradiciones y lenguajes «establecidos», marca su vida personal y su producción artística.
En los años 50, Godard comenzó su aventura como crítico de cine en la revista Cahiers du cinéma. Allí trabajaron jóvenes y apasionados cinéfilos como François Truffaut, Claude Chabrol y Éric Rohmer. Animados por un deseo de innovación y experimentación, se convirtieron en directores símbolos de la Nouvelle vague, término hoy emblemático de una nueva forma de hacer cine, que rompe con la tradición anterior. Godard no se detuvo después de Sin aliento, su primer gran éxito. Buscó constantemente novedades expresivas, dio un giro a la gramática del cine, en un intento por crear nuevas posibilidades comunicativas con el medio cinematográfico.
A finales de la década de 1960, fundó, junto con el director Jean-Pierre Gorin, el grupo Dziga Vertov (que lleva el nombre del conocido documentalista soviético), un colectivo cinematográfico destinado a realizar películas militantes de orientación marxista. Tras la disolución del grupo en 1972, Godard siguió explorando diferentes técnicas y estilos. Su incansable investigación creativa le llevó a un cambio gradual, desde lo figurativo a lo abstracto. Sus películas se convierten en un collage de imágenes, sonidos y palabras. Más que contar historias, evocan situaciones, provocan emociones, suscitan pensamientos. Más cercano a la filosofía que a la narrativa, el suyo es un «cine mayéutico», que interpela al espectador: le invita a cuestionar y reflexionar, o a dejarse tocar por las provocaciones intelectuales que lanza el director.
Jean-Luc Godard por Jean-Luc Godard
El camino de la ruptura – una actitud «experimental» incesantemente renovada – marca tanto su vida como su arte. Personal y artísticamente inquieto, Godard se distingue por sus provocaciones, en un intento de desquiciar los lugares comunes, como para evitar el riesgo de conformarse con algo definido. Una tendencia que se manifiesta en la expresión au contraire («al contrario»), con la que a menudo comienza sus frases[2]. El contraste es su marca propia, en varios niveles y a lo largo de décadas de carrera. «Uno puede pensar que Jean-Luc Godard es un cineasta insufrible. No se puede negar su talento», escribió Le Monde en 1963, tras el estreno de El desprecio (Le Mépris, 1963). «Soy el más conocido de los hombres olvidados», confesó Godard al cineasta Alain Bergala casi cuatro décadas después[3].
Inscríbete a la newsletter
Sin embargo, sobre todo a partir de su cine, podemos acercarnos a la humanidad del director. En sus obras es posible leer entre líneas la confesión personal del director, como si la pantalla fuera la «rejilla de un confesionario», según la feliz expresión del padre Virgilio Fantuzzi. El punto de partida podría ser Pierrot el loco. La película cuenta los últimos días de Ferdinand (Jean-Paul Belmondo), un parisino rico e insatisfecho, que ha huido con la baby-sitter (Anna Karina), para embarcarse en una vida anárquica y criminal. No faltan las similitudes entre Ferdinand y el joven Jean-Luc: la ruptura con el entorno de clase alta del que procede, la búsqueda exasperada de la libertad, la propensión al robo, los intentos de expresión artística. En el corazón de la película hay un pequeño y delicado poema de Marianne dedicado a Ferdinand: «Tierno… y cruel, real… y surrealista, terrible… y divertido, nocturno… y diurno, habitual… e insólito, hermoso como todo». El pequeño poema, una sencilla y bella yuxtaposición de términos opuestos de gran poder evocador, ayuda a acercarse no sólo al personaje de Ferdinand (y al propio Godard), sino sobre todo a esta película y, en general, a gran parte de la obra del director.
Su obra maestra, El desprecio, también juega de manera sutil con las alusiones autobiográficas. La película narra la dramática ruptura de la relación amorosa entre el escritor Paul (Michel Piccoli) y su esposa Camille (Brigitte Bardot). Llamado por un productor americano (Jack Palance) para reescribir el guión de una película de Fritz Lang (el célebre director se interpreta a sí mismo), Paul se muestra indiferente ante los halagos explícitos del productor hacia Camille, despertando el desprecio de su mujer. En la película, Piccoli lleva la ropa del propio Godard y, en una larga y magistral escena en el piso de la pareja, Bardot lleva en un momento dado una peluca que recuerda a Anna Karina (la musa y esposa del director en aquella época, de la que se divorciaría unos años después). Karina afirmaría más tarde haber encontrado algunas de sus palabras pronunciadas por Bardot.
Gracias a estos medios, el resultado es un diálogo directo con el director. Es el propio Godard quien conversa con nosotros, sobre todo cuando nos habla del cine y de todo lo relacionado a él: el arte, el lenguaje, las relaciones, el amor, la libertad; en una palabra, la vida. Y la cámara es el medio para capturarla. La grandeza y la originalidad del cine de Godard es quizás precisamente ésa: el cine no es sólo un medio para hablar de sí mismo, introducir sus propias preguntas, miedos y deseos; el cine es también la lupa a través de la cual mira el mundo.
«Es tratar de ver la vida como la verdadera sabiduría que hay que buscar», subraya Paul (Jean-Pierre Léaud) en Masculin, féminin (1966). Esta es la sabiduría que busca Godard en su cine (y en su vida). El suyo es, ante todo, meta-cine. A través de sus películas, habla, formula teorías sobre el cine; y al hacerlo, habla y formula teorías sobre la «vida». Así, la codiciada libertad en su propia vida (y en la de los personajes de sus películas) se convierte en libertad estilística.
Todo, desde las historias a menudo ilógicas hasta el estilo desorientador, nos recuerda que estamos ante una pantalla; la cuarta pared ya no existe, el director habla al público, eliminando todas las ilusiones. Las escenas en las que los personajes se dirigen directamente al público son desestabilizadoras. Una sobre todo, inolvidable, de Pierrot le fou: Ferdinand, al volante, en plena conversación con Marianne, se gira y, de cara a la cámara, comenta la última frase de la chica. Ella, asombrada, mira a su alrededor preguntándose con quién está hablando. Con naturalidad, Ferdinand afirma que se dirige al espectador.
El cine de Godard
La vida, pues, y el cine como medio para acercarse a su comprensión. Pero la vida no es lineal, no sigue tramas predefinidas, se escapa a la comprensión plena. Las palabras de Marianne ante esta constatación son hermosas: «Lo que me entristece es que la vida es diferente a las novelas… Me gustaría que fuera similar… clara… lógica… organizada… pero no lo es». Como la vida para Marianne, las películas de Godard están lejos de ser claras, lógicas, organizadas. De forma cada vez más extrema, no pretenden contar historias, sino mostrar situaciones. Muchas de sus películas están estructuradas en pequeños capítulos de imágenes, cuyos títulos no se refieren a un desarrollo cronológico de la historia, sino que evocan condiciones y circunstancias particulares. Es el caso, por ejemplo, de Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962) o de la posterior Una mujer casada (Une femme mariée, 1964), cuyo título va acompañado de la evocativa leyenda Fragmentos de una película rodada en 1964. También es emblemático el capítulo de Masculin, féminin «Conversación con un producto de consumo», en el que una chica, entrevistada sobre temas candentes de la época, como la guerra de Vietnam y la anticoncepción, responde mostrando desinterés y distancia con respecto a las cuestiones sociales. La conexión entre el título del cuadro y su contenido abre una ventana crítica a la condición de muchos jóvenes de su tiempo, con una eficacia expresiva difícil de conseguir de otro modo. Además, esta secuencia presenta un aspecto vital para Godard y su cine: la urgencia de un compromiso militante con el mundo contemporáneo, una dimensión que el propio cineasta intentaría experimentar de primera mano con la constitución del grupo Dziga Vertov.
Estos primeros intentos de cine-collage se radicalizan progresivamente en la carrera cinematográfica de Godard: el hilo narrativo se pierde en favor de evocadoras yuxtaposiciones de imágenes, sonidos y palabras, animadas por una creciente libertad estilística. Sus inquietos experimentos le llevan a recurrir a los más diversos materiales de la historia del cine, la fotografía, la pintura, la literatura, la música y la filosofía. Con un refinado gusto por la citación, Godard reelabora, a través del medio cinematográfico, contenidos del mundo cultural para crear una obra de arte total y única.
Sin embargo, el cine de sus últimas películas es a menudo incomprensible, un carrusel de destellos poéticos y reflexiones filosóficas. La libertad con la que Godard retuerce el lenguaje del cine lo hace inaccesible, hermético. No estamos ante un tipo de cine que deba comprenderse; el espectador está llamado a abandonarse y dejarse llevar por las sugerencias evocadas. Es el fin del lenguaje, quizás un reconocimiento, llevado al extremo, de la imposibilidad de una comunicación clara y sin ambigüedades entre las personas. «Tú me hablas con palabras y yo te miro con sentimientos», dice Marianne en Pierrot le fou. Los títulos de sus últimas películas son elocuentes: Adiós al lenguaje (Adieu au langage, 2014) y Le livre d’image (2018). ¿Acaso nos enfrentamos a la renuncia – tras una búsqueda exasperada de cualquier forma de libertad – a lograr un diálogo, no unidireccional, con el espectador? Es una nueva ruptura del cineasta: en el cine (especialmente en sus últimas obras), como en la vida, no existe la posibilidad de un auténtico encuentro con el otro. Y esta es precisamente la base de la incomodidad que experimentan los protagonistas de sus películas.
En la película El desprecio, la mencionada escena de referencias autobiográficas en el piso de la pareja Paul-Camille, no es más que la representación de un largo desencuentro entre dos personas incapaces de encontrar un lenguaje común[4]. Y sin embargo – como señala la joven protagonista de la película Vivir su vida -, incluso sabiendo que mientras más se habla menos sentido tienen las palabras, no se puede dejar de hablar. Todo el cine de Godard, por tanto, puede leerse como una ardua lucha contra los límites del lenguaje, hacia una libertad tan expresiva como existencial: su cine desata una voluntad de libertad tanto estilística como temática.
Desde el punto de vista estilístico, en su primera película, Sin aliento, llama la atención la innovación del jump-cut en el montaje: una única secuencia se corta en varios fotogramas, que se yuxtaponen de forma discontinua. Esto elimina la ilusión de continuidad temporal dentro de una secuencia, una de las dimensiones fundadoras del cine clásico. El montaje se convertiría más tarde en algo fundamental en el cine de Godard, hasta llegar al efecto collage mencionado anteriormente.
Otra característica de las películas de Godard es el uso de la cámara en mano, que da lugar a tomas menos fluidas y más borrosas. También aquí la cámara «afirma» claramente su presencia en detrimento de la ilusión fílmica, y el mismo resultado se consigue mediante un montaje fragmentado y apelaciones directas al espectador, como en Pierrot le fou.
El rodaje en escenarios reales con espacio para la improvisación (especialmente en las primeras películas) constituye otro elemento típico de Godard y de los directores de la Nouvelle vague. Esta búsqueda de una libertad expresiva, en ruptura con la cinematografía tradicional, se corresponde, temáticamente, con la inquieta aspiración de los protagonistas de las películas de Godard por una libertad existencial, el ardiente deseo de una vida plenamente realizada fuera de las convenciones o proyecciones de la sociedad contemporánea.
Sin embargo, como para sugerir la imposibilidad de alcanzar una independencia verdadera y total, los epílogos de estas historias son a menudo trágicos. Pero la aspiración a una vida libre, sin ataduras ni restricciones, se afirma también a través de la composición de secuencias memorables en las que se evoca bellamente el deseo de libertad juvenil. Entre ellas, algunas escenas de baile son hermosas: ¿cómo olvidar el espléndido baile de Nana-Karina en Vivir su vida? La bella musa de Godard, con una mirada orgullosa y jocosa, se lanza, sola – sin tener en cuenta a los que están a su alrededor -, a una danza salvaje y alegre: parece gritar con orgullo su derecho a existir y a vivir su vida.
Otra escena inolvidable es la de la carrera por el Louvre en Bande à part. El objetivo de los tres protagonistas es cruzar el museo parisino en menos de 9 minutos y 45 segundos, récord anterior establecido por un estadounidense. Logran la hazaña al tardar 9 minutos y 43 segundos. Es difícil permanecer impasible ante la descarada y alegre carrera de los chicos por el monumento símbolo de la cultura francesa, indiferentes a las grandes obras de la historia del arte mundial. La misma escena sería citada más tarde por Bernardo Bertolucci en su The Dreamers (2003).
Otra secuencia que se ha convertido en icónica, retomada con simpatía por Woody Allen en su Festival de Rifkin (2021), es la conversación en la cama entre los dos personajes de Sin aliento. Ambos están sentados, inmóviles uno al lado del otro y cubiertos totalmente por las sábanas.
Fragmentos de sacralidad
Godard, pues, con sus imágenes, sus revoluciones y sus películas marcó una época, e influyó en generaciones de cineastas. Artista polifacético, más cercano a la pintura que a la novela por las sugerencias abiertas de sus obras, puede ser comparado con Picasso. En una carrera que abarca sesenta años, es difícil identificar un único periodo o estilo definido. Un elemento característico de su obra es la gran libertad con la que intenta captar y evocar fragmentos de la vida y del mundo. Como todo verdadero artista observador del hombre y su misterio, Godard no puede omitir en su arte aquellas dimensiones sagradas de la realidad que son invisibles a los ojos. Es una dimensión que está especialmente presente en las películas de los años 80, como Passion (1982) y Je vous salue, Marie (1985).
La película Passion cuenta la historia de Jerzy, un director polaco que se dedica a hacer una película basada en cuadros vivientes de obras maestras de Rembrandt, Goya, Delacroix y El Greco. Las escenas de la película, ricas en color, luz y belleza y acompañadas de maravillosas piezas de música sacra, contrastan con las secuencias que relatan la vida cotidiana de los personajes. Sin embargo, hay convergencias e interferencias entre las partes que ilustran los momentos del rodaje y los momentos fuera del estudio de grabación. ¿No nos enfrentamos a una comparación entre un mundo ideal, resplandeciente de destellos de verdad, y la vida cotidiana?
Ante la imposibilidad de analizar toda la película, conviene detenerse en una secuencia de gran refinamiento, ejemplo del poder evocador de las imágenes de Godard y de la apertura de horizontes interpretativos que ofrecen. Es una escena casi marginal en el plan general, que se escapa fácilmente a una mirada distraída. Es el momento en que el director polaco, en su camino de un lado a otro del plató, adelanta a uno de los extras de la película vestido de ángel. Jerzy intenta rápidamente esquivar al actor para poder continuar. Así se produce un pequeño choque: por un momento la cámara capta a los dos personajes, director y ángel, uno contra otro. La imagen resultante recuerda iconográficamente a una de las obras más enigmáticas y extraordinarias de Delacroix, La lucha de Jacob con el ángel (1849-1861). El fresco, de gran fuerza expresiva, debido a una serie de detalles – entre ellos las alas inmaculadas del ángel – ha dado lugar a diversas interpretaciones en la historia del arte, más allá del relato bíblico descrito. ¿Se trata de la lucha personal del pintor con sus propias dudas espirituales y metafísicas? ¿O con los límites y trabajos de su propia producción artística? Son preguntas válidas para la propia película, para el director y su obra en general.
Je vous salue, Marie es otra película interesante. Sin pretender desvelar ningún misterio ni interpretación teológica – estamos ante la obra de un cineasta, no de un teólogo -, Godard se acerca al misterio de la encarnación, a partir de sus cuestiones humanas, hipotetizando el acontecimiento en la actualidad. Es posible valorar positivamente la capacidad de composición de lugar, o – según un término propio de la oración ignaciana – la creatividad para imaginar el desarrollo de una escena de un episodio de la Sagrada Escritura. El cineasta hipotetiza todas las dificultades de María y José, plenamente humanas, relacionadas con la recepción de un misterio tan incomprensible para el hombre, aunque demasiado a menudo se dé por supuesto (a veces la costumbre de los relatos bíblicos ya no permite observar su alcance perturbador).
APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES
A José, retratado en la película como un joven taxista, le cuesta creer y aceptar el acontecimiento que trastorna la vida de su amada María. Tiene que hacer un viaje en el que se ponen a prueba todas sus dudas, perplejidades, deseos y expectativas. La película de Godard puede recordarnos la pequeña-gran santidad de José, un hombre sencillo, dispuesto, con toda su plena humanidad, a hacer un viaje para aceptar, con amor (y esfuerzo), un misterio más allá de toda comprensión humana. Quizá también podamos imaginar sus incertidumbres, sus luchas interiores y sus dificultades. Al fin y al cabo, dar por sentada la santidad es el primer paso para situarla en el «mundo de las ideas» y hacerla tristemente inaccesible. En la parte final de la película, nos arranca una delicada sonrisa la escena del niño Jesús que no quiere subir al coche, porque «tiene que ocuparse de los asuntos de su padre», haciendo enojar a José.
Je vous salue, Marie – una película abierta a diferentes interpretaciones y en la que se detecta el gusto de Godard por la provocación – puede aceptarse como la reflexión de un artista que intenta imaginar un episodio central de la historia de la salvación exaltando su lado humano – en detrimento del divino – y todas sus implicaciones concretas.
En el resto de la obra de Godard no faltan referencias o citas a la Biblia, cuyo poder narrativo reconoce: «La fuerza de la Biblia es que es un buen guión y la gente lo necesita», dijo en una entrevista[5].
Además, en Je vous salue, Marie, como en sus otras películas, se observa una mirada lírica hacia la naturaleza. El último plano de El desprecio es evocador: la línea del horizonte sobre el mar y la palabra «silence, silenzio», repetida en francés e italiano. ¿Nos enfrentamos al reconocimiento de que la única respuesta posible a tanta palabrería es la misteriosa contemplación del infinito?
¿«Quo vadis», Godard?
Un cineasta complejo, a menudo indescifrable. ¿Es posible, pues, amar y odiar simultáneamente (o, simplemente, no amar) la obra del cineasta que simboliza la Nouvelle vague? Querer comprender, encerrar su cine (y quizás cualquier producto artístico) en categorías bien definidas significaría destruirlo, sofocar su poder evocador. Es sugerente, a este respecto, una escena de la película Les carabiniers (1963): uno de los personajes, al entrar en una sala de cine, intenta agarrar, abrazar, poseer a una mujer representada en la pantalla, arruinando la proyección y el disfrute de la película en la sala.
La libertad de su producción artística abre el camino a interpretaciones y valoraciones libres. Se puede apreciar su inquieta búsqueda estilística y su papel innovador en el mundo del cine. A diferencia de los artistas que, una vez que tienen éxito, se vuelcan a rehacer la misma obra, atraídos más por la lógica comercial que por el deseo de expresar destellos de verdad y belleza, Godard se mantuvo fiel a su búsqueda original de un cine y un lenguaje adheridos a la vida. ¿Cómo no admirar la originalidad de sus obras y los destellos de reflexión y poesía que abre su extraordinaria creatividad en la realización de films-collages tan evocadores? ¿Cómo no sentirnos interpelados a nivel personal por las provocaciones de sus películas y la fuerza expresiva de ciertas imágenes? ¿Cómo no reconocer su influencia en algunos de los grandes maestros del cine contemporáneo?
Sin embargo, se puede desarrollar una reflexión crítica a partir del riesgo de «no accesibilidad» que asumen algunas de sus películas. En algunos casos, de hecho, sobre todo en sus películas más recientes, se puede criticar la tentación del director de ceder a una excesiva autosatisfacción, a un gusto narcisista por la innovación (y la provocación) que se repliega sobre sí mismo, alejándose del público y de la posibilidad de entablar un verdadero diálogo con el otro. Al igual que los personajes de sus películas, incapaces de hablar un lenguaje común, el cine de Godard habla un lenguaje propio. ¿Y si el secreto de la comunicación, en todos los ámbitos y contextos posibles, es la escucha y no la incansable expresión creativa de las propias ideas y pensamientos? Nosotros, los espectadores de las películas de Godard, estamos preparados para ello por la propia visión de sus películas, el director (y sus personajes) quizás un poco menos.
Muchas de sus obras son el resultado de un gran deseo de control: de los actores (a pesar del amplio espacio dejado a la improvisación en las primeras películas), de los diálogos, de los aspectos de producción, de las historias. Un control total, que paradójicamente contradice la (tan buscada) libertad de los demás y de las situaciones vividas. Una elección de no dependencia que, si se vive al extremo, puede impedir realmente un auténtico contacto con el otro. Es una actitud a la que Godard fue fiel tanto en su cine como en su vida privada, hasta el final, con su elección de recurrir al suicidio asistido cuando su vida y sus fuerzas fallaron.
Agradecemos a Godard el regalo de su cine y la amplitud de las reflexiones, de las preguntas que se abren con su obra. Después de haber escrito tanto, sólo podemos concluir evocando la imagen final de El Desprecio: un horizonte sin límites, el mar y el cielo unidos en un azul apacible, ¡y la palabra silencio!
-
Cfr A. de Baecque, Godard. Biographie, París, Bernard Grasset, 2010, 33 s. ↑
-
Cfr C. Nevers, «Jean-Luc Godard, un messie sans disciples», en Libération, 14 de septiembre de 2022. ↑
-
Cfr A. Schwartz, «Jean-Luc Godard, prolifique et provocateur», en La Croix, 14 de septiembre de 2022. ↑
-
Cfr J. Collet, «Jean-Luc Godard, le cinéma et la vie», en Études, n. 324, 1966/2, 196 s. ↑
-
«Entretien avec Dominique Païni et Guy Scarpetta», en Jean-Luc Godard, les grands entretiens d’artpress, París, imec éditeur, 2013. ↑
Copyright © La Civiltà Cattolica 2022
Reproducción reservada