Espiritualidad

Una navidad en tiempos difíciles

foto: Pexels

La Navidad que celebramos este año nos sorprende en estado de guerra, al borde de una situación dramática en la que se destruye, se mata, se muere. Una furia descontrolada se abate sobre hombres y mujeres sepultados bajo los escombros de sus casas, sobre ancianos perdidos que se quedan sin apoyo ni asistencia, sobre niños arrasados en su inocente vida cotidiana.

Al borde, pero emocionalmente implicados, sentimos que el peligro llama a nuestra puerta: las consecuencias del conflicto están llegando y pesarán mucho, sobre todo en las franjas más débiles de la población. Realidades, éstas, que nos hacen retroceder décadas, a un pasado lejano que creíamos haber dejado definitivamente atrás.

Y, sin embargo, el Señor Jesús nace de nuevo para nosotros, en una situación que nos llama con mayor severidad a cuestionarnos y a abrirnos a la acogida del misterio de la Navidad. ¿Cómo puede el Creador del universo encarnarse de una manera tan poco digna y relevante? ¿Por qué hizo suya nuestra carne corruptible, nuestras contradicciones, nuestro pecado, hasta el escándalo de la cruz? No hay una respuesta fuera de la contemplación del misterio del amor, de un Dios que por amor se hizo niño.

Para una conciencia de fe, el Jesús histórico es el Hijo de Dios, es la revelación del rostro del Padre: en Navidad es Dios que se hace hombre, el Todopoderoso que se hace niño, el Altísimo que se humilla e incluso se convierte en un recién nacido necesitado de cuidados. El hecho de que Jesús haya elegido este camino para entrar en la historia y hacerse hombre como nosotros revela plenamente la naturaleza del amor del Padre por los hombres: un amor que es participación, comunión, don, servicio. Como rezamos en el Credo largo, Dios se encarna «por nosotros y por nuestra salvación» (propter nos et propter nostram salutem): por eso viene a liberarnos; se hace hombre para darnos la paz que anhelamos, para revelar la ternura divina y colmarnos de su bendición.

El Esperado por siglos entra en la historia

El Evangelio de Lucas cuenta que María y José viajan a Belén para el censo, obedeciendo así el decreto imperial. Pero no hay lugar para ellos en la ciudad, ni siquiera en las afueras. Jesús nace como cualquier niño, pero en una cueva, en la pobreza y en la soledad: el Esperado durante siglos entra en la historia y no encuentra alojamiento. Dos pobres forasteros tienen que arreglárselas en un refugio improvisado: una situación verdaderamente paradójica para un Dios que se encarna.

Mientras tanto, a María «le llegó el tiempo de ser madre. Dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre» (Lc 2,6-7). Como todos los niños, Jesús es envuelto en pañales, y su cuna improvisada es un pesebre, en el que se coloca el forraje para el ganado.

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Los pañales y el pesebre son una señal para los pastores que se encuentran por ahí cerca. Un ángel les anuncia el extraordinario acontecimiento: «Les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,10-12). Es Jesús, el Mesías esperado, el que salva; es Cristo, el ungido, consagrado por Dios; es el Señor, Kyrios, a quien llaman Dios en el Antiguo Testamento. El ángel revela también la misión de ese niño: es Dios, que entra visiblemente en la historia de los hombres para estar cerca de ellos; es el Señor, que se da a conocer primero a los pastores que velan por el rebaño, a las personas que trabajan, pero que no tienen gran importancia.

Si la vida cristiana es un camino y una asimilación progresiva a la vida de Cristo, ¿qué dice a nuestra conciencia la experiencia de pobreza y soledad que marca la entrada de Jesús en la historia? ¿Cómo nos interpela todo lo que tiene que ver con la cercanía, la solidaridad con los demás, la acogida del hermano, la sencillez, la sobriedad, lo esencial en nuestra vida? ¿Qué indica su revelación a los que no cuentan, a los marginados, a los que hacen los trabajos más humildes?

La omnipotencia de Dios se revela en la debilidad

El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (cfr Jn 1,14). Juan anuncia la encarnación con estas palabras. Jesús asumió nuestra misma carne; se hizo niño, es decir «in-fante», que no puede hablar. El Verbo, la Palabra de Dios, no tiene voz sino en el llanto de un niño. Tal es la realidad de la entrada de Dios en la historia: hacerse hombre como los demás, asumir la corruptibilidad de la carne, la precariedad de la existencia, la fragilidad y la debilidad de un niño.

Y sin embargo, paradójicamente, esto revela la omnipotencia de Dios: «El hecho de ser un poder que habla a través de la debilidad señala un poder divino, infinito: sólo Dios Todopoderoso es capaz de hablar a través del lenguaje de la debilidad. Ese lenguaje […] no es sólo una muestra de poder, no expresa un juego de contrastes, sino que es la condición para llegar al hombre desde abajo, desde las raíces. La salvación no viene de alguien que lo tiene todo y da algo, o que da mucho de este todo, abrumándote con la abundancia: es, en cambio, el poder de alguien que se pone a tu nivel, y partiendo de tu nivel más bajo te eleva, te hace diferente; alguien que te hace partícipe de su plenitud después de haber participado en tu miseria, y que en esta comunión afectiva con una impotencia y una miseria bien conocidas por ti, no imaginarias, sufridas día a día, te garantiza la consistencia real de esa plenitud suya que quiere compartir contigo» (S. Corradino, Il potere nella Bibbia, Roma, Acli, 1977, 4).

La Navidad es, pues, la fiesta de la humillación de Dios. Así lo expresa claramente el apóstol Pablo en la Carta a los Filipenses, cuando habla de la kenosis (Flp 2,7): «anonadarse», «hacerse nada», privarse de la gloria divina. Jesús, viviendo entre nosotros como uno más, aceptó también la pobreza y la humillación de nuestra historia, hasta los niveles más bajos: «se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8). Jesús muere en la cruz inocente, como un rechazado, un condenado, sufriendo el castigo de los criminales más marginados. Este es el misterio de la Navidad que desciframos a lo largo de la vida.

La luz brilla en la oscuridad

La vida era la luz de los hombres y brilla en las tinieblas (cfr Jn 1,4-5). La vida que da el Señor es luz para todos los pueblos del mundo, e ilumina toda la vida, dando alegría, esperanza y futuro. Para una humanidad asumida por Jesús no puede no haber un mañana: si el Señor se hizo caminante como nosotros, frágil como todos, se cansó y sufrió en un viaje similar al nuestro, entonces nuestro vivir, sufrir y peregrinar tienen un nuevo sentido. Hay luz y alegría en la vida del hombre: para el cristiano, la alegría de vivir no es una emoción entre otras, sino que tiene su propia y profunda raíz teológica. En el corazón del hombre está la alegría, está la bondad de la creación divina, está la belleza que viene de Dios, está la vida misma de Dios, está la iluminación de lo alto. Abrirse a la luz para todo cristiano es un compromiso, es una responsabilidad, es un deber que nace de la unión y de la comunión con el Señor y con los hermanos.

Sin embargo, Juan dice: «La luz brilla en las tinieblas», porque hay tinieblas en el mundo. Y continúa: «Las tinieblas no la percibieron» (Jn 1,5). A pesar de que la historia de la humanidad y la vida misma de cada persona están atravesadas por las tinieblas – las tinieblas del egoísmo y del desentendimiento, de la corrupción y de la hipocresía -, la Palabra de Dios es para nosotros una gran esperanza que nuestro tiempo no debe oscurecer. Los horrores, la devastación, las muertes del conflicto que nos toca tan de cerca y del que continuamente oímos noticias, y más aún las muchas guerras en el resto del mundo que son culpablemente olvidadas, no son la última palabra de la historia de la humanidad. El Verbo que habitó entre nosotros es una Presencia dada para siempre, porque viene del Padre, y estará con nosotros «hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).

Una vez más: «los suyos no la recibieron» (Jn 1,11). No es recibido porque los ojos de los hombres se dirigen a otra parte. Pero la Navidad vuelve a interrogarnos sobre nuestra disposición a acogerlo aquí y ahora. ¿Cómo orientamos nuestra vida, cómo nos encontramos con nuestros hermanos y hermanas? Porque si les abrimos el corazón, nos convertimos en hijos de Dios, en hermanos de Jesús y, en él, en hermanos de toda la humanidad. La Navidad es la celebración de la fraternidad.

¿Quién acoge al Señor que nace?

Acogen al Señor Jesús, en primer lugar, María y José: el misterio de la circunstancia de ese nacimiento no puede sino haberlos perturbado. En el viaje, no llevan nada que pueda ser necesario para un niño recién nacido. Aceptan vivir el misterio de la voluntad de Dios en una situación que, en cualquier caso, no les exime de ninguno de los compromisos y responsabilidades que corresponden a la vida cotidiana. Son padres pobres, como tantos, que luchan con problemas que los asemejan a todos los padres del mundo. Pero son personas que escuchan, disponibles al plan de Dios que entra en sus vidas y las trastorna. Es el misterio de Dios el que hace que su vida sea diferente a la que habían acariciado en sus corazones.

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Luego están los pastores que acogen a Jesús: gente sencilla, pobre y humilde. Personas sin historia y sin derechos, sin un rostro preciso salvo el marcado por el trabajo. Gente que sólo conoce del mundo el color del cielo, la hierba del prado, la leche que ordeñan de las ovejas, el momento de esquilar la lana y cómo llevar a hombros un cordero recién nacido. Sin embargo, es gente que vela y está siempre lista para ayudar. Los pastores son los primeros en descubrir el misterio de Dios en el Hijo de María.

Más tarde llegan los Reyes Magos, personas cultas pero libres de toda presunción, están a la búsqueda. Conocen las escrituras del pueblo judío y saben reconocer los signos del cielo. Sobre todo, saben ponerse en marcha cuando descubren una estrella que les guía y, tras un largo viaje, libres de su ciencia y conocimiento, también se encuentran con el niño que nace.

Dejarse transformar por el misterio de la Navidad

¿Cómo será nuestra próxima Navidad? Dietrich Bonhœffer, pastor luterano, mártir del nazismo, nos ilumina: «Dios no se avergüenza de la bajeza del hombre, entra en ella. […] Dios ama lo perdido, lo despreciado, lo insignificante, lo marginado, lo débil y lo afligido; donde los hombres dicen «perdido», allí dice «salvado». […] Donde los hombres desvían indiferente o altivamente su mirada, allí pone su mirada llena de incomparable amor ardiente. Donde los hombres dicen «despreciable», allí Dios exclama «bendito». Allí donde en nuestra vida hemos llegado a una situación en la que sólo podemos avergonzarnos ante nosotros mismos y ante Dios, […] es precisamente allí donde Dios se acerca a nosotros como nunca antes, allí donde quiere irrumpir en nuestra vida, allí donde nos hace sentir su acercamiento, para que comprendamos el milagro de su amor, de su cercanía y de su gracia» («Sermone della 3a Domenica di Avvento», en Id., Riconoscere Dio al centro della vita, Brescia, Queriniana, 2004, 12 s).

Pidamos al Señor Jesús que nace para nosotros el don de acoger el misterio de la Navidad y dejarnos transformar por su venida. «Se vive sin pan, sin hogar, sin amor, sin felicidad: no se vive sin misterio. Así está hecha la naturaleza humana. No se puede escapar al misterio cuando se está hecho a imagen y semejanza de Dios» (L. Bloy, «Introduzione», en P. Van der Meer, Diario di un convertito, Alba, Paoline, 1969, 9).

Con los mejores deseos de una Feliz Navidad.

La Civiltà Cattolica

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