Cine

«Metrópolis» (1927), de Fritz Lang

En 2018, con ocasión del tedeum de Fin de Año, el papa Francisco invitó a reflexionar con dolor y arrepentimiento acerca de por qué «muchos hombres y mujeres han vivido y viven en situaciones de esclavitud, indignas de personas humanas»[1]. Son palabras que incitan a la conversión del corazón, como muchas otras que Bergoglio ha pronunciado en diversas ocasiones sobre el mismo tema. Al escucharlas, la mente se dirige hacia las imágenes de una película en la cual la esclavitud ha sido descrita en sus formas antiguas y modernas con extraordinaria fuerza expresiva.

El futuro entre pesadilla y utopía

Han pasado más de 95 años desde que, entre 1925 y 1926, el gran cineasta alemán Fritz Lang y la escritora Thea von Harbou —por entonces su esposa, que colaboraba con él en calidad de escenógrafa— trabajaron con ahínco en la realización de Metrópolis, una película que iba a marcar una etapa importante en la evolución del arte cinematográfico. El año anterior, Lang había hecho un viaje a Estados Unidos en compañía de Erich Pommer, jefe de la UFA (Universum Film AG), la productora cinematográfica alemana, empeñada en realizar operaciones de prestigio internacional. Después de ese viaje, Lang afirmó que la primera visión nocturna de los rascacielos de Nueva York a la entrada del barco en el puerto y el hecho de vagar por las calles de Manhattan al día siguiente le habían sugerido la idea del filme.

En octubre de 1923 se había sofocado en Hamburgo el último levantamiento popular de la primera posguerra. El peligro de la revolución comunista se vivió en Alemania como un pretexto válido para instaurar un régimen autoritario y, mientras tanto, sabotear la recién surgida república. La estabilización del marco germano y de la economía a finales de 1923 representaba un índice de la riqueza del país, mientras se acentuaba la brecha económica entre trabajadores y pudientes. La historia de Metrópolis está anclada en la actualidad inmediata, pero, al mismo tiempo, representa la pesadilla de un futuro que se anuncia turbulento y amenazante.

La solución propuesta por la película se fía de un optimismo que, a la luz de lo que estaba por suceder entonces en Alemania, no puede parecer más que superficial, si no directamente equívoco. «Amé esta película mientras la hacía —dijo Lang—. Más tarde la detesté». Metrópolis sufrió amplias mutilaciones desde su aparición. Un cuarto del metraje originario se perdió. Las tentativas de restauración, iniciadas varias veces, dieron resultados insatisfactorios, hasta que el afortunado descubrimiento de una antigua copia en 16 mm localizada en el fondo de un almacén de películas en Buenos Aires, en 2010, permitió una reconstrucción casi completa de la película, ahora disponible en una elegante caja que contiene dos DVD y un folleto lleno de información, editado y distribuido en Italia por la Filmoteca de la ciudad de Bolonia[2].

En la ciudad de Metrópolis la sociedad está dividida en dos clases: una élite ociosa, que vive en los rascacielos, y los obreros, que trabajan como esclavos en el subsuelo. El gobierno de la ciudad está en manos de Joh Fredersen (Alfred Abel), que, desde lo alto de la «torre de Babel», controla las actividades productivas. Su hijo Freder (Gustav Fröhlich) ve emerger de las profundidades de Metrópolis a un grupo de niños pobres acompañados por una joven, Maria (Brigitte Helm).

Las primeras imágenes de la película toman detalles de los engranajes de las máquinas que funcionan a un ritmo arrollador, acompañadas por la música de Gottfried Huppertz —cuya partitura original fue recuperada y reproducida en la banda sonora—. La modernidad está caracterizada por la presencia de la máquina, que tiende a abusar de la vida del hombre. La ciudad misma es una gran máquina donde los hombres hacen de engranajes. El reloj marca el tiempo de las jornadas de trabajo.

En la hora del cambio de turno, anunciado por el silbido de las sirenas, unas escuadras de obreros salen, otras entran. Las máquinas nunca se detienen. Los obreros —todos iguales, con aire deprimido— son una demostración del modo en que el hombre, reducido a un nivel aún más bajo que el de esclavo, puede ser considerado como un objeto.

La atmósfera que se respira en los barrios altos, en los que viven los ricos, es del todo distinta: la juventud se entrena en gimnasios y estadios, se reúne en salas de espectáculo y en lugares de diversión o juega en los «jardines eternos», embellecidos con plantas raras y animales exóticos, mientras las fuentes lanzan al aire chorros con reflejos iridiscentes.

En este lugar de delicias, mientras flirtea con una chica frívola, Freder se queda impactado por la repentina aparición de Maria, que trae consigo un nutrido grupo de mocosos, hijos de obreros. Ella señala a los pequeños los vástagos de la ciudad opulenta y les repite una y otra vez: «Estos son vuestros hermanos».

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Se produce un intenso intercambio de miradas entre Maria y Freder. Hay dos espléndidos primeros planos de ella, inundada de luz, cual figura angelical. Freder se lleva la mano al corazón; las palabras de Maria, los niños faltos de alegría y, sobre todo, el rostro de la joven le comunican el sentimiento de una nueva conciencia. Como a menudo sucede en el curso de la película, el rostro de Freder tiene un aire de confusión. Siente que ya no es el mismo de antes, pero aún no tiene una idea clara de aquello en lo que está a punto de convertirse. Maria y los niños son alejados por los servidores del orden de forma cortés aunque resuelta.

Con intención de ir en busca de Maria, Freder baja al subsuelo, donde descubre el lugar de la fatiga y del dolor. En el corazón de la fábrica asiste a una explosión que provoca la muerte de algunos obreros y causa heridas a otros.

El cuadro tiene un aspecto grandioso. La escenografía es el punto fuerte de la película, elaborada para causar asombro y desconcierto. Los obreros se mueven como autómatas, con movimientos espasmódicos coordinados. Ellos conforman el engranaje viviente de la gran máquina. La música subraya los movimientos al compás de un poderoso crescendo, que se vuelve paroxístico en el momento en que está a punto de producirse el accidente. El obrero encargado del control del mecanismo central es vencido por la fatiga y el estrés. El indicador de la temperatura aumenta de nivel de manera descontrolada.

La película misma funciona como un mecanismo que involucra al espectador y lo mantiene atado a la pantalla como los operarios están atados a su puesto de trabajo. La explosión provoca la fuga de vapores ardientes. Los obreros son arrojados desde distintos sitios y caen desde gran altura. También Freder, presa de espanto y aun sin ser alcanzado por los chorros de vapor, se contorsiona y cae a tierra. Observa la mastodóntica máquina con ojos desorbitados, dándose cuenta de su mortal peligrosidad.

Ante sus ojos, la máquina se transforma en un enorme ídolo que, con la boca ampliamente abierta, devora decenas de víctimas: esclavos rebeldes o prisioneros de guerra, hombres semidesnudos con las manos atadas a la espalda que son empujados por despiadados verdugos a las fauces de la bestia. En la pantalla aparece una palabra en caracteres cúbicos torcidos: «Moloch».

Hombres y robots

Conmocionado por lo sucedido, Freder se dirige de manera precipitada al estudio de su padre. Atraviesa la ciudad en un automóvil con chófer: rascacielos, paredes de vidrio, calles elevadas, aviones que vuelan entre los edificios. En el estudio (con espacios inmensos y amplios ventanales), Fredersen, con actitud imperiosa, dicta al mismo tiempo tres cartas a tres oficinistas. Su secretario, Josafat (Theodor Loos), lidia con los números que aparecen en una pantalla. Las conexiones dentro de la ciudad se dan a través de instrumentos electrónicos que, en 1927, tuvieron que dar la impresión de que eso era el futuro que les esperaba.

A la llegada de Freder, su padre no interrumpe el trabajo, hasta el punto de que el hijo, sintiéndose ignorado, se arroja a los brazos de Josafat e intenta aplacar su angustia relatándole lo que acaba de ver en la fábrica. Cuando padre e hijo entran en contacto directo, los gestos de los dos actores muestra la clara contraposición que hay entre ambos personajes: rígido y tieso el padre, todo racionalidad y determinación; vibrante de emociones el hijo, que desde los ventanales del estudio señala al progenitor el panorama de la ciudad y dice: «Tu ciudad es maravillosa, padre, pero ¿dónde están los que la han edificado con sus manos?». «En el lugar que les corresponde», responde fríamente Fredersen. «¿En las profundidades?». «Sí, en las profundidades».

Llega Grot (Heinrich George), jefe de los obreros. Resulta curioso observar cómo, al hablar con él, Fredersen asume una pose napoleónica.

Grot le dice al patrón que junto a los operarios que fueron víctimas del accidente se han encontrado mapas con extraños dibujos. Fredersen acusa al secretario de no haberse dado cuenta de lo que ocurre en la fábrica y lo despide en el acto. Josafat, desesperado, intenta suicidarse. Pero Freder, que lo sigue, lo disuade de quitarse la vida y lo invita a unirse a él. Fredersen llama a su sabueso (Fritz Rasp) y le pide que lo mantenga informado de todos los movimientos de su hijo.

Freder regresa a la fábrica, donde quiere ver el rostro de sus hermanos obreros. Observa a uno de ellos, Georgy (Erwin Binswanger), que trabaja en una máquina en forma de cuadrante con grandes agujas que deben ser accionadas con esfuerzo y prontitud. El obrero no lo logra y se desmaya. Freder se apresura a socorrerlo y lo levanta.

Georgy se preocupa, porque la máquina debe ser controlada y accionada. «¿Quién lo hará?», pregunta. «Yo», responde Freder. «Quiero cambiar mi vida por la tuya». Ambos intercambian la vestimenta. Freder permanece trabajando en la máquina durante diez horas consecutivas, mientras Georgy coge el coche con chófer que esperaba a Freder fuera de la fábrica.

El hijo del patrón experimenta en persona la fatiga y el sufrimiento provocados por el trabajo. Se da cuenta de que la máquina con las largas agujas difíciles de maniobrar es una auténtica cruz. Se insinúa la pesadilla de un posible accidente semejante al visto con anterioridad. La señal de la temperatura asciende de manera preocupante. Freder está en máxima tensión.

Al cuadrante de la máquina se superpone el de un reloj que marca los tiempos del trabajo. «¡Padre, padre!», grita Freder. «¡Las diez horas no terminan nunca!». Al final, suena la sirena del cambio de turno. Freder deja la máquina y se une a los obreros que bajan a las catacumbas, excavadas 2000 años antes en el lugar donde más tarde habría de surgir la ciudad, y participa en una reunión clandestina.

Entretanto, Fredersen deja su estudio y se dirige a la pequeña casa de estilo Dr. Calligari en la que vive el científico Rotwang (Rudolf Klein-Rogge), su antiguo rival. El científico, que tiene una mano de hierro, amaba a Hel, la mujer que Fredersen le quitó y que murió al dar a luz a Freder. El encuentro entre los desata la rivalidad del pasado. Como es habitual, Fredersen aparece acompasado y rígido, mientras que Rotwang se agita con movimientos de marioneta y asume expresiones del rostro que le confieren el aspecto típico del científico loco (personaje no infrecuente en las películas del período expresionista).

Rotwang ha construido un robot al que quiere dar el aspecto de Hel, para tenerla de nuevo consigo, y muestra a Fredersen el producto de su ingenio. El robot se mueve al mando de su inventor y se comporta como un ser humano. Retomando el motivo de su visita, Fredersen enseña a Rotwang los dibujos encontrados en los bolsillos de los obreros víctimas del accidente. El científico le explica que se trata de los mapas de las catacumbas donde se reúnen esos obreros que ya no toleran las condiciones infrahumanas en las que se encuentran y buscan una posibilidad de redención. Los dos se encaminan hacia el lugar del encuentro subterráneo justo cuando Freder, vestido de obrero, está a punto de llegar con los compañeros de trabajo.

La escena que se desarrolla en las catacumbas es sorprendente. Maria, como la sacerdotisa de un nuevo culto, tiene intención de predicar desde un ambón detrás del cual se yergue un bosque de cruces, es decir, no hay una sola cruz, símbolo del cristianismo, sino tantas cruces como aquellos (una multitud) que sufren injusticias en el mundo. Cuando ve a Maria, iluminada por un rayo de luz celestial, Freder se arrodilla, se quita el birrete y se lleva la mano al corazón como había hecho la primera vez que la vio llegar con los niños al jardín de las delicias. Fredersen y Rotwang, sin ser vistos, observan la escena a través de una rendija abierta en el muro.

Nos acercamos a la que puede considerarse la escena central de la película. Maria, envuelta en una suerte de aura por la luz de las velas encendidas sobre una especie de altar, dice a los obreros: «Os contaré la leyenda de la torre de Babel. Un hombre poderoso y culto quería edificar una torre tan alta que llegara hasta las estrellas. Sobre la torre había querido colocar la inscripción: “Grande es el mundo y su Creador. Y grande es el hombre”. Pero los hombres del lugar no eran suficientes para realizar semejante empresa y hubo que reclutar a una multitud de hombres a sueldo, provenientes de muchos lugares distintos».

La leyenda relatada por Maria difiere del relato bíblico en el cual se inspira. La confusión no nace aquí de la diversidad de lenguas, sino del hecho de que los hombres contratados para construir la torre no conocen el proyecto en el que están trabajando. A medida que la construcción avanza, el himno de gloria de algunos se corresponde con la maldición de los otros. Los obreros se rebelan y de la torre proyectada no queda más que un montón de escombros.

Antes de llegar a la conclusión que Maria extraerá del relato (la moraleja de la fábula), vale la pena detenerse en las imágenes que confieren a la secuencia una dimensión grandiosa. La inscripción «Babel» aparece en la pantalla con caracteres enormes que se licúan y dejan caer gotas de sudor y de sangre, mientras que, en medio de resplandores de relámpagos, estalla la revuelta. La multitud está enfurecida y levanta las manos amenazantes para destruir el sueño del hombre que no supo hacer comprender a las masas la validez de su proyecto.

Manos, cerebro, corazón

He aquí el sentido del relato: «Las manos y el cerebro tienen necesidad de un mediador». Maria pronuncia lo que, según los autores de la película —el director y la escenógrafa—, debería ser el mensaje a transmitir al publico internacional: «El mediador entre las manos y el cerebro tiene que ser el corazón». Esta frase, que ha suscitado opiniones contrapuestas entre los comentadores del filme, se anticipa como un aforismo en la secuencia de apertura. La cámara encuadra los rostros de algunos obreros, profundamente impactados por las palabras de Maria, que le preguntan ansiosos: «¿Y dónde está nuestro mediador?». «¡Esperadlo! Vendrá, sin duda». «Esperaremos, Maria, pero no mucho tiempo más».

Durante este intercambio la cámara desarrolla un discurso paralelo. Entre los obreros que invocan a aquel que puede rescatarlos de la condición de esclavitud, causa de su infelicidad, se ve el rostro de Freder, por entero orientado hacia la luz que emana de Maria. Aquí el cine habla con el uso de sus medios específicos. El rostro de Freder se ilumina poco a poco con una luz que desciende desde lo alto. Si se tratara de una película de argumento religioso, este sería un signo de la Gracia, con «g» mayúscula, de la fuerza interior que proviene de Dios. Pero Metrópolis no es un filme religioso en el sentido estricto de la palabra, aunque esté impregnado de referencias a la religión, presentes pero disimuladas. La película sigue siendo fundamentalmente laica.

Los obreros se van. Maria y Freder permanecen solos. Él está de rodillas. «Oh, mediador, por fin has llegado». «Me has llamado y aquí estoy». Las escasas palabras están acompañadas por intensos primeros planos en movimiento. Ella avanza hacia el objetivo; la cámara se mueve hacia ella. Hay un breve beso entre ambos. Entretanto, Fredersen y Rotwang se ponen de acuerdo: «Ponle a la mujer robot los rasgos de Maria», dice el industrial. «Quiero sembrar discordia entre ella y ellos». El científico, que medita una venganza postergada desde hace tiempo, dice para sus adentros: «¡Tonto! Ahora perderás lo único que te quedaba de Hel: tu hijo». Volvemos a Freder y Maria, que intercambian caricias antes de separarse.

Ahora ella se ha quedado sola en las catacumbas y el científico aprovecha para aterrorizarla. La secuencia de la persecución es digna de una antología del cine expresionista. Con su mano de hierro, Rotwang apaga la vela que Maria tiene en la mano. Mediante la linterna ilumina los detalles más horripilantes de esa necrópolis: calaveras y esqueletos. Ella abre los ojos, espantada. Su figura queda iluminada por la linterna del hombre al moverse de un lado a otro en ese ámbito vacío. Una imagen que no se olvida es la del primer plano de Rotwang, que apunta la linterna hacia el objetivo a la altura de la boca. Sobre el halo luminoso aparecen sus ojos; una mirada que no promete nada bueno.

Freder se dirige a la catedral para encontrarse con Maria, que, sin embargo, no está allí. La música de acompañamiento entona el tema gregoriano del Dies irae. El joven queda impresionado por un grupo de estatuas que representan a la Muerte rodeada de los siete vicios capitales: gula, avaricia, soberbia, lujuria, envidia, ira y pereza. La Muerte toca una flauta hecha con una tibia y lleva a la espalda una gran guadaña. El conjunto de estas imágenes se refiere a las representaciones morales de la Edad Media, que hacían amplio uso de este tipo de alegorías. «Si hubiese llegado antes, no me habrías asustado», le dice Freder a la Muerte. «Pero ahora, te lo ruego, mantente alejada de mí y de mi amada».

Maria está en poder de Rotwang, que quiere trasladar su rostro a la mujer robot. La muchacha grita y Freder, que pasa por el lugar, oye su voz. Él quiere liberarla, pero la casa del científico, en la que logra entrar, se transforma en una trampa con puertas que se abren y cierran de manera automática. Al final, es apresado y encerrado en una habitación con siete puertas, todas cerradas. Entretanto, Rotwang lleva a cabo con Maria y el robot su obra de transformación, accionando complejas maquinarias de tipo electromagnético, reconstruidas en la película con efectos de gran impacto visual.

Acabada la obra, Rotwang libera a Freder, que le pregunta con insistencia: «¿Dónde está Maria?». «Está con tu padre». Freder, todavía vestido de obrero, regresa al estudio de su padre, que está ordenando a la mujer robot con el aspecto de Maria que vaya tras los obreros para destruir la acción realizada por la verdadera Maria. No sabe que este robot ha sido programado para realizar no sus órdenes, sino las de su inventor. Cuando Freder ve a la que cree que es Maria en brazos de su padre, sufre una sucesión de alucinaciones y se desmaya.

Lo rencontramos en la cama, asistido por un médico. Cuando todos se han ido, Freder ve en el mueble una nota de Rotwang en la que invita a su padre a una fiesta. Se trata de la presentación en sociedad de la mujer robot, a la que todos confunden con una persona de verdad. Se abre una secuencia en la cual las imágenes de la fiesta se confunden con las que el estado de alucinación produce en la mente de Freder.

Maria-robot se exhibe frente a un público masculino en una danza lasciva. Freder se imagina a un predicador que anuncia desde un púlpito en la catedral la proximidad de los días de los que habla el Apocalipsis y el triunfo de la gran Babilonia. Maria, que cabalga sobre un dragón de siete cabezas, es la prostituta que acapara todos los vicios capitales. Ante el silbido de la flauta ósea tocada por la Muerte, las estatuas que personifican los vicios comienzan a danzar. Después, la Muerte blande la guadaña y avanza con gestos amplios, como si estuviese cortando la hierba de un prado. De ese modo, se anuncia un gran peligro que se cierne sobre toda la ciudad.

Después de haberse recuperado del malestar, Freder abre el libro del Apocalipsis. Llega Josafat, que le habla de una mujer en todo semejante a Maria, con su mismo nombre, que siembra discordia entre las clases altas de la ciudad. Los hombres se matan unos a otros o se suicidan por ella. Creyendo que la verdadera Maria predica todavía la concordia y la paz, Freder se dirige con Josafat a las catacumbas, donde espera poder decir a los obreros que él es el mediador cuya próxima llegada María había anunciado.

La rendición de cuentas

Tras llegar al lugar de las reuniones, Freder ve a Maria-robot, que intenta destruir la obra de pacificación realizada por la verdadera Maria. Le dice a los obreros que el mediador no vendrá nunca. Los incita a la revuelta y a la destrucción de las máquinas. Freder desmiente a Maria-robot gritándole: «¡Tú no eres Maria!». Pero los operarios no le creen. Entonces estalla un tumulto, durante el cual Freder es herido de muerte. Georgy, que tras una pausa de vida disipada ha regresado a su puesto de trabajo, le hace de escudo a Freder con su propio cuerpo y, tras recibir una puñalada, muere entre sus brazos.

Un cartel anuncia que en un fragmento faltante de la película se veía a Fredersen dirigiéndose al laboratorio de Rotwang y que, después de haber descubierto sus intenciones reales, peleaba con él, en un furioso cuerpo a cuerpo, durante el cual la verdadera Maria lograba huir. Una auténtica prueba de fuerza para la actriz Brigitte Helm, una principiante de diecisiete años llamada a desempeñar el doble papel de Maria-robot y de la verdadera Maria.

En las intenciones de Fredersen, Maria-robot debería haberse limitado a impulsar a los operarios a dar un paso en falso para darle el pretexto de aplicar una represión más dura. Pero Rotwang, que detesta a Fredersen, ha programado al robot de manera que provoca la destrucción total de la ciudad, del patrón y de su hijo.

Se acerca el final a través de escenas espectaculares. Incitados por Maria-robot, los obreros se dirigen en masa a destruir las máquinas. En la banda sonora se oye el eco de La Marsellesa. Los obreros abaten las puertas y asaltan los ascensores. La confusión está a la altura de la furia con la cual la pseudo-Maria los acicatea con gestos agitados, ojos enardecidos y rasgos del rostro que salpican veneno. Grot, el jefe de los obreros, se da cuenta del peligro y advierte al patrón, con el cual está en contacto a través de la televisión de circuito cerrado. Fredersen le ordena perentoriamente que abra las puertas. Tiene en mente un proyecto, pero no sabe que la situación está por escapársele de las manos.

La masa revolucionaria de obreros llega al corazón de la fábrica, donde se levanta la enorme maquinaria que ya habíamos visto transformarse en Moloch. En vano, Grot intenta advertir a los revolucionarios de que el daño que van a por provocar se volverá contra ellos. Los desatados obreros no atienden a razones. Entonces llega la verdadera Maria, que ha huido de las manos de Rotwang. Observa lo que está sucediendo. Comprende que la catástrofe ya es irreparable y piensa en ir a buscar a los niños, los hijos de los obreros, para ponerlos a salvo. La fábrica comienza a caerse a pedazos. El rostro agitado de Maria-robot se alterna en la pantalla con el espantado de la verdadera Maria, en cuyo auxilio llegan Freder y Josafat.

El agua comienza a salir de las grietas del suelo bajo los pies de la verdadera Maria. Las chorros se hacen cada vez más potentes. Maria llega a un lugar elevado que está en el centro de la plaza y, desde allí, accionando con gran esfuerzo una palanca, hace sonar la alarma, con lo que logra reunir a los niños, que llegan hasta ella moviéndose con dificultad entre los chorros de agua que provienen de todas partes y provocan derrumbes en los edificios de alrededor. Los niños se aferran a Maria y forman con ella una suerte de pirámide humana.

Freder y Josafat buscan una via de escape para sacar a los niños del peligro de la inundación. Freder reconoce a «su» Maria, pero no hay tiempo que perder. Los tres salvadores (Freder, Josafat y Maria) encaminan a los niños hacia lo alto por una escalera interior de una torre que, sin embargo, está cerrada por una reja de hierro. Fredersen se da cuenta de que las cosas están yendo de manera diferente de la que él habría querido. El sabueso le informa de que Freder está con los obreros. Aunque tarde, el patrón se da cuenta de que tiene corazón y se preocupa por su hijo.

Freder derriba la reja que cierra la escalera. Se logra el salvamento. Entretanto, los obreros están enardecidos por el éxito de su empresa sin ser conscientes del peligro que han corrido sus hijos ni de la salvación obtenida. Grot, el único que no ha perdido la cabeza, procura hacerlos entrar en razón. Cuando se dan cuenta de lo que han hecho y del peligro que han corrido, los obreros se vuelven contra Maria-robot, la llaman «bruja» y quieren quemarla viva. Se prepara la hoguera delante de la catedral. Los obreros, capitaneados por Grot, queman a la falsa Maria. Freder, pensando que es la verdadera, pasa un mal momento. Pero después de que el fuego haya consumido el rostro de Maria, para estupor de todos aparece entre las llamas el robot metálico.

La verdadera Maria se ha escondido en los recovecos de la catedral. Rotwang la ve, enteramente enloquecido, que cree reconocer en ella a su Hel. El científico sigue a Maria entre los pináculos de la catedral poblados por las gárgolas de piedra típicas de las iglesias góticas, que hacen alusión a la presencia de lo demoníaco en el mundo. Freder persigue a Rotwang, que a su vez persigue a Maria. Ambos se traban en lucha entre los pináculos. El científico se precipita al vacío. Freder corre a salvar a Maria, que ha quedado suspendida de un canalón. Josafat le dice a Grot: «Vuestros hijos están a salvo».

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La fachada de la catedral aparece en toda su grandiosidad. Desde la parte inferior del encuadre de la imagen avanzan las filas de obreros en perfecto orden, en forma de cuña, encabezados por Grot. De la puerta de la iglesia salen tres personas: Fredersen, en el centro, con Maria a la derecha, y Freder a la izquierda. Grot avanza para tenderle la mano al patrón, pero el embarazo lo retiene. También Fredersen es retenido por el embarazo. Grot mete las manos en los bolsillos de su uniforme de obrero. Maria se dirige a Freder: «Las manos y el cerebro quieren unirse, pero les falta el corazón. Tú, mediador, indícales el camino». Freder estrecha con su mano derecha la derecha de Grot y con la izquierda la derecha de su padre. Por tercera vez se repite el mismo axioma: «El mediador entre las manos y el cerebro tiene que ser el corazón».

Potencia de las imágenes

La fuerza de Metrópolis no reside en las historias individuales que se entrelazan en el relato, ni en el asunto teórico, explícitamente indicado e insistentemente subrayado, sino en la potencia de las imágenes. Es una película muda. La música del acompañamiento estaba realizada en vivo por un pianista especializado o, cuando fuese posible, por una orquesta.

El martilleo de los pistones y el aullar de las sirenas se alternan con haces de luz que rasgan el aire como toques de trompeta. Los aparatos mecánicos, que se mueven a un ritmo arrollador hacia arriba y hacia abajo, hacia delante y hacia atrás, están colocados en un espacio tridimensional donde la visión expresionista se funde con las capacidades alcanzadas por la tecnología de vanguardia.

La visión de los rascacielos amplifica hasta la desmesura el efecto que había provocado en Lang el panorama de Nueva York durante su viaje a Estados Unidos. Luz y niebla se mezclan para producir una atmósfera de ingravidez. Las torres se elevan hacia lo alto con el impulso típico de la arquitectura gótica. Paisajes y calles suspendidas ofrecerán a los cineastas de décadas posteriores (George Lucas, Ridley Scott…) la imagen perfecta de la ciudad del futuro.

Los trucos utilizados, que hoy pueden parecer obvios, en su época eran totalmente inéditos. Lang se esforzó personalmente en ellos. El director recordaba que las tomas —fotograma a fotograma— de aviones y coches sobre las calles elevadas exigieron diez días de elaboración para realizar una escena de un solo minuto de duración. Los modelos eran desplazados a mano para cada toma.

En los sueños febriles de Freder, el surrealismo se mezcla con el expresionismo. Cuando el joven cree ver a Maria (en realidad, el robot) coqueteando con su padre tiene la impresión de precipitarse a un abismo. Todo da vueltas a su alrededor. Ve a la mujer que durante una fiesta está sentada sobre el lomo de la bestia del Apocalipsis. La estatua de la Muerte se anima con su guadaña junto a las personificaciones de los vicios. Algunas imágenes, como las de la falsa Maria, que se exhibe en la danza del vientre, reflejan el gusto de los años veinte, inclinado hacia los excesos de un sentimentalismo afectado y una acumulación de adornos cursis. Algunos comentadores atribuyen estos aspectos del filme, los más anticuados, al aporte que la escenógrafa Thea von Harbou hizo al trabajo de su marido. De la misma fuente proviene, muy probablemente, el sincretismo religioso, que aparece de manera profusa en la película con referencias tanto directas como indirectas a la Biblia (desde el Génesis hasta el Apocalipsis) y a la historia del cristianismo (catacumbas, catedral), y con oscilaciones entre la figura de Jesucristo y la de Siddharta en la identificación del papel del mediador.

Cuando la impronta personal del director se hace más marcada, el simbolismo se deja de lado y a los ecos del expresionismo y del surrealismo se agrega la búsqueda de la nueva objetividad que caracteriza toda la producción cinematográfica de Lang: la algazara de los obreros en la central de máquinas destruida, la multitud que avanza en formación frente a la fachada de la catedral; los niños que durante la inundación forman primero una cuña y después una pirámide en torno a Maria. Aquí la disposición geométrica de los cuerpos adquiere un signo decididamente contrario respecto de las cesiones sentimentales presentes en otros momentos del filme. Sin duda, se puede hablar de realismo.

Las escenas de la inundación tienen plena adhesión a la realidad cuando el agua que brota de los depósitos destruidos embiste las estructuras de acero de las maquinarias, o cuando la masa líquida disgrega el asfalto frente a las barracas de los obreros y continúa subiendo. No es ese sentido de realidad el que se impone al final del filme, cuando Grot, el jefe de los obreros, se seca las manos sudadas para ponerlas después nuevamente en el bolsillo, pues Fredersen no le tiende, a su vez, su diestra. La reconciliación entre capital y trabajo, propiciada por la presencia del mediador, no parece del todo convincente y ha suscitado opiniones contrastantes desde la primera aparición de la película.

Final sorprendente

La ambigüedad del final de Metrópolis se ve confirmada por un episodio relatado por el mismo Lang: «Después de que los nazis llegaran al poder, mi película antinazi El testamento del doctor Mabuse —en el que puse eslóganes nazis en boca de un criminal patológico— fue prohibida, desde luego. Me llamaron para ver a Goebbels, pero no, como yo temía, para rendir cuentas sobre la película, sino para que el ministro de Propaganda del Tercer Reich me dijera —para mi enorme sorpresa— que Hitler le había dado instrucciones de ofrecerme la dirección de la industria cinematográfica alemana: “El Führer ha visto su filme Metrópolis y ha dicho: este es el hombre que puede hacer una película nacionalsocialista…”.

Abandoné Alemania esa misma tarde. La “entrevista” con Goebbels había durado desde el mediodía hasta las 14:30. A esa hora los bancos estaban cerrados y no pude retirar dinero alguno. Pero en casa tenía lo suficiente como para adquirir un pasaje a París. Llegué a la Gare du Nord casi sin un céntimo. Me encontré con Erich Pommer, que había dejado Alemania unas semanas antes. A través de amigos conseguí un permiso de trabajo y, para Pommer, que representaba a una rama de la Fox, realicé la película Liliom, basada en la comedia de Ferenc Molnar.

Después de esta película me ofrecieron un contrato para trabajar para la Metro Goldwyn Mayer en Hollywood, por lo cual dejé Francia»[3].

De 1936 a 1956 Lang desempeñó una formidable carrera en el ámbito del cine de Hollywood, haciendo una veintena de películas, algunas de las cuales marcan etapas fundamentales en el ámbito de la historia del cine clásico. En 1959 regresó a Alemania, donde realizó sus últimas películas y tuvo la ocasión de ver en qué se había convertido su país.

  1. Francisco, Homilía durante celebración de las primeras vísperas de la solemnidad de Santa María, Madre de Dios y del tedeum de Acción de Gracias, 31 de diciembre de 2018, disponible en http://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2018/documents/papa-francesco_20181231_te-deum.html.

  2. La película también está disponible en edición española, en formato DVD, en Blu-ray y en plataformas de streaming.

  3. De la autobiografía de Lang véanse las primeras páginas de Lotte E. Eisner, Fritz Lang, Nueva York, Da Capo, 1986 (reimpresión de la primera edición en inglés: Londres, Secker and Warburg, 1976), p. 14s.

Virgilio Fantuzzi
Fue un sacerdote jesuita, escritor de nuestra revista. Entre sus numerosos escritos, destacan indudablemente sus críticas de cine, que dan cuenta no solo de su erudición en al arte cinematográfico, sino también de la cercanía que mantuvo con directores de la talla de Fellini y Pasolini.

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