Literatura

Annie Ernaux

Premio Nobel de literatura

© Lucas_Destrem / Wikipedia

«La escritura es el medio para acceder a lo real, y creo que esto debería ser una de las funciones esenciales de la literatura»[1]. Con esta declaración podemos presentar a Annie Ernaux, ganadora del Premio Nobel de Literatura el 6 de octubre de 2022. Ernaux es el decimoquinto Premio Nobel francés en esta categoría[2] y la decimoséptima mujer que lo obtiene[3]. La Academia Sueca justificó el premio con estas palabras: «por el valor y la perspicacia clínica con que ha desvelado las raíces, las mudanzas y los límites colectivos de la memoria personal».

«Esto – afirma la escritora francesa – es lo que pretendo al escribir: hacer entrar en lo real. Pero mis herramientas no son científicas. Mis herramientas son la memoria, son las palabras, todas las palabras posibles, y puedo utilizar las que quiera, cualquier léxico, pero elijo necesariamente el que me conviene»[4]. Desde su infancia, Ernaux siempre ha sido muy consciente del valor de las palabras. Palabras, entonaciones, acentos y expresiones definen el mundo de pertenencia social, construyen fronteras y definen relaciones, abren y cierran puertas. El patois, lengua mixta de francés y dialecto normando, es la lengua materna, campesina y pobre, que describe el mundo al que pertenece la jovencísima Annie; es la cuna de sus primeras relaciones con los demás y con el mundo. Ernaux, en muchos de sus libros, retoma este punto y denuncia la sorpresa teñida de desconcierto cuando, al empezar a ir a la escuela, descubre que existe otro mundo, culto, con mayores expectativas, pero también con exigencias estrictas, quizá más educado, y que sin duda es el que manda. La asistencia a la escuela, la oportunidad de aprender, leer y escribir, puede dejar una huella clara e irrevocable en la vida de las personas. De ahí surge el cansancio de un camino largo y accidentado, un entrenamiento riguroso con una única dirección apuntando hacia arriba, que cambia la percepción del mundo desde el cual se proviene. Obliga a compromisos y a una fragmentación vigilada, incluso a una ocultación estratégica. Y luego, crecida y lejos del país de su infancia, para la escritora «evolucionada», la mirada retrospectiva se vuelve nostalgia y conciencia de una «irrecuperabilidad» que a veces se convierte en una herida dolorosa. He aquí tres citas reveladoras.

«En el colegio entendía más o menos todo lo que decía la profesora, pero me costaba lograrlo sola, y mis padres tampoco hubieran podido hacerlo, prueba de ello es que se trataba de palabras que nunca habíamos escuchado. Gente completamente distinta»[5].

«Llevo dentro de mí dos lenguajes […]. Ábaco, bajalenguas, alegórico, era solo un juego, y yo recitaba, leyendo las palabras, el idioma de un país imaginario… Todo era artificial, un sistema de palabras de orden para entrar en otro ambiente»[6].

«Las palabras de mis padres, allá, lejanísimas, esas que evito usar o que he olvidado, acaso involuntariamente, están sepultadas bajo miles de otras, bajo los ejercicios gramaticales, Lisette, Ames vaillantes, toda la Biblioteca verde, las lecturas explicadas, los pequeños clásicos, el Lagarde et Michard, que absorbí de todas partes. Aunque quisiera, las primeras palabras, las verdaderas, ya no podría encontrarlas»[7].

La vida

Annie Ernaux nació el 1º de septiembre de 1940 en Lillebonne, pequeña ciudad del departamento de Sena Marítimo, en la región de Normandía, a medio camino entre Le Havre y Ruán. Sus padres pertenecían a familias de condición social humilde, para las que era costumbre dejar la escuela a los 12 años para ir a trabajar al campo, si eran hombres, o con la familia, si eran mujeres. En la pequeñez de sus posibilidades prácticas, los padres de Annie consiguieron una importante transición social. Gracias a su ingenio y determinación, adquirieron una licencia para instalar un almacén en el pueblo de Lillebonne. Aunque pequeña, era una verdadera ganancia social para ellos. «Los primeros días, al sonar el timbre, ambos entraban en la tienda, hacían las preguntas de rigor: “¿Algo más, señora?”. Se divertían, se los llamaba el dueño y la dueña»[8].

Tienen una hija, Genette, que muere a los seis años de difteria[9]. Al final de la guerra, en parte por razones de salud de la pequeña Annie, los padres regresan a su lugar de nacimiento, Yvetot, a pocos kilómetros de distancia. La niña crece, asiste al internado privado de monjas hasta cuarto de bachillerato. Luego, gracias una beca, se traslada a Ruán para cursar el quinto año de filosofía. Se matricula en la Facultad de Letras, para seguir su sueño de enseñar. Las profesoras que conoció fueron para ella la experiencia concreta de una feminidad estimada y autónoma, en un mundo todavía muy masculino. Después de la graduación, ya casada y madre de un niño en 1964, obtiene su título de profesora en 1967 y el estatuto de Agrégée de lettres modernes en 1971. Apenas dos meses después, pierde a su padre. Su madre murió en 1986, unos veinte años después.

En 1968 Ernaux tiene su segundo hijo, en 1974 publica su primera novela, Los armarios vacíos, y en 1981 se divorcia, tras 17 años de matrimonio. En 2000 se jubila y se dedica a escribir su novela más famosa, Los años, con la cual ganó varios premio: el Premio Marguerite Duras, el Premio François Mauriac y el premio europeo Strega, los tres en 2008.

Una vida, la de Annie, normal y cotidiana y al mismo tiempo, gracias a la literatura, extraordinaria. En casi cuarenta años ha publicado una veintena de obras, todas de carácter autobiográfico. Su historia personal se convierte en un espejo universal. El acceso a la realidad, buscado como la recuperación de la memoria personal, a través de su escritura se convierte en el tejido de la memoria colectiva y universal.

La primera novela: «Los armarios vacíos»

Podemos decir que el camino de Ernaux se construye por adiciones y en espiral, por enfoques progresivos.

La trama es siempre la misma: su biografía, que es sondeada, contada y expuesta una y otra vez. Cada novela es un paso hacia la autenticidad, un relato de retazos de vida que emergen de las sombras de lo no dicho, lo enmascarado, lo tácito. Al mismo tiempo, es una ascesis más – delineada en el tiempo – de transparencias y ampliación de la mirada.

La primera novela, Los armarios vacíos, de 1974, es el punto de partida. Una lectura retrospectiva de su propia vida, desde la singular y dolorosa atalaya de la habitación de hotel en la que la protagonista se escondió tras someterse a un aborto clandestino. ¿Cómo llegó allí, a ese momento? La mujer protagonista, que es la propia autora, se lo pregunta. Llama la atención que la primera página del primer libro parta de ese lugar y ese momento, un pasaje de la vida que parece invocar la reelaboración y la paz. Es el único texto en el que Ernaux se esconde detrás de otro nombre, porque ya desde el segundo hace la elección de una rigurosa fidelidad a sí misma que pasa también por la elección de no utilizar seudónimos. El episodio del aborto se relatará con más precisión y detalle en la novela El acontecimiento, de 2000[10]. En cualquier caso, se trata de un drama. «Llevo años dando vueltas alrededor de este acontecimiento de mi vida. Leer en una novela la narración de un aborto me hace estremecer, me sume en un estupor sin imágenes ni pensamientos, como si al instante las palabras se convirtieran en una sensación violenta»[11]. Sólo el tiempo y los cambios sociales le dan la oportunidad de «afrontar, en toda su realidad, este acontecimiento inolvidable»[12].

La mujer helada

La mujer helada[13], de 1981, su tercera novela, es en sí misma toda la vida de Ernaux. Entre la novela de formación y las memorias, constituye una reflexión lúcida y desencantada del viaje personal de liberación femenina[14]. Es la lucha contra los paradigmas y estereotipos sobre la mujer, en el imaginario común forzada a permanecer en casa, en una posición de subordinación al hombre. La madre, en su sencillez, ofrece a su hija nuevos horizontes. «Quería una hija que, a diferencia de ella, no acabara trabajando en una fábrica […]. Lo importa es que el hecho de ser niña no me impidiera realizarme»[15]. Con el tiempo comprendió la originalidad del modelo familiar recibido en casa, en una condición de igualdad de género e integración de roles. «Pero busco el vínculo entre niña y mujer, y sé que hay al menos una sombra que nunca apareció en mi infancia: la idea de que las niñas son criaturas tiernas y débiles, inferiores a los niños. Que hay diferencias en los papeles. Durante mucho tiempo, el único orden en el mundo que conocía era aquel en el que mi padre cocinaba y me cantaba canciones infantiles mientras mi madre me llevaba a un restaurante y llevaba la contabilidad del negocio»[16].

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Uno de los rasgos sorprendentes de esta novela es la lucidez, a veces brutal, con la que Ernaux consigue captar los rasgos no retóricos y no triviales de la condición femenina, de la lucha, porque así fue para las mujeres de su generación, contra el código y el engranaje de los roles de género que la asedian, tras la transición al entorno burgués, que se produjo con sus estudios universitarios y su matrimonio, que inexorablemente le arrebataron pedazos de autonomía y la transformaron en una «mujer helada»[17]. Incluso la maternidad, muchos años después, se despoja de su velo de dedicación romántica, y se denuncia su aspecto sombrío, el sentimiento de frustración y renuncia que provoca, cuando no va acompañada. «Odio Annecy. Fue allí donde me absorbieron. Ahí experimentaba, día tras día, la diferencia entre él y yo, hundida en este estrecho universo femenino, abrumada por tareas minúsculas. Por la soledad. Me convertí en el guardián del hogar, la encargada de la subsistencia de los seres y del mantenimiento de las cosas. Annecy, tanto mejor para asimilar el papel, hasta antes sólo habíamos bromeado al respecto»[18]. Así le queda muy poco. «En cuanto a mí, nada, una existencia adelgazada, un marido, un hijo, un apartamento de tres habitaciones, lo justo para descubrir la diferencia en estado puro. Las palabras hogar, comida, educación, trabajo ya no tienen el mismo significado para él y para mí»[19].

La novela del padre: «El lugar»

Las siguientes novelas están dedicadas al duelo, primero por la muerte de su padre, en la novela El lugar, en 1983, 16 años después del suceso; después, en 1987, por la muerte de su madre, el año anterior.

En la novela dedicada a la figura del padre, el lenguaje cambia con respecto a obras anteriores. En Los armarios vacíos prevalece la corriente de conciencia, que fluye con sentimientos y recuerdos, monólogos largos, ricos, emotivos, a veces deslenguados. En La mujer helada, Ernaux habla de sí misma con un distanciamiento que permite al lector detenerse y acceder a la realidad, con esa medida que se convierte en un equilibrio entre dos opuestos: el aplanamiento en la anécdota, por un lado, y la generalidad del ensayo, por otro. La calidad de la escritura de Ernaux, ya notable en este texto, depende de la naturaleza de su mirada y de la medida de la distancia que el mundo pone entre ella y su historia. Es el milagro de un equilibrio. La escritora contempla lo real, sin asustarse ni juzgarlo. Cualquiera de estas le habría hecho perder el contacto con lo que tiene delante.

En El lugar, la escritura vuelve a cambiar. Es compuesta, sobria. Las frases se hacen cortas y la periodicidad se rompe. Todo es comedido, tímido, casi avergonzado. Ernaux pone su escritura al servicio de su padre, por quien lleva a cabo una tarea de recuperación de la memoria de las expresiones utilizadas en casa, con el fin de devolver espacio y dignidad a esas palabras[20]. Porque el lenguaje libera, pero también encadena. Es doloroso el recuerdo que la Premio Nobel evoca, en un momento dado, a este respecto. «Como la profesora me “hacía observaciones”, yo también quise encararme con mi padre, para decirle que “abajarse” o “un cuarto pa’ las once” no existían. Entró en cólera. En otra ocasión le dije: “¡Cómo esperas que no me observen si hablas mal todo el tiempo!”. Lloré. Era infeliz. Todo lo relacionado con la lengua en mi memoria es fuente de resentimientos y dolorosas disputas, mucho más que el dinero»[21].

El esfuerzo no se limita a la figura del padre, sino que está impulsado por la intención de redimir el pequeño y sencillo mundo de la infancia, porque no se trata sólo de hacer justicia al padre, sino a todo un conjunto de historias individuales, que también hicieron historia[22]. «En la escritura, un estrecho camino entre la rehabilitación de un modo de vida considerado inferior y la denuncia de la alienación que lo acompaña. Porque esa forma de vida era la nuestra, feliz incluso, pero también humillada por las barreras de nuestra condición (conciencia de que “no nos basta”)»[23]. Y así, la autora puede escribir en las páginas finales: «He terminado de sacar a la luz el legado que, al entrar en el mundo culto y burgués, tuve que dejar en el umbral»[24].

La novela de la madre: «Una mujer»

En la novela dedicada a su madre, la escritura recobra soltura, una medida menos contraída y más clásica. El libro lo empezó inmediatamente después de la muerte de su madre, y lo tomó como un momento necesario para seguir estando con ella. Diario mantenido en secreto durante mucho tiempo, gesto de entrega, verdad, afecto y reconciliación, la novela nos devuelve una vez más al pobre mundo de los obreros y campesinos del norte de Francia y a la sociedad de posguerra. En este caso, el lenguaje también sirve para dar voz al momento de la falta de habla, cuando a la madre, tras un periodo de creciente confusión mental, se le diagnostica Alzheimer y, en plena fase, ingresa en una clínica especializada. Así, la escritura cumple una función de costura. «Aquí termina su historia, aquella en la que ella tenía su propio lugar en el mundo. Estaba perdiendo la cabeza. Se trata de la enfermedad de Alzheimer, nombre dado por los médicos a una forma de demencia senil. Desde hace unos días, escribir se me hace cada vez más difícil, quizá porque temía llegar a esto. Sin embargo, sé que no puedo vivir sin unir a través de la escritura a la mujer demente en que se ha convertido con la fuerte y luminosa que había sido»[25].

La descripción de la evolución de la enfermedad y de los cuidados prestados es conmovedora, porque Ernaux mira la realidad tal como es, la contempla. Y al final, explicitando una vez más la poética que la animaba, puede llorar las lágrimas de muchos: «Esto no es una biografía, ni una novela, por supuesto, tal vez algo entre la literatura, la sociología y la historia. Fue necesario que mi madre, nacida entre los dominados de un entorno del que quería salir, se convirtiera en historia para que yo me sintiera menos sola y falsa en el mundo dominante de las palabras y las ideas en el que, según sus deseos, entré. No escucharé más su voz. Fue ella, sus palabras, sus manos, sus gestos, su forma de reír y de caminar, lo que unió a la mujer que soy con la niña que fui. He perdido el último vínculo con el mundo del que vengo»[26].

Posteriores evoluciones: «La vergüenza»

En su continua búsqueda por llegar a lo real y mostrárselo al lector, Ernaux da nuevos pasos en las dos últimas obras que ahora trataremos: La vergüenza y Los años. Es una elección – hecha a regañadientes – que excluye novelas muy bellas, reveladoras de otros aspectos de la vida y de la capacidad de la escritora para adaptar el estilo al contenido[27].

En La vergüenza, el comienzo es fulminante, como un libro de detectives: «Mi padre quiso matar a mi madre un domingo de junio, a primera hora de la tarde». Esto ocurre el 15 de junio de 1952. Annie es testigo de un episodio de violencia doméstica, nunca repetido con tanta intensidad, hasta el punto de casi desvanecerse en la dimensión onírica, pero que marca el final de su infancia y de su atmósfera protegida. En 1996, la escritora sintió la necesidad de volver a ese episodio, de profundizar en él, debido a la convicción que tenía desde hacía tiempo de que en ese recuerdo y en ese acontecimiento se encontraba la raíz de su deseo de escribir: «A esa escena, retomada durante tantos años, quiero sacudirla, despojarla de la sacralidad icónica que ha asumido en mí (confirmada, por ejemplo, por la convicción de que fue ella quien me empujó a escribir, de que es la base de todos mis libros)»[28].

La recuperación de ese momento se produce con una intención analítica, fría y lúcida, en la que quizá se encuentren mejor expuestos los motivos de la Academia Sueca para concederle el Premio Nobel. La intención es siempre dejar ver lo real. Ernaux escribe: «Lo que me importa es encontrar las palabras a través de las cuales reflexionaba sobre mí y el mundo que me rodeaba. Establecer lo que era normal para mí y lo que era inaceptable, incluso inimaginable»[29].

El lenguaje se vuelve aún más desnudo y objetivo. ¿Cómo conectar las dos identidades: la de la niña que vivió el suceso y la de la mujer que quiere escribir sobre él? «Pero la mujer que soy en el 95 es incapaz de volver a conectar con la niña del 52, que sólo conocía su pueblo, su familia, su escuela pública, y tenía a su disposición un vocabulario reducido»[30].

El lenguaje debe convertirse en una herramienta para investigar los lenguajes: «Para llegar a mi realidad de entonces, sólo puedo apoyarme en la búsqueda de las normas y los rituales, las creencias y los valores que definían los ambientes sociales, la escuela, la familia, la provincia, en los que estaba inmersa y que, sin percibir sus contradicciones, regían mi existencia. Sacar a la luz los lenguajes que me constituían, las palabras de la religión, las de mis padres ligadas a los gestos y a las cosas, las de las novelas leídas en Le Petit Écho de la Mode o Les Veillées des chaumières»[31].

Como punto de partida, Ernaux utiliza fotografías suyas de la época, sintiendo la necesidad de afinar su método de aproximación a la realidad; declara: «Más bien, tratar esas mismas imágenes como documentos que sólo me resultarán claros tras someterlos a diferentes enfoques de análisis. Ser, en definitiva, mi propio etnóloga»[32].

Y como atenta estudiosa del entorno en el que creció, presenta múltiples listas de normas y costumbres, que constituyen el cimiento de la memoria, o más bien el telón de fondo de la memoria colectiva, sobre el que la memoria personal se inserta, se inscribe y adquiere profundidad. En su delgada función de resumen, las diversas listas del libro indican un punto de no retorno. Ernaux intuye el poder evocador de un inventario que define épocas y lugares, estilos de vida. El relato se expande a la historia material y cotidiana de una generación: «Todas las formas de: no desperdiciar la comida y disfrutarla al máximo: preparar cubitos de pan al lado del plato para recoger la salsa […] estar limpios sin consumir demasiada agua: usar una sola palangana para la cara, los dientes y las manos, en verano también para las piernas porque se ensucian – llevar ropa no demasiado sucia»[33].

Y luego el código masculino-femenino: «Los gestos cotidianos que distinguen a las mujeres de los hombres: acercarse la plancha a la mejilla para comprobar que está caliente, arrastrarse a cuatro patas para fregar los suelos, abrirse de piernas para recoger la comida de los conejos, olerse los calcetines y las bragas por la noche»[34]; y el código masculino: «escupirse en las manos antes de coger la pala, meterse un cigarrillo detrás de la oreja, sentarse a horcajadas en una silla, chasquear el cuchillo y guardárselo en el bolsillo»[35].

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En el mundo de la joven, que en 1952 aún no ha salido de la estrecha franja de tierra que separa Le Havre de Ruán, el acontecimiento que presencia le quita el velo de la inconsciencia infantil y le abre los ojos a su propia realidad, mucho más pobre que la de las otras niñas que asisten a la escuela pública donde también estudia, pero que pertenecen a un medio social muy diferente. Así, durante ese verano, todo cambia y nunca volverá a ser igual: «Todo en nuestra existencia se ha convertido en una fuente de vergüenza. La letrina en el patio, el dormir de a tres – una costumbre habitual en nuestro entorno por la falta de espacio -, las bofetadas y palabrotas de mi madre, los clientes atornillados y las familias que compran a crédito. El mero hecho de conocer con precisión las distintas fases de la embriaguez y las conservas de carne que se comen a fin de mes sancionaba mi pertenencia a una clase a la que la escuela pública trataba con ignorancia y desprecio»[36].

Los años

La última obra que examinaremos es la que le valió a Ernaux los premios más importantes y la consagración como autora de gran éxito. Es también la más bella. El tono y el estilo se vuelven aún más originales en esta obra, que es una novela total, en la que la historia personal y la memoria se reflejan en la Historia[37], con mayúscula. El proceso de «encarnación» y «expoliación del yo», que la escritora emprendiera con La vergüenza, se amplifica aquí para alcanzar resultados notables.

La novela-memoria-ensayo comienza así: «Todas las imágenes desaparecerán. / La mujer en cuclillas que, a plena luz del día, orinaba detrás de la chabola de un café al borde de las ruinas de Yvetot, después de la guerra, se subía las bragas con la falda aún levantada y regresaba al café»[38]. Así comienza la primera de las muchas listas que se encuentran en la novela, sobria en el tono, medida en el uso de las palabras, pero también rebosante de vida, arrastrada en la vorágine del tiempo. A veces fragmentos de imágenes, a veces de acontecimientos, a veces de marcas de objetos.

Es una novela difícil de resumir, porque es un fresco de sesenta años de historia francesa y europea, de transformación cultural y material, de costumbres y pensamiento. Un índice del cambio, entre otros, es el espacio dejado a los relatos de acontecimientos familiares en la Segunda Guerra Mundial, en contextos festivas, alrededor de las mesas, al final de las comidas.

Con Los años, Ernaux transforma aún más el lenguaje, sometiéndolo a un proceso de purificación que borra el ego, el sujeto privado, creando las premisas y el espacio para una voz colectiva y pública: «Las voces superpuestas de los comensales componían el gran relato de los acontecimientos colectivos, acontecimientos de los que, inevitablemente, parecíamos haber sido testigos. […] Sobre un fondo común de hambre y miedo, todo se relataba en primera persona del plural»[39].

Como ya hemos visto, el objetivo constante de Ernaux a lo largo de los años es el de transformar su propia voz en un espejo y lugar de observación de la Historia, con mayúscula. Recuperar la memoria de un tiempo para llevar a cabo una operación de justicia reparadora hacia las traiciones cometidas, en primer lugar, la suya hacia el entorno campestre de Yvetot, el bar-almacén de sus padres, los trabajadores y amas de casa que lo frecuentaban[40].

La trayectoria traspasa las barreras de la singularidad, dando lugar al nacimiento de un estilo particular, fruto de años y años de investigación y acumulación y sedimentación de materiales e intentos. El yo se disuelve en sujetos en plural. Se trata de recuperar gestos que forman la textura del mundo. «Un repertorio de costumbres, una suma de gestos modelados por infancias en el campo, adolescencias en los talleres, precedidas por otras infancias, relegadas al olvido: comer haciendo ruido y dejando ver la metamorfosis progresiva de los alimentos en la boca abierta, limpiarse los labios con un trozo de pan, sopear el plato con tanto cuidado que no hubiese necesidad de lavarlo, golpear la cuchara contra el fondo del cuenco, estirarse al final de la comida»[41].

El «yo» ya no se impone en las páginas de Los años; en su lugar se utiliza el «nosotras», a menudo para narrar su propia vida, pero como perteneciente a todo el género femenino, de mujeres que luchan, trabajan, sufren, se alegran. El otro punto de vista es la tercera persona del plural, un «ellos» que marca el paso del tiempo. Son los años que pasan, los hombres y mujeres que viven y cambian. Movimiento lento y majestuoso de una voz que tiene la lentitud y la constancia de un río lleno de agua de lluvia. «La lengua, mezcla de francés mal pronunciado y de patois, era inseparable de aquellas voces poderosas y vigorosas, de los cuerpos apretados en delantales y overoles de trabajo, de las casas bajas con sus huertos, de los ladridos vespertinos de los perros y del silencio que precede a las riñas»[42].

El tiempo fluye, llevando consigo recuerdos y acontecimientos[43]. El efecto de esta mirada objetiva es poderoso y conmovedor. El lector no puede evitar quedar absorto y cautivado, porque, aunque se narren acontecimientos ligados a la historia de Francia y los nombres de los protagonistas sean poco conocidos fuera de ella, el sentido del ritmo de las imágenes y las sensaciones permanece.

Conclusión

Se ha acusado a Ernaux de tener un estilo de escritura frío. En nuestra opinión, esto es sólo aparentemente así, porque el trabajo de los años la ha llevado muy lejos, manteniéndose fiel a sí misma, en su deseo de romper el modelo anquilosado de la literatura burguesa[44]. Retirando al sujeto del primer plano, disolviendo su egocentrismo y reduciendo el peso de los sentimientos, Los años logra la máxima implicación del lector, porque el texto se convierte en una superficie lisa en la que puede verse a sí mismo a través de los años, en la confrontación con sus propios recuerdos personales y sociales.

La trayectoria de Ernaux a lo largo de tantos años de escritura ha sido realmente notable. Sobre este viaje ella misma escribe en Los años: «Cuando quería escribir, hace tiempo, en su habitación de estudiante, esperaba encontrar un lenguaje desconocido que desvelara cosas misteriosas, como una vidente. […] Más tarde, en clases salvajes de cuarenta alumnos, detrás de un carrito de supermercado, en bancos de jardines públicos junto a un cochecito de niño, esos sueños la abandonaron. No había un mundo inefable que apareciera por arte de magia gracias a unas palabras inspiradas, y la lengua en la que escribiría sería la de todos, la única herramienta con la que contaba para actuar sobre lo que la hacía rebelarse. El libro que había que escribir representaba entonces un instrumento de lucha. Esa ambición no la ha abandonado, pero ahora le gustaría más que nada poder captar la luz que baña rostros ahora invisibles, mesas cargadas de comida que ha desaparecido, esa luz que ya estaba ahí en las narraciones dominicales de la infancia y que no ha dejado de posarse sobre las cosas que acaba de vivir, una luz anterior»[45].

De una escritura lacerante, gritona y destructiva a otra serena e iluminada. Aunque Ernaux lleva muchos años alejada de la práctica cristiana, su escritura es una larga y cuidadosa contemplación de la realidad, un ejercicio espiritual que evoca ese versículo del Libro de la Sabiduría que dice: «Tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que has hecho» (Sab 11,24).

  1. A. Ernaux, Scrivere è un dare forma al desiderio. Conversazione con Pierre Bras, Roma, Castelvecchi, 2020, 20.

  2. En este siglo, los últimos Nobel literarios franceses fueron Patrick Modiano en 2014 y Jean Marie Gustave Le Clézio en 2008.

  3. De estos 17, 11 se han concedido en los últimos 31 años. La atención prestada a la igualdad de género en la concesión de premios es, por tanto, un logro reciente.

  4. A. Ernaux, Scrivere è un dare forma al desiderio…, cit., 14.

  5. Id., Gli armadi vuoti, Milán, Rizzoli, 1996, 65 s.

  6. Ibid, 97.

  7. Ibid, 98.

  8. Ibid, 37.

  9. A esta hermana que Ernaux no conoció, la autora le escribió una novela-carta: La otra hija, KRK Ediciones, 2014.

  10. Cfr A. Ernaux, L’ evento, Roma, L’orma, 2019.

  11. Ibid, 22.

  12. Ibid, 24.

  13. Cfr Id., La donna gelata, Roma, L’orma, 2021.

  14. El texto de referencia para la formación personal, repetidamente citado en el libro, es El segundo sexo, de Simone de Beauvoir.

  15. A. Ernaux, La donna gelata, cit., 2021, 40.

  16. Ibid, 32.

  17. La novela está dedicada a su marido Philippe. Se publicó el año en que la pareja decidió separarse.

  18. Ibid, 153 s.

  19. Ibid, 154.

  20. Son muchas las expresiones que Ernaux recupera e inserta en el texto, salpicándolo de palabras resaltadas en cursiva para distinguirlas de las actuales.

  21. Id., Il posto, Roma, L’orma, 2014, 59 s.

  22. Ernaux afirma también: «En cuanto a mí, siento que, en el ámbito literario, yo vuelvo a plantear mi posición en la sociedad. La posición del transfuga entre dos mundos sociales» (A. Ernaux, Scrivere è un dare forma al desiderio…, cit., 19). Uno de los autores de referencia para Ernaux es el sociólogo Pierre Bourdieu, que habla de «capital material», frente a «capital cultural»; y de «mundo dominado», frente a «mundo dominante». «Decir “mundo dominado” y “mundo dominante”, en lugar de “pobre” o “modesto” y “rico”, o incluso “burgués”, es muy diferente, es más complejo. En este sentido, la sociología podría considerarse parte integrante de mi poética» (ibíd., 6).

  23. Id., Il posto, cit., 50.

  24. Ibid, 104.

  25. Id., Una donna, Roma, L’orma, 83.

  26. Ibid, 99.

  27. Cfr Id., Una passione semplice, Milán, Rizzoli, 2022: Id., Guarda le luci, amore mio, Roma, L’orma, 2022.

  28. Id., La vergogna, Roma, L’orma, 2018, 26.

  29. Ibid, 32.

  30. Ibid.

  31. Ibid, 32 s.

  32. Ibid, 33.

  33. Ibid, 50.

  34. Ibid.

  35. Ibid.

  36. Ibid, 123.

  37. La primera de las dos citas que Ernaux elige como epígrafes del libro es de José Ortega y Gasset y dice: «Sólo tenemos nuestra historia y esta no nos pertenece».

  38. A. Ernaux, Gli anni, Roma, L’orma, 2008, 9 s.

  39. Ibid, 22.

  40. La cita de Jean Genet al inicio del libro corrobora la importancia que la autora le atribuía a este tema: «Me arriesgo a una explicación: escribir es un último recurso cuando hemos traicionado».

  41. A. Ernaux, Gli anni, cit., 30.

  42. Ibid, 31 s.

  43. La segunda de las dos citas que Ernaux coloca al principio de la novela es de Anton Čechov y dice: «Sí. Olvidarán. Es nuestro destino, no se puede hacer nada al respecto. Lo que nos parece serio, significativo, muy importante, con el tiempo se olvidará o nos parecerá irrelevante. Y es curioso que no podamos saber hoy lo que mañana se considerará sublime, importante, y lo que será mezquino, ridículo. […] Y nuestra vida, que hoy vivimos con tanta naturalidad, con el tiempo nos parecerá extraña e incómoda, carente de inteligencia, insuficientemente pura, tal vez incluso inmoral».

  44. Ernaux habla de una ambición de ruptura ética desde su primera novela Los armarios vacíos. Cfr A. Ernaux, Scrivere è un dare forma al desiderio…, cit., 17-19.

  45. Id., Gli anni, cit., 264 s.

Diego Mattei
Sacerdote jesuita miembro del colegio de escritores de La Civiltà Cattolica. Ha sido Capellán universitario de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de la Sapienza, Roma. Sus textos, publicados en nuestra revista y en otros medios, versan preferentemente sobre literatura y espiritualidad.

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