Biblia

El universalismo de la Biblia

© Jackson David / Unsplash

La Biblia presenta una visión universalista de Dios y del mundo. La fuerza de su universalismo la ha convertido en el libro más traducido, más difundido y más leído de todos los tiempos. Los principales factores de esta difusión son la diáspora del judaísmo y las misiones cristianas en todo el mundo. El universalismo de la Biblia se refleja en la expansión de las Iglesias cristianas, de las que es el documento fundacional. Hoy existe una comunidad académica interreligiosa y ecuménica que estudia y difunde la Biblia[1].

El universalismo en la Biblia

«Al principio Dios creó el cielo y la tierra», dice el Génesis, y la Biblia comienza así, con una nota de universalismo. Afirma que toda la humanidad tiene un solo creador y Dios, y que de Noé y su familia descendió toda la humanidad en el tiempo posterior al diluvio: 70 naciones, según el catálogo de pueblos del capítulo 10 del Génesis. Nunca se insistirá lo suficiente en las implicaciones políticas de este concepto. Mientras los egipcios, asirios, babilonios y persas afirmaban que los dioses patronos de la nación luchaban por sus respectivos imperios, los teólogos del pueblo hebreo negaban la existencia de esos dioses. Para los judíos, el único Dios del universo eligió a Israel – el más pequeño de todos los pueblos – como joya de la corona, y lo prefirió por sobre todas las grandes naciones (cfr Dt 7,6-8).

Por eso Israel tiene una dignidad especial y, al mismo tiempo, una responsabilidad sacerdotal para con todos los demás pueblos (cfr Ex 19,5-6). Puesto que este único Dios es adorado sobre todo en el templo de Jerusalén, al final de los tiempos todos los pueblos se reunirán allí (cfr Is 2,2; 66,19-20). Numerosas naciones se convertirán en el pueblo de Dios en Jerusalén (cfr Zac 2,15; 8,23-24), cuando comience el reinado del Rey universal de la paz (cfr Zac 9,9-10).

Además de estas visiones universalistas, el Antiguo Testamento también contiene tendencias particularistas. El papel especial de Israel ya es evidente en las promesas hechas a Abraham, que se transmiten a su nieto Jacob-Israel (cfr Gn 12-50), mientras que los antepasados de otros pueblos a veces son vistos de forma negativa (cfr Canaán en Gn 9:25; Moab en Gn 19:37; Edom en Gn 25:30). Especialmente problemática es la promesa de una tierra a Israel, ya que a ella se vincula la tarea de destruir a los habitantes cananeos (cfr, por ejemplo, Dt 7). Muchos textos dirigidos contra otros pueblos pueden entenderse a partir de su poder imperial, bajo el que los israelitas se ven obligados a sufrir (cfr los textos contra Babilonia: Jr 50-51; Sal 137). El temor al extranjero se manifiesta en los textos postexílicos, que informan de la expulsión de esposas e hijos de otras etnias (cfr Esd 10).

La tensión entre la apertura universal y el particularismo judío también se refleja en el cristianismo naciente. El Evangelio de Mateo relata que Jesús envió a los Doce a las «ovejas perdidas del pueblo de Israel», pero no a las naciones ni a los samaritanos (cfr Mt 10,1-6). Cristo resucitado, en cambio, les confía una misión universal: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19). Pablo presenta la fe en Cristo en el sentido de un universalismo inclusivo: «ya no hay distinción entre judío y griego, entre esclavo y libre, entre varón y mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28).

Cuando los romanos destruyeron el templo de Jerusalén en el año 70 d.C., este ya no podía servir como centro simbólico del culto al Dios universal. Judíos y cristianos tuvieron que salvar su patrimonio espiritual en sus Sagradas Escrituras. Para los cristianos, a la idea de peregrinación de los pueblos a Jerusalén sucedió la de misión, incluso entre los no judíos. Si los textos bíblicos no hubieran sido más que la autoafirmación de pequeñas comunidades de fe, probablemente se habrían hundido en la insignificancia histórica. Fue la extraordinaria fuerza de su cosmopolitismo lo que hizo de la Biblia literatura mundial en el verdadero sentido de la palabra.

La globalización de la Biblia

La historia de la difusión mundial de la Biblia está entrelazada con la de la diáspora judía, las misiones cristianas y las versiones de las Sagradas Escrituras. La primera traducción importante de la Biblia tuvo lugar en Alejandría (Egipto) en el siglo III a.C., cuando se tradujeron al griego los cinco libros de Moisés (el Pentateuco), y luego los profetas y los escritos sapienciales. Los escritos que antes sólo eran accesibles a los judíos cultos podían leerse ahora en la lengua del helenismo. Tal vez – como sugiere el dominico P. Adrian Schenker – la traducción fue motivada, entre otras razones, por la idea de que la Torá de Israel era lo que los volvía «sabios y prudentes a los ojos de los pueblos» (Dt 4:6). La Carta de Aristeas (siglo II a.C.) y Filón de Alejandría (30 a.C.-45 d.C. aprox.) hablan de la traducción de los textos sagrados como un éxito glorioso para el reconocimiento de la sabiduría judía a los ojos del mundo.

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En los primeros siglos de la era cristiana se definieron oficialmente los cánones del judaísmo rabínico y del cristianismo – es decir, las listas de textos que constituyen las Sagradas Escrituras –, y sólo entonces surgieron las distintas versiones de la Biblia. A continuación, en la Antigüedad tardía, se tradujo al arameo, siríaco, latín, copto, etíope, armenio, georgiano y gótico, y en la Edad Media al árabe, eslavo, inglés, francés y alemán. Con la Reforma, las traducciones de la Biblia se convirtieron en una herramienta para hacer accesibles los textos bíblicos a un público mucho más amplio. Mientras la Iglesia romana insistía en la autoridad de la Vulgata latina, la Reforma se apoyaba en las lenguas vernáculas.

En los siglos XVI y XVII, las órdenes religiosas católicas emprendieron misiones en América, África y Asia, donde se tradujeron al menos partes de la Biblia a varias lenguas indígenas. A partir del siglo XVIII, se desarrollaron también las misiones protestantes, en las que la traducción de la Biblia a la lengua vernácula se convirtió en un proyecto a realizar, especialmente a partir del siglo XIX mediante de las Sociedades Bíblicas. Según informan las United Bible Societies – «Sociedades Bíblicas Unidas», asociaciones fundadas en 1946 –, la Biblia está traducida íntegramente a 692 de las aproximadamente 7.350 lenguas de todo el mundo. La globalización de la Biblia ha ido a menudo de la mano de los intereses coloniales, por lo que debe considerarse críticamente desde esa perspectiva. Al mismo tiempo, el trabajo secular de innumerables traductores da fe de un inestimable esfuerzo de comprensión intercultural.

¿Un libro con siete sellos?

Mientras que las Iglesias nacidas de la Reforma favorecían el acceso directo de los fieles a la Biblia, la Iglesia romana se mostraba reacia a entregar la Biblia en su lengua a los cristianos no instruidos. Su lectura debía reservarse a clérigos cultos para transmitir su mensaje a la gente sencilla, como era tradición en la Iglesia. Según cierta visión sociológica, el poder del saber estaba reservado a una élite, mientras que la lectura de la Biblia favorecida por los protestantes implicaba una difusión y «democratización» de la educación.

La difusión de la educación es una exigencia fundamental de la propia Sagrada Escritura. Incluso podría decirse que la Biblia es el producto de una campaña de instrucción. De hecho, en el libro del Deuteronomio, Moisés pide a cada israelita que aprenda de memoria las palabras de su enseñanza y las transmita a sus hijos (cfr Dt 6,6-9). Cada siete años, la Fiesta de los Tabernáculos se convierte en una ocasión para instruir a hombres, mujeres y niños (cfr Dt 31,9-13). Esta insistencia en la transmisión de la enseñanza es el origen histórico de los escritos canónicos, pues dio a conocer ampliamente la Torá en el judaísmo primitivo, así como en el cristianismo primitivo. La práctica espiritual de la memorización sigue siendo un sello distintivo del judaísmo tradicional. Recitar de memoria los salmos y otros escritos sagrados constituía la meditatio en el monacato cristiano primitivo.

La campaña educativa promovida por el Humanismo y la Reforma a principios de la historia moderna dio lugar a nuevos desarrollos. Si la Reforma tomaba como base la autoridad de la Biblia y los humanistas se dedicaban principalmente al estudio de las fuentes hebreas y griegas, la incipiente Ilustración vio en la autoridad de la Biblia un tema clave para su propio desarrollo. La emergente ciencia histórico-crítica cuestionó la fiabilidad histórica de la Biblia, preguntándose si Moisés era realmente el autor de la Torá. Además, autores como Voltaire empezaban a cuestionar la calidad moral de la Biblia. Esta se convirtió, entonces, en un punto de fricción para el pensamiento libre y crítico emancipador.

Aunque algunos de los primeros representantes de la crítica histórica eran católicos, la Iglesia católica oficial se consideraba principalmente un bastión de los valores tradicionales. La Biblia no debía cuestionarse histórica y críticamente, sino que debía interpretarse con la ayuda de la tradición. Una opinión, ésta, que sigue siendo generalmente válida en las Iglesias orientales hasta nuestros días.

Del antimodernismo a la riqueza hermenéutica

En el siglo XIX, a medida que los contenidos de la fe tradicional eran cada vez más cuestionados por la ciencia histórico-crítica, los papas tuvieron que tomar partido. El dominico Marie-Joseph Lagrange fundó la École biblique de Jerusalén en 1890, y León XIII fundó la Pontificia Comisión Bíblica en 1902. Su proyecto de fundar un Pontificio Instituto Bíblico no fue realizado hasta 1909, por su sucesor Pío X. La Comisión Bíblica debía apoyar al Papa en sus enseñanzas doctrinales, y el Instituto Bíblico, confiado a los jesuitas, debía servir como centro internacional de investigación y enseñanza de estudios bíblicos y materias afines.

Sin embargo, Pío X mantuvo una actitud conservadora, que se manifestó sobre todo en el juramento antimodernista (1910), rechazando fundamentalmente toda teoría histórico-crítica. Aunque los clérigos católicos tuvieron que prestar este juramento hasta 1967, ya se estaban gestando cambios importantes.

El jesuita alemán Augustine Bea, rector del Instituto Bíblico de 1930 a 1949, desempeñó un papel clave en este sentido. Pío XII le consultó para la redacción de la encíclica Divino afflante Spiritu (30 de septiembre de 1943), en la que alababa el progreso de los estudios bíblicos y animaba a los biblistas católicos a seguir estudiando las lenguas, la crítica textual, los géneros literarios, la arqueología y las ciencias antiguas.

En el Concilio Vaticano II, el padre Bea – que entretanto se había convertido en cardenal – fue el principal artífice de la Declaración Nostra Aetate (1965), que revolucionó las relaciones entre la Iglesia católica, el judaísmo y otras religiones no cristianas. Además, la Constitución dogmática Dei Verbum (1965) dio un fundamento teológico a la investigación histórico-crítica de la Biblia. La palabra de Dios, en un proceso de encarnación, se ha asemejado al lenguaje humano y, por tanto, puede ser estudiada por todos los medios de la ciencia humana.

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Lo que esto significa concretamente para los biblistas católicos fue indicado por la Pontificia Comisión Bíblica en el documento «La interpretación de la Biblia en la Iglesia» (1993). Este documento subraya la importancia fundamental de la investigación histórico-crítica, pero también recomienda tener en cuenta todas las perspectivas hermenéuticas recientes, procedentes de los ámbitos de los estudios literarios, la sociología, la antropología, la psicología, etc. De este modo, favorece una variedad de enfoques científicos, en la medida en que contribuyen a una comprensión más profunda de las Escrituras. Sólo se rechazan por «peligrosos» los planteamientos fundamentalistas.

Aunque los documentos eclesiásticos se adhieren continuamente a la verdad de la revelación divina, el desarrollo del siglo XX muestra una revolución hermenéutica en cuanto a la forma de entender esta verdad. Del antimodernismo defensivo, la Iglesia católica ha pasado a la apertura a una riqueza hermenéutica que implica a los estudiosos – tanto eclesiásticos como laicos – en una lectura atenta de la Biblia.

Una comunidad mundial de lectores

El conocimiento de la Biblia por parte de los católicos en el siglo XX fue preparado por el Movimiento Bíblico y el Movimiento Litúrgico, y fue promovido oficialmente por el Concilio Vaticano II y la reforma litúrgica. En la actualidad, la Iglesia católica colabora a menudo ecuménicamente con las Sociedades Bíblicas en las traducciones de las Escrituras. A la Reforma se atribuye el redescubrimiento de la importancia fundamental de la Biblia para todos los creyentes. Tras un largo proceso de aprendizaje, la «sabiduría de Israel a los ojos de las naciones» (Dt 4,6) se ofrece ahora también a todos los creyentes católicos.

En la última década, se ha producido una nueva apertura a la diversidad cultural en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma. En la actualidad, la Biblia es estudiada allí por una comunidad académica de todo el mundo. Los docentes – jesuitas, religiosos, sacerdotes y laicos – proceden de todo el planeta: India, Indonesia, Ruanda, Costa de Marfil, Brasil, Argentina, Colombia, Estados Unidos, Canadá, Italia, Malta, Eslovaquia, Polonia y Austria. Se doctoraron en Friburgo, Londres, Roma, Innsbruck, Fráncfort, Harvard, Yale, Nueva York, Notre Dame, Berkeley, etc. A este grupo se unen profesores invitados judíos, protestantes y católicos de instituciones académicas de primer orden como Oxford, Harvard, Yale, el Collège de France, la Universidad Hebrea de Jerusalén, etc. Amy-Jill Levine, de la Universidad de Vanderbilt, fue la primera profesora judía en impartir un curso sobre el Nuevo Testamento en el Pontificio Instituto Bíblico.

En el espíritu de Cardenal Bea, el Instituto promueve una colaboración académica ecuménica e interreligiosa sumamente enriquecedora. Los estudiantes del Instituto proceden de 70 naciones. Aprenden lenguas bíblicas, historia y exégesis, y luego las enseñan en sus países de origen. Esta comunidad académica refleja la importancia de la Biblia para la Iglesia universal. Comprender los dos Testamentos como documentos fundacionales del judaísmo y el cristianismo en su relevancia para las comunidades religiosas de todo el mundo es un reto apasionante. Esto revela también el carácter universalista de la Biblia.

  1. En lo que atañe a la Iglesia Católica romana, esto es especialmente evidente en el trabajo del Pontificio Instituto Bíblico de Roma.

Dominik Markl
Es profesor de exégesis en el Pontificio Instituto Bíblico. Estudió en Innsbruck y completó el año de estudios teológicos en Jerusalén. Una beca Humboldt con Eckart Otto en Múnich le llevó a completar su Habilitación sobre el Deuteronomio. Enseñó durante dos años en Londres (Heythrop College), y luego también en Nairobi, Berkeley y Manila. Entre sus numerosas publicaciones destacan The Fall of Jerusalem and the rise of the Torah (Mohr Siebeck 2016) y The Decalogue and its Cultural Influence (Sheffield Phoenix Press 2013).

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