Biblia

La teología de la historia en el Libro de Judit

Judit y Holofernes, Caravaggio (1599)

El Libro de Judit

Más que describir un acontecimiento, el Libro de Judit, pretende presentar una teología de la historia. En un solo episodio se resume emblemáticamente toda la historia del pueblo de Dios, en una confrontación apocalíptica con las fuerzas del mal[1]. La victoria de Judit – mujer y viuda – es el anuncio mesiánico del triunfo de Israel sobre el poder demoníaco del mal.

En los siete primeros capítulos, el libro narra la historia de Nabucodonosor, el poderoso rey de los asirios, que organiza una campaña militar con el general Holofernes para someter a todos los pueblos de la tierra. El carácter más notable de estos primeros capítulos es la ligereza y solidez de una construcción que se realiza, bien entretejida, con rápidas pinceladas que se van completando al prolongarse o reflejarse en la segunda parte (cfr Jdt 8-16)[2]. La sustancia del discurso teológico que da contenido al libro ya está aquí. Pero la segunda parte del relato libera en clave psicológica y narrativa las teologías contrapuestas de la primera – la de Nabucodonosor y la del pueblo de Dios -, para resolverse en una explosión de alegría, libertad y esperanza. Si la sensación actual es que los primeros capítulos son un tedioso y prolijo preámbulo a la hermosa novela que abre Judit, es porque no se ha captado el alcance teológico y espiritual del libro.

La campaña de Nabucodonosor

El éxito de la campaña militar de Holofernes es meteórico. Nabucodonosor le ha contado el secreto[3] de su plan para conquistar el mundo. Todo va bien y, con su ejército, Holofernes atraviesa victorioso enormes territorios, sembrando la destrucción y la muerte por doquier, hasta el umbral de Israel. Aquí, de pronto, encuentra ante sí un obstáculo inesperado: el pequeño reino de Judá, con su capital Jerusalén, no se doblega ante el avance arrollador del invasor. El pueblo de Israel resiste, no por razones militares (toda la población no es tan numerosa como el ejército sitiador), ni por razones políticas (Israel no cuenta para nada en el tablero oriental), sino por razones religiosas: Nabucodonosor quiere ser reconocido como el soberano de todo el mundo, el único «dios» verdadero[4]; e Israel, como todos los demás, debe adorarle. Esto es lo que el pueblo no hace ni puede hacer, porque su existencia y su vocación residen en afirmar la verdad del Dios único y en defender el Templo, lugar de la misteriosa presencia divina.

La resistencia parte de Jerusalén y del Templo, y se da la orden a los habitantes de Betulia – asentamiento donde comienza el camino hacia la Ciudad Santa – de vigilar los pasos de montaña.

Mientras asedia la pequeña fortaleza, Holofernes se cuestiona el sentido de resistir al ejército más poderoso de la época. El general, que nunca había oído hablar del pueblo de Israel, tan pequeño, tan poco importante que no pertenecía a los grandes reinos del mundo, se pregunta: «¿Qué pueblo es éste? […] ¿De dónde proceden su vigor y su fuerza?» (5,3).

Ajior, el testigo de la verdad

A la pregunta del general responde Ajior, el jefe de los amonitas, uno de los aliados de Nabucodonosor, un hombre que ama la verdad y da testimonio de ella. Ha conocido la historia del pueblo de Israel y ha comprendido que Dios está de su parte. A diferencia de otros pueblos, Israel no cuenta por sí mismo, sino sólo porque es fiel al Señor. Por sus propias fuerzas no cuentan para nada; incluso fueron esclavos en Egipto, pero luego se convirtieron en un pueblo libre, porque Dios los rescató con brazo poderoso de la mano del faraón.

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Por tanto, si Dios está con ellos, Holofernes no tendrá que luchar contra el pueblo de Israel, sino contra Dios mismo. En ese caso no habrá nada que hacer: el pueblo es invencible, por lo que es inútil luchar. He aquí, pues, el secreto de la fuerza: si son fieles a Dios, son poderosos; si no son fieles, son vulnerables en extremo[5].

Ajior no describió la fuerza militar del pueblo de Israel, sino que se limitó a explicar que sólo tienen un Dios, que defiende a los que le son fieles, aunque estén indefensos ante el poderosísimo ejército asirio.

La reacción de los presentes y de Holofernes es inmediata: «¿Acaso hay otro dios fuera de Nabucodonosor?» (6,2). El enviará su fuerza y los exterminará de la superficie de la tierra sin que su Dios pueda librarlos. Mientras tanto, bloquea los manantiales que abastecen a Betulia, rodea la fortaleza y despliega su ejército con toda su fuerza.

Como consecuencia de lo que ha dicho, Ajior es castigado inmediatamente: Holofernes ordena que lo aten y lo arrastren hasta las laderas de Betulia, para ser hecho prisionero. Y hace una extraña promesa a Ajior: «No verás más mi rostro hasta que me haya vengado de esa raza escapada de Egipto» (6,5).

Los soldados de Betulia ven al prisionero abandonado, lo capturan, lo llevan ante los jefes, que le preguntan el porqué de tal abandono y cuáles son los planes de Holofernes.

Judit

Mientras tanto, el pueblo de Dios se encuentra en una situación terrible: ya no hay pan ni agua para sobrevivir, es imposible resistir, no queda más que rendirse. La confianza en el Señor decae, hasta el punto de que alguien exclama: «Dios nos ha puesto en manos de esa gente para que desfallezcamos de sed ante sus ojos y seamos totalmente destruidos» (7,25). Parece que ya no hay esperanza de supervivencia.

En el drama, Judit entra en escena: es viuda, esposa de Manasés, de la tribu de Simeón. La mujer es joven, de bella apariencia y se distingue por su sabiduría. Es una mujer que reza y ayuna por la salvación del pueblo y, sin embargo, denuncia con valentía la falta de fe de sus líderes. Lo que se acaba de decir es poner a prueba a Dios, pues Él puede salvarnos como y cuando le plazca. Sólo tenemos que rezarle para que no nos abandone y nos libre de las manos de nuestros enemigos. Judit es la mujer creyente, cuyo nombre recuerda simbólicamente a «la mujer de Judea» que se confía al Señor, sea cual sea el proyecto que pretenda realizar. A continuación, pide permiso al líder, Ozías, para llevar a cabo su propio plan.

La oración de Judit

Antes de comenzar la tarea, Judit reza, y su oración es el grito apasionado de quien se pone en manos de Dios, el Dios de los Padres, el Señor Todopoderoso. Aunque reza sola en su tienda, su oración no está aislada: tiene lugar al mismo tiempo que el sacrificio vespertino en el Templo, en comunión con Jerusalén. Todo lo que importa en la vida del creyente se hace con vistas a la Ciudad Santa.

Judit pide a Dios que escuche su oración, que es la oración de quien está atrapado en el pecado de todos, pero es pobre: es la oración de una mujer, de una viuda, de quien no tiene a nadie más que al Señor. Judit sabe que el pecado del pueblo ha sido grave, tanto en el pasado como en el presente, pero también sabe que, por grande que sea esa gravedad, por la misericordia de Dios, en la conversión y el arrepentimiento, ese pecado puede considerarse paradójicamente un «don», pues es precisamente en el pecado donde el Señor puede obrar la salvación.

Así es el Dios de Israel: el Señor del cielo y de la tierra, el todopoderoso y misericordioso; pero se distingue por tomar partido por los pobres. Es el Dios de los humillados, el salvador de los abandonados, el refugio de los débiles, el protector de los desanimados, el salvador de los desesperados (cfr 9,11). Esta es la razón profunda de la fe de Judit en el Señor, y por eso puede esperar en él: «¡Dios, Dios mío, escucha ahora la plegaria de este viuda!» (9,4); «concédeme, aunque no soy más que una viuda, la fuerza para cumplir mi cometido» (9,9). Ella, que era débil por definición, indefensa, que en la cultura de la época era considerada un personaje secundario, y en una posible lucha menos que nada, pide al Señor luchar en su nombre, ser signo de su poder, dar pruebas de que él es «Dios, el Dios de toda fuerza y de todo poder, y que no hay otro protector fuera de ti para la estirpe de Israel!» (9,14).

Hacia el enfrentamiento final

Judit sale de noche de la ciudad, con su sierva, llega al campamento enemigo, se da a conocer y, con astucia, llega hasta Holofernes. Los dos protagonistas se encuentran ahora y se preparan para el enfrentamiento final. Holofernes está tan seguro de la victoria que permite a Judit todo lo que quiera: comer los alimentos «puros» que ha traído consigo, ir libremente al manantial para purificarse y rezar fuera del campamento. El seductor quiere que la mujer se mueva a su antojo: sólo se molesta en preguntarle cómo hará cuando se acabe la comida…

Judit responde inmediatamente: se encomienda en todo al Señor. La mujer también se siente segura, pero no en sus propias fuerzas. Para ella, la fidelidad a Dios cuenta por encima de todo: ésa es su única seguridad. Así puede arriesgarse en una situación verdaderamente paradójica: está en la tienda de su adversario, está en manos de un hombre que quiere seducirla, está en el corazón del jefe del ejército que está a punto de destruir Israel.

Aquí aparece la figura de Bagoas. Es el servidor de confianza, capaz de persuadir, es la voz que tiende a intimidar, que insinúa a Judit lo que es «el honor de la mujer» (cf. 12,13): así como para quien sigue a Dios es un honor adorar a Dios, para quien sigue el mal es un «honor» hacer lo que la pasión, el instinto, el modo de pensar del mundo sugieren. Y es deshonroso para un general como Holofernes no aprovecharse de Judit: ella, por lo tanto, consiente libremente a «su señor»[6].

He aquí las dos divinidades frente a frente. Holofernes y Judit representan los dos bandos opuestos: el bien y el mal, la verdad y la mentira, el pueblo de Dios y el demoníaco[7]. Holofernes está tan seguro de la victoria sobre la mujer que la celebra por adelantado emborrachándose; Judit, en cambio, se ha preparado para la cita con ayunos, oraciones y penitencias. Cuando se cierra el telón para el enfrentamiento final, Holofernes piensa que ya ha ganado; Judit, en cambio, sabe que el destino del pueblo de Dios dependerá de su fidelidad al Señor.

La victoria y el problema del libro

Cuando Holofernes se ve abrumado por la embriaguez del vino, Judit le corta la cabeza con su propia espada. Luego, como cada noche, abandona el campamento como para purificarse en la fuente; pero esta vez va más lejos, para regresar a Betulia con el signo de la victoria.

Ajior, al ver la cabeza de Holofernes, se desmaya: el reconocimiento de Holofernes le hace desplomarse.

He aquí el núcleo del libro: ¿qué significa la historia de Judith? ¿Qué intenta decirnos? ¿Qué indica eso de cortarle la cabeza al adversario? No es fácil responder a tales preguntas, y así lo demuestra la interpretación histórica que se ha dado al Libro.

Empezando por los propios judíos, que no reconocieron la canonicidad del Libro, antiguamente escrito en hebreo, luego traducido al griego por la Septuaginta. Finalmente borraron por completo el texto original (del que hoy sólo se ha encontrado una página[8]). San Jerónimo le concedió poca importancia, ya que los judíos no la reconocían como inspirada; así que la tradujo libremente[9].

La teología del libro: un itinerario de perversión y otro de conversión

Más que por la doctrina, en uno u otro punto esencial, la teología del Libro de Judit viene dada por la suma de un pequeño y compacto número de itinerarios existenciales, que califican propiamente de historia la relación del hombre con Dios.

En primer lugar, hay un itinerario de perversión, con el que se abre el Libro y que tiene como protagonista al Nabucodonosor de la historia. El tema es estrictamente apocalíptico, y tiene como objetivo decir por qué vías, y con qué resultados, sucede que un hombre se convence de que se ha convertido en «dios»[10].

Luego está, en contraste con el proceso de perversión, pero mucho más discreto y eficaz, el proceso de conversión. Narrativa y emblemáticamente, tiene a su protagonista en Ajior, y dice que la forma en que se pertenece realmente al pueblo de Dios es una experiencia de muerte y vida: un castigo extremo, de ser expulsado del pueblo y condenado a muerte, por obedecer a la verdad de Dios y del pueblo elegido; y el triunfo de esa verdad, como liberación de la muerte y acto de reconocerse en el pueblo de Dios[11].

Finalmente, hay una condición para que el pueblo de Israel tenga toda la autoridad ante Dios para hacerse oír como pueblo: es la unidad de las almas, la oración concordante, la aceptación mutua, más allá de la variedad de vocaciones y de las diferentes urgencias a las que cada uno está sometido[12].

El plan de salvación

Más allá de estas premisas existenciales, hay una certeza misteriosa e irresistible: Dios, en su plan de salvación, opera una selección por la que, de diferentes maneras, todo el peso de la historia recae sobre muy pocas personas, o sobre una sola. En el Nuevo Testamento, pesará sobre el hombre de los dolores, Cristo Jesús, y sobre quienquiera que se asocie a él hasta el fin, en vista de uno u otro aspecto de los asuntos humanos. Esto significa la universalidad del marco geográfico con el que se abre el Libro, y sobre el que luego tiende a concluir; no menos que la verdad de las alusiones históricas, y sobre todo el progresivo descenso del horizonte, hasta que esa vasta responsabilidad, más allá de las fronteras del espacio y del tiempo y de las situaciones reales, se agolpa indivisa sobre un grupo humano cada vez más restringido[13], para cerrarse finalmente en el propósito lúcido y firme de una sola persona, profundamente fiel al Señor.

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Más allá todavía, pero siempre en esta línea teológica, el Libro amplía y explica los textos del Segundo Isaías sobre el Siervo del Señor, hasta convertirse en un presentimiento directo del misterio pascual de Cristo. Por lo general, cuando la iniciativa de Dios toma cuerpo en los acontecimientos humanos, esta no se expresa con signos trascendentes (revelación, milagro), sino que surge enteramente desde abajo, como respuesta silenciosa y esfuerzo humilde de discernimiento, como aceptación de resistencias inesperadas, como prudente puesta a punto de un itinerario que hay que cumplir con paciencia y alegría. En este camino dialéctico, de descenso (kenosis) y ascenso, el plan de Dios exige un cumplimiento extremadamente positivo, hasta el punto de que el testimonio dado a Dios debe pasar el escrutinio del poder enemigo, de modo que en el relato, los dos destinos auténticos y complementarios de Ajior y Judit, deben medirse con la hostilidad del enemigo, sufrir su negatividad dentro de ciertos límites y atravesar el campo enemigo hasta el final[14]. Este es el precio que hay que pagar para que el testimonio – que da cuenta del alcance salvífico de los acontecimientos queridos por Dios – obre a su vez la salvación, y entre ella misma en los hechos de los que se da testimonio[15].

Jerusalén y las periferias sin nombre

Por último, a través del Libro, asistimos una experiencia fundamental sobre el lugar que ocupa Jerusalén para los que se salvan. Y es que la fidelidad al plan de Dios se ejerce materialmente en periferias sin nombre, como las ciudades desconocidas – Betulia, Betomestaim (cfr 4,6) – a las que la autoridad residente en Jerusalén confía la carga de resistir al adversario y salvar la propia Ciudad Santa. De hecho, todo lo que cuenta en la vida de los fieles se hace con vistas a Jerusalén[16], en comunión concreta con la ciudad[17]; sucede realmente en Jerusalén, y termina allí: éste es su lugar de encuentro con lo definitivo[18].

Pero la singular estructura de una narración que alude simultáneamente a todas las situaciones, mayores o menores, de la historia de Israel, multiplicando intencionadamente los arcaísmos y remontándose – más allá de los Jueces, el Éxodo y los Patriarcas – hasta el Libro de los Orígenes, entraña en sí misma una certeza de fe más: una certeza ya implícita en la reflexión de Israel sobre su propia historia, y particularmente apropiada para un texto como éste, que a su manera es un midrash sobre toda la historia de la salvación. El hecho de que a cada coyuntura por la que Israel ha pasado – en fidelidad o infidelidad – desde sus orígenes se aplique intencionadamente una narración idealmente ejemplar, y se insinúe querer coincidir cada vez con la razón subyacente a cada episodio, declara cuál debería y podría haber sido el resultado visible de esa coyuntura histórica, si Israel hubiera escuchado y seguido su propia vocación; pero aún más enuncia cuál fue de hecho el resultado final – aunque menos visible – de ese acontecimiento, después de que Israel hubiera recuperado su sentido en la aflicción y el arrepentimiento. El plan de Dios no se ve socavado por el pecado del hombre, y la elección del pueblo de Dios es irrevocable.

La paradoja del Libro y la desaparición de la tribu de Simeón

Pero tal tesis no está simplemente implícita aquí; no permanece oculta en los pliegues de la marcha, en la elaborada relación que el Libro tiene con la historia bíblica. Se proclama detalladamente a través de ese dato anómalo – se diría absolutamente anómalo – que es la pertenencia de Betulia, y en particular de su primer ciudadano, Ozías, y de Judit y su esposo (cfr 8,1-2), a la desaparecida tribu de Simeón. Mejor aún, se afirma en la oración de Judit mediante la identificación de lo que está a punto de hacer (cf. 9:12-13), y luego hace, con lo que Simeón ha realizado culpablemente en Siquém[19]. Tras la violencia sufrida por su hermana Dina, Simeón y Leví se vengaron de los habitantes de Siquém con un engaño: se aliarían con ellos si se circuncidaban. Pero después de su circuncisión, cuando tenían fiebre alta, los mataron a todos (cfr Gn 34). Por eso Simeón y Leví sufrieron una efectiva maldición de su padre Jacob en su lecho de muerte[20].

Tal vez aquí resida la mayor paradoja del Libro. En ningún otro momento de la historia de Israel parece encajar tan perfectamente la empresa de Judit: la toma, podría decirse, como modelo, aunque sea un antecedente doloroso y humillante. La reinterpretación se dirige no a una recuperación benévola del suceso, sino a la exaltación del gesto y la persona de Simeón: una operación habitual en el judaísmo de la época[21]. El pecado del hombre de Dios, una vez expiado, se convierte en felix culpa por la recuperación que Dios hace de él para la salvación de los suyos. La hazaña de Judit pretende ser una obra maestra de santidad y prudencia inspirada para Israel, que viene a tener aquí su referencia ejemplar: en un acto de violencia cometido en la época patriarcal, cuya condena aniquiló de hecho – no por un gesto arbitrario, sino por la fuerza misteriosa de la Historia – a una de las doce tribus originales, la de Simeón. Sin embargo, cuando subsiste la comunión del pueblo con Dios – la historia de Judit lo demuestra de manera ejemplar – el Señor está con los suyos y los salva: todo llamado de Dios termina por alcanzar, por medios silenciosos y con rostros apropiados, su cumplimiento.

  1. Cfr S. Corradino, Judith. Il libro di una vita, Soveria Mannelli (Cz), Rubbettino, 2002.

  2. Cfr L. Alonso Schökel, «Strutture narrative nel libro di Giuditta», en Id., L ’arte di raccontare la storia. Storiografia e poetica narrativa nella Bibbia, Cinisello Balsamo (Mi) – Roma, San Paolo – Gregorian & Biblical Press, 2013, 151.

  3. El «secreto», en griego, es mysterion, que indica el contenido real de los motivos militares, que espontáneamente se vuelven políticos, pero que en última instancia resultan ser radicalmente religiosos.

  4. El libro representa bien las etapas de un hombre que se convence a sí mismo de que es «dios». En primer lugar, la medida sobrehumana de la empresa de Nabucodonosor (Jdt 1,1-6), luego la soledad al llevarla a cabo (alusión a su absoluta singularidad: 1,7-11), finalmente la deslumbrante victoria, que anula cualquier intención de resistencia (1,13-16). Cfr S. Corradino, Judith…, cit., 68.

  5. Ajior cuenta la historia judía para comprender y custodiar la identidad judía: cfr A. Passaro, «Il libro di Giuditta. Tra finzione storica e teologia della storia», en D. Candido – C. Raspa (edd.), Quasi vitis (Sir 24,23), Catania, Studio Teologico San Paolo, 2012, 261.

  6. Jdt 12,14: cfr F. Dalla Vecchia, Giuditta, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2019, 107.

  7. Cfr D. Scaiola (ed.), Rut, Giuditta, Ester, Padua, Messaggero, 2006, 56.

  8. Cfr B. Schmitz – H. Engel, Judit, Freiburg – Basel – Wien, Herder, 2014, 40.

  9. Cfr D. Scaiola (ed.), Rut, Giuditta, Ester, cit., 55.

  10. Cfr Jdt 1,1-3,10; 5,1-4; 5,22–6,13; 7,1-22; 10,11–13,9; 14,1-4; 14,11–15,6.

  11. Cfr Jdt 5,5-21; 6,14-21; 11,9-11; 14,5-10.

  12. Cfr Jdt 4,1-15; 6,14-21; 7,19–10,10; 13,11–14,10; 15,3–16,25.

  13. Nótese la forma en que se enfoca el objetivo: primero Israel (cfr 4,11-15), luego el pueblo de Betulia (cfr 7,19-22), los ancianos de la ciudad (cfr 7,23-32) y finalmente Judit (cfr 8,1-10).

  14. Cfr Jdt 6,1-13; 10,11–13,17.

  15. Cfr Jdt 13,14-20; 14,7; 15,8; 16,20.

  16. Cfr Jdt 5,19; 8,21; 9,8.13; 10,8; 11,19; 13,4: cfr B. Schmitz – H. Engel, Judit, cit., 355.

  17. Cfr Jdt 4,8-15; 9,1; 15,8-10; 16,18-20.

  18. Cfr Jdt 9,11-14; 13,4; 15,9; 16,18-29.

  19. Jdt 9,2-4: cfr B. Schmitz – H. Engel, Judit, cit., 279 s; F. Dalla Vecchia, Giuditta, cit., 88-91.

  20. Gn 49,5-7; cfr 34,30. El de Leví es también – en este preciso aspecto – un caso estrechamente paralelo (cfr Gn 34,25-31; 49,5-7), que, sin embargo, traza un camino diferente – más visible, pero menos explícito – a través de los materiales de la tradición y su ordenación final.

  21. Cfr Libro dei Giubilei 30,1-6; Testamento di Levi 3-6: el ángel ordena a Leví vengarse de los siquemitas. Cfr S. Corradino, Judith…, cit., 105-107.

Saverio Corradino – Giancarlo Pani
Saverio Corradino fue un sacerdote jesuita nacido en 1920, en Udine. Es el autor de numerosos libros, entre los que destacan: Il pottere nella Bibbia (Pazzini, 2011), Giona. Il profeta tradito da Dio (Pietro Vittorietti, 2016) y La Sapienza (Pietro Vittorietti) en coautoría con Giancarlo Pani. Falleció en 1997, dejando un amplio legado de publicaciones sobre los más diversos ámbitos. Giancarlo Pani es un jesuita italiano. Entre 1979 y 2013 fue profesor de Historia del Cristianismo de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de La Sapienza, Roma. Obtuvo su láurea en 1971 en letras modernas, y luego se especializó en la Hochschule Sankt Georgen di Ffm con una tesis sobre el comentario a la Epístola a los Romanos de Martín Lutero. Entre 2015 y 2020 fue subdirector de La Civiltà Cattolica y ahora es escritor emérito

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