Basta con repasar la prensa y la actualidad para constatar que el virus del populismo se ha propagado desde hace tiempo en este siglo XXI, moviéndose como Pedro por su casa en prácticamente todos los rincones del planeta. Lo vemos causando conflictos, ondeando banderas y minando instituciones. Desestabilizando gobiernos y alentando el conspiracionismo más ridículo. Tanto en grupos de izquierda como de derecha, auspiciado por progresistas, por nacionalistas y por conservadores, bajo causas aparentemente nobles y justas, y en otros casos canalizando hastío, sed de venganza y malestar crónico. Presente en gobiernos, en parlamentos y por supuesto en las redes sociales, se hace grande en las tertulias de televisión, comparte las sobremesas de nuestras casas y encuentra en la sobredosis de información y en el mundo de las emociones su caldo de cultivo perfecto.
Desgraciadamente, este pernicioso fenómeno que polariza y divide, no se reduce sólo a la arena política, sino que puede mutar hacia otras dimensiones de nuestra existencia, incluyendo también nuestra pertenencia a la Iglesia. Aportando soluciones fáciles a problemas difíciles. Su origen no está en el ecosistema que lo nutre, su esencia puede estar en la pobreza del pensamiento que impide a los sujetos y a las comunidades comprender la realidad en toda su complejidad. Utilizando una imagen sencilla, hace que muchas personas y grupos se muevan solo con las luces cortas en medio de la oscuridad de la noche, dando así paso a un inmediatismo tajante y desconcertante cuando en el fondo debería primar una visión lo más profunda, nítida y amplia de la realidad.
Llegados a este punto, donde el problema es generalizado, conviene poner el foco en la propia Iglesia, y plantearnos si este mal está realmente presente entre los propios cristianos. Es decir, hacernos la pregunta de cómo este fenómeno, que remite a nuestra relación con la verdad, influye en la vida, en el funcionamiento y en la pertenencia eclesial. Dicho de otro modo: ¿hay indicios de populismo en el conjunto de la cristianos, o al menos en una parte? ¿Existe un populismo cristiano, al igual que ocurre en la dimensión política? ¿Estamos a salvo de este fenómeno? Al mismo tiempo, no podemos olvidar que concierne a nuestra relación con el conjunto de la comunidad, con la información, con los símbolos – en sus múltiples maneras – y, por supuesto, con las diferentes instituciones en las que nos movemos e interactuamos.
Es cierto que hay una asociación clara entre el nihilismo y el populismo[1] – también con el terrorismo y con el totalitarismo -, desde el momento en el que la verdad, la dignidad de todo ser humano o el amor pasan a ser algo ajustable y sometido a los intereses de un colectivo en particular. Por otro lado, el populismo siempre beneficia a las ideologías y las identidades que se apoyan en emociones, en discursos convincentes y simples y en símbolos por doquier. Aplicándolo a la Iglesia, este no consiste en quitar a Dios de la ecuación, sino en congelarlo en una idea, de manera que se pierde su visión amorosa y vivificante, quedándose reducido a un deísmo lejano o a una imagen deformada, maleable e injusta.
No obstante, con respecto al populismo, conviene recordar la advertencia del papa Francisco en Fratelli tutti (FT), sobre la necesidad de un buen uso del concepto de «pueblo» (cfr FT 158). La propuesta de Bergoglio, basada en la influencia de la teología del pueblo, busca proteger un concepto mítico de pueblo (cfr FT 156), susceptible de ser utilizado en el sentido equivocado. Por otro lado, es imprescindible como sociedad no caer en la trampa de tildar a todo el que piensa diferente de «populista», algo que por desgracia también está muy extendido.
Desde estas premisas, no olvidemos que la respuesta a nuestra pregunta no puede caer en la tentación de decidir quién es y quién no es populista en la Iglesia. O de señalar qué grupos tienen el deshonor – o para algunos honor – de portar este curioso sambenito. No, la pregunta debe ser más audaz y realista y adentrarse en el seno de nuestras actitudes y modos de hacer, donde realmente cristaliza la calidad y la pobreza de nuestro pensamiento. Por tanto, el reto no está en clasificar a los distintos miembros, grupos y carismas de la Iglesia, sino en identificar una serie de elementos que pueden tener puntos en común con el populismo en su versión política y que, como en todo grupo humano, también emergen en nuestro modo de ser parte de la Iglesia.
En cualquier caso, la Iglesia es santa y está formada por pecadores, sencillamente porque está formada por hombres y por mujeres. Por consiguiente, no queda al margen del resto de las dinámicas perniciosas que acechan al mundo. Nadie está a salvo ni libre de pecado, aunque de esto, por desgracia, ya tenemos experiencia. Entonces, ¿cuáles son los síntomas de esta curiosa enfermedad?
Unos pobres sí, otros pobre no
Aunque resulte desconcertante, todos los populismos se preocupan por la pobreza y el sufrimiento de algún colectivo. El problema radica en que su atención se centra solo en un colectivo – en ocasiones, a costa de otros -, el que es utilizado para sostener su respectiva bandera. Por tanto, esta manera de funcionar nos ayuda a comprender una de las claves del populismo: su percepción parcial de la verdad, algo que nos puede ocurrir a todos. Sin embargo, la diferencia está en creer que ahí está la verdad completa, cuando en el fondo solo hay una parte, ignorando todo lo que se escape de ahí. Desde este prisma, es fácil caer en dinámicas que utilizan ciertos colectivos para reafirmar identidades.
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En el caso de la Iglesia, esta dinámica se puede dar en el modo de percibir la moral. En ocasiones, se puede caer en el riesgo de poner el acento solo en la moral social o solo en la moral de la persona. Es decir, desarrollar una necesaria defensa de la vida y olvidar, por otra parte, la propuesta de la Doctrina Social de la Iglesia con respecto a la acogida de refugiados o a la desigualdad social, entre otros ejemplos. En contraste, también se puede poner el acento en la imprescindible justicia social, en la crisis ecológica o en infinitas causas sociales, y olvidar la moral de la persona y la urgencia de la defensa de la vida en todas sus etapas.
Efectivamente, cada carisma y cada generación, como es lógico según su sensibilidad, pondrá el acento en aspectos diferentes, algo que es muy necesario. No obstante, el planteamiento de la Iglesia requiere aspirar a una visión lo más completa posible de los problemas que asolan al mundo y al conjunto de la humanidad, y no utilizar los sufrimientos de unos pocos para hacer bandera. En definitiva, cabe recordar que «todo está conectado»[2]; necesitamos estar atentos a la complejidad de la realidad. La defensa de la dignidad humana es un buen nexo de unión entre la moral social y la moral de la persona. Los intereses partidistas, en cambio, nunca lo son.
La tentación de la literalidad
Otro fenómeno bastante significativo en los populismos, se centra en la comprensión simplista de los procesos y de las interrelaciones. Esta fragilidad en el pensamiento hace que se construyan silogismos erróneos y, por tanto, se olviden la complejidad de las dinámicas, de los respectivos sistemas, del resto de las vidas y del mundo en general. En consecuencia, se puede caer en soluciones que parecen muy fáciles en el mundo de las ideas pero que resultan completamente inverosímiles, o se vuelven catastróficas cuando aterrizan en la realidad. Este problema es recurrente en muchos aspectos de la vida, por eso es imprescindible la buena gestión de la información y afinar un pensamiento crítico que ayude a reconocer la verdad en sus niveles más profundos.
En el caso de la Iglesia, este fenómeno derivado de la pobre comprensión de la información se traduce en una lectura literal de numerosas citas, normas y pasajes de la Escritura y del Magisterio, algo sobre lo que Dei Verbum[3] ya se pronunció hace varias décadas. Igualmente ocurre con la asimilación de eslóganes vistosos. Una apuesta por la superficialidad que no es capaz de llegar a la esencia de la información y a toda su riqueza. Como ocurre en otras tantas dimensiones de la vida, una frase sacada de contexto puede significar justamente lo contrario. Por tanto, es necesario ir al espíritu de la letra y descubrir qué quería decir el autor detrás de cada escrito y de cada ley.
En esta línea, se hace necesario desarrollar un pensamiento profundo y un estudio crítico, que no se limite a sobrevolar los titulares y sepa ir mucho más allá de las simples palabras, y pueda conectar con toda la sabiduría acumulada en la Tradición y en el Magisterio de la Iglesia. De lo contrario, es relativamente fácil utilizar la palabra de Dios en beneficio propio, y por tanto utilizar el nombre de Dios en vano (cfr Ex 20,7).
La confusión del tiempo
Una de las consecuencias derivadas del nihilismo, es la negación de la idea de Dios y del pensamiento consecuente. Por tanto, no es extraño que se pierda esta perspectiva anclada en la resurrección y, así, cambie el modo de relacionarnos con el tiempo, tanto con el presente, como con el pasado y el futuro. Por este mismo problema temporal, mucha gente se centra solo en vivir el ahora, y aunque no lo parezca, esto tiene sus consecuencias claras, pues negar una escatología puede desembocar en utopías que nunca se cumplirán, en la absolutización del ya, en un voluntarismo radical o en una regresión constante hacia el pasado. De esta manera, es habitual escuchar discursos políticos populistas sobre realidades idealizadas – que son tan imposibles como las propias utopías –, pues no se puede regresar al pasado.
En el caso de la Iglesia, este fenómeno se puede dar en aspectos más identitarios, donde la idea de un Dios vivo suele ser comprendida como un mero concepto estático. Esta dificultad para comprender los tiempos, puede hacer que nos centremos en algunas partes de la historia que responden más y mejor a nuestra imagen de Dios. Por eso, no es complicado identificarnos especialmente con momentos de la historia donde las cosas iban aparentemente mejor y, sin quererlo, intentar repetirlos en nuestra realidad concreta.
Esta actitud tiene una consecuencia clara: traiciona al Espíritu Santo que trae la novedad, que nos recuerda que el futuro es bueno porque sencillamente viene de Dios. Al mismo tiempo, nos impide tener una mirada justa sobre el pasado, pues está llamado a ser escuela agradecida donde buscar inspiración y alguna que otra respuesta, pero su función nunca es la de repetirse. Y, por supuesto, nos impide disfrutar de un presente donde, por mucho que no nos guste y nos descoloque, sigue estando habitado por Dios. Es necesario comprender la vida como un proceso. Por eso es importante saber distinguir los tiempos y separar la inspiración de la ensoñación. De lo contrario acabaremos constriñendo la realidad en un tiempo que ya no le corresponde, pues la auténtica fe abre siempre una puerta a la esperanza. Al fin y al cabo, la nostalgia es hermana de la desolación, y decidir desde ahí solo puede traer más de una equivocación.
El neomesianismo eclesial
Si repasamos la inmensa mayoría de los populismos existentes en la arena política en estas últimas décadas, en muchos de ellos podemos detectar ciertos personajes carismáticos, con tanta personalidad que en ocasiones son capaces de dar nombre a sus respectivos movimientos. Y en cuanto pierden el poder, suelen dar paso a un escenario de caos y a luchas fratricidas entre sus seguidores más próximos, así como a un sentimiento de orfandad y desorientación entre sus acérrimos admiradores. Este fenómeno mesiánico, hace que la esencia de estos movimientos radique en la personalidad carismática de sus líderes, capaces no solo de dividir la comunidad, sino de canalizar las emociones de un pueblo molesto y sediento de soluciones y respuestas contundentes.
También en el caso de la Iglesia, estas dinámicas populistas pueden surgir a partir de líderes carismáticos, que formaban parte de la tradición de un lugar y que, de repente, anteponen su proyecto a su pertenencia comunitaria. Es la posición del personaje que levanta admiradores y que lidera nuevas corrientes, pero que lo hace a base de crear división constante, suscitar emociones y eslóganes, y fortalecer su papel preponderante por encima de todo. Personas de este tipo creen, sencillamente, que son ellos, y sus respectivos movimientos, los que van a redimir a la Iglesia, o a su respectiva comunidad, orden o parroquia. Es la esencia del populismo, apropiarse de la voluntad de un pueblo que no les pertenece.
No obstante, no podríamos entender la historia de la Iglesia sin líderes carismáticos, perseguidos en muchos casos y maltratados por la propia institución. El propio Jesús fue un gran líder y estuvo perseguido y condenado por ello, pero no puede comprenderse a su persona sin su proyecto de Reino de Dios. Sin embargo, la gran diferencia radica en qué se pone primero, ¿el proyecto o el carisma de la persona? ¿Qué se pretende transparentar? En nuestro santoral y en la propia historia, encontramos numerosos personajes que fueron referentes en sus tiempos, y que supieron reformar la Iglesia desde dentro, pero no antepusieron su ego a la institución. Se movieron en la frontera, pero sin sobrepasarla.
El diablo encarnado
De la misma manera que el populismo hace emerger sus mesías particulares, también desarrolla sus propios chivos expiatorios. Grupos o colectivos que reciben su odio más visceral. Se convierten en el foco del problema y la única solución pasa por acabar con ellos, como durante algunos momentos de la historia lo fueron dolorosamente los judíos, entre otros. El nihilismo propio del populismo hace que se soslaye que el origen del mal está en el corazón del ser humano, incluso infravalorando la propia ciencia. Necesitan dar una respuesta y para ellos el mal se encarna en ciertos grupos (algo ontológicamente imposible). Sus chivos expiatorios se convierten en la causa de casi todos los problemas. A menudo, canalizan su odio contra grupos particulares a los que atribuyen un poder desorbitado e irreal, pues no hay nada que produzca más unión que tener un enemigo común.
Sibilinamente, esta forma simplona de comprender el origen del mal llega a colarse dentro de la Iglesia, y de las respectivas comunidades. Sin querer, se puede caer en una conducta conspiracionista, donde se cargan las tintas contra otros grupos y colectivos, dentro y fuera de la Iglesia, y se hace de la sana diferencia no solo un obstáculo insalvable, sino un motivo más para el odio y para la desconfianza más injusta. Algo que, también poco a poco, tiende a desembocar en cierto monolitismo y en la uniformidad de los distintos grupos. O también a través de teorías que se escapan de la realidad y de un juicio razonable, y hacen que muchos prefieran depositar su confianza en razonamientos imposibles antes que asumir la complejidad de la realidad eclesial en su conjunto.
En un mundo que entiende más de emociones que de razones, es fácil que el odio visceral tenga más fuerza que el razonamiento pausado y moderado. Por eso es urgente saber contrastar la información de forma correcta y avanzar más allá del simple eslogan, más propio de la publicidad que del humanismo que nos inspira. Al mismo tiempo, debemos asumir que tanto en la Iglesia como en cualquier grupo humano, la diversidad de carismas es una necesidad y que renunciar a ello solo puede traer desconfianza, ruptura y desunión.
Los auténticos «pata negra»
Cada grupo populista tiende a pensar que su facción responde a la esencia de un pueblo dentro de un cierto colectivo más amplio, por eso en los nacionalismos encajan tan bien. De alguna forma ellos consideran que encarnan los valores propios de un pueblo, por eso se pone tanto el acento en constructos socioculturales, como lo pueden ser la etnia, la clase social o la lengua. Esta obsesión por clasificar, hace que poco a poco se divida la sociedad en buenos y malos, los nuestros y los otros. El escalón posterior sería la división de la sociedad bajo un maniqueísmo que solo divide y que puede conllevar consecuencias nefastas si no se frena a tiempo.
En lo que respecta a la Iglesia, esta actitud ha existido siempre, desde las divisiones de los primeros cristianos entre los que se alineaban con Pablo y los que se cuadraban con Apolo (cfr 1 Cor 1,12). En tiempos de Jesús, ese rol lo ocupaban los fariseos, cuando se consideraban mejores judíos por el respeto fiel y puro a las leyes, obviando el significado profundo de la tradición. Y, actualmente, esto también ocurre, cuando se generan grupos que se consideran a sí mismos los auténticos y que batallan por conservar un carisma y un espíritu en continua oposición a otros.
Esta actitud responde a un peculiar modo de aceptar la verdad. Los populismos – y nadie está libre de caer en ellos – tienden a apoderarse de una verdad parcial para ponerla a su servicio, y por eso muchos políticos de este cariz buscan apropiarse de los medios de comunicación, de las redes sociales y hasta de la historia. Manipulan y se adueñan de la verdad, y encuentran en esta época de la posverdad el escenario perfecto, pues las emociones son más viscerales que la razón. Sin embargo, el modo correcto de relacionarse con la verdad es defendiéndola, jamás apropiándose de ella, porque en el segundo caso solo conllevaría mentiras, polarización y un maniqueísmo sectario y desenfrenado. Asimismo, no podemos olvidar que es propio del mal espíritu dividir, separar y enemistar, entreteniéndonos en cuestiones menores mientras nos olvidamos que lo nuestro es transmitir la Buena Noticia de Jesús a todo el mundo.
La crisis de las instituciones
El populismo tiene en el punto de mira a las instituciones (cfr Fratelli tutti, n. 159), pues uno de sus objetivos principales es poner en duda el establishment en aras de imponer un sistema distinto, ajustado a sus ansias de poder. La opción del populismo no pasa por vincular personas, pretende la agregación de individuos para consolidar una fuerza bruta sometida al interés de unos pocos. A veces, los ataques se hacen desde fuera, con guiños a estructuras violentas como el terrorismo, y otras, desde dentro, pues normalmente pueden ser más efectivos. Exigen cambiar leyes a golpe de referéndum o decretan normas que revolucionan el sistema, saltándose así procesos y mecanismos naturales, que, entre otras cosas, apaciguan los ánimos y las euforias. Son capaces de romper tratados internacionales y alianzas que buscan mantener la unidad, o de separar los distintos poderes desquebrajando así el sistema. En definitiva, su modus operandi no es otro que lacerar la autoridad, disolviendo todo lo que ha permitido conservar los vínculos en el paso del tiempo.
En el caso de la Iglesia, esto se ha dado y se sigue dando bastante a menudo. La crítica inmisericorde a las estructuras eclesiales, a la jerarquía, al Concilio Vaticano II o, incluso, al pontífice de turno, da cuenta de un modo de comprender la realidad que no busca la unión de ánimos y la propia comunión afectiva y efectiva. Asimismo, en algunos casos, este modo de erosionar las instituciones proviene de una crítica mordaz – directa e indirecta – y de una violencia verbal que encuentra actualmente en las redes sociales el sustrato perfecto.
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Las instituciones, por imperfectas que puedan ser, sirven para vincular realidades, tiempos y personas. Son algo propio de la tradición católica. Quizás nos ayude aprender a descubrir la acción del Espíritu Santo en sus estructuras, reconocer que pueden llegar y ayudar a mucha gente y que ahí hay un trabajo escondido y una gran sabiduría acumulada. Y aunque ninguna se ajuste perfectamente a nuestros deseos e ideales, siguen siendo mediaciones necesarias. En cualquier caso, el camino siempre ha de ser la crítica constructiva desde el interior y nunca la crítica destructiva, ya venga desde el interior o desde el exterior de las respectivas estructuras. Y si no, basta tan solo con imaginar un mundo donde no haya instituciones ni estructuras, que es lo más parecido al caos.
La fuerza de las banderas
Tanto populismos como totalitarismos saben del poder de los símbolos. Al fin y al cabo, son elementos colectivos que unen realidades y poseen un alto significado, despertando así las emociones y los sentimientos más profundos de pueblos y personas. Por eso, cuando estos fenómenos populistas toman la palabra en una sociedad, en seguida ocupan el espacio público con símbolos muy potentes y, en algunos casos, estridentes, obligando al resto de la sociedad a posicionarse e incitando así a las mayorías silenciosas para que se tornen en colectivos ruidosos e indignados. Sin olvidar que, poco a poco, esta colonización de lo público hace que estos símbolos adquieran otros significados capaces de despertar infinitas pasiones, tanto a favor como en contra. El desprecio por la verdad y por la razón obliga a los sujetos a abrazar otras realidades más palpables, y los símbolos son la respuesta perfecta a esta necesidad.
No podemos olvidar que en el caso de la Iglesia, el poder de lo simbólico tiene un gran valor, pues la simbología de la liturgia y de las mediaciones ayuda a remitir al misterio, tan inefable como invisible. No obstante, en estos casos, los símbolos poco o nada tienen que ver con la trascendencia, más bien se convierten en elementos secundarios que apuntan a una realidad de grupo demasiado identitaria. El problema surge cuando estas identidades se convierten en un aspecto sobredimensionado y se vuelven carcasas en cuyo interior poco queda de lo importante, y desembocan con el tiempo en facciones o insanos partidismos. Una sobredosis de símbolos nunca suele ayudar, pues la forma no puede ocupar jamás el espacio del fondo.
El propio Jesús era muy crítico con la sobreabundancia de ritos vaciados de significado, pues apartaban a las personas del auténtico espíritu de la ley, que no es otro que el amor a Dios y al prójimo. Esto no significa para nada que no sean importantes, y más en un tiempo como el actual, donde las identidades cuentan mucho, pues no se debe olvidar su sentido auténtico. Las medicaciones se deben cuidar, no manipular. La ambigüedad de símbolos – y, en consecuencia, de los conceptos – supone una gran fuente de errores y de confusiones constantes, llevando a las personas a intercambiar lo principal por lo secundario, a mezclar la razón con la emoción de los masas y a una polarización constante.
¿Es algo nuevo?
El populismo en sus diversas formas tiene que ver con nuestra forma de acercarnos a la verdad y a la idea de Dios. ¿Acaso el proceso de Jesús no fue condicionado por un masa manipulada por unos pocos? ¿No fue imputado con testimonios falsos al servicio de los poderosos, a quienes importaba poco la verdad? ¿No se dividían los primeros cristianos, como hemos comentado, entre Pablo y Apolo? ¿No criticaba el propio Jesús una forma de entender la religión cuyos ritos quedaban vacíos? ¿No se consideraban los fariseos y saduceos los auténticos judíos? ¿No tenían problemas algunos judíos a la hora de comprender el espíritu de la ley y se quedaban en la simple literalidad? Por tanto, podemos decir que realidades de este tipo sí las ha habido, sí las hay y sí las puede seguir habiendo, como en todo grupo humano en el que hay personas, ideas e instituciones. Por desgracia, podemos afirmar que el populismo sí está presente entre los cristianos y que se lo puede observar, con mayor o menor intensidad, en las actitudes y los comportamientos de ciertas personas y de grupos.
No se trata de un conflicto entre extrema derecha y extrema izquierda – aunque muchas veces se solapa con el plano político –, ni del extenuante combate entre «progresistas» y «tradicionalistas», sino de un problema de pensamiento. La lucha contra el populismo, tanto en la Iglesia como en el plano político, exige una madurez intelectual en la sociedad y en el Pueblo de Dios que implica una constante reflexión, en la que no se puede dar por supuesta ninguna respuesta. Asimismo, conlleva asumir la verdad en toda su complejidad – o, al menos, aspirar a ella – y no conformarse solo con una parte. Por otro lado, como hemos dicho, estamos llamados a defender la verdad, pero nunca a apropiarnos de ella. Efectivamente, esto exige un esfuerzo constante y una disposición a discernir con mucha finura los signos de los tiempos a la luz de la fe y de la razón.
Paralelamente, podemos ver cómo la fe en Dios – basada en el amor reflejado en el Evangelio, y no manipulada – se convierte en un eje fundamental del pensamiento. Si esto no se tiene en cuenta, o se niega, o se desvirtúa, puede tener consecuencias nefastas para el modo de comprender a las personas y las relaciones políticas e institucionales, imprescindibles, a su vez, para vivir en sociedad y soñarnos como humanidad. La fe en Dios no es un agregado ni un complemento más, es un elemento nuclear para el pensamiento y, en consecuencia, imprescindible para la convivencia y el desarrollo de los pueblos y de las diferentes culturas.
Por último, debemos reconocer con humildad que todos nosotros podemos caer alguna vez en uno de los indicadores anteriores. Y tampoco podemos permitirnos señalar y distinguir con dedo acusador quién es y quién no es populista. El riesgo de mundanizarnos en actitudes y pensamientos es una tentación con la que convivimos todos los cristianos. Se trata, más bien, de plantearse qué hacemos por cultivar nuestro pensamiento, y de detectar, al mismo tiempo, las actitudes y comportamientos que nos alejan del bien y de la verdad, de la reconciliación y de la defensa de la dignidad humana, de la belleza y, por supuesto, del amor. Solo así podremos defendernos de este virus que también amenaza a la Iglesia.
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A. Lobo Arranz, «Populismo y terrorismo. Los herederos bastardos del nihilismo”, en La Civiltà Cattolica, 25 de junio de 2021, https://www.laciviltacattolica.es/2021/06/25/populismo-y-terrorismo/ ↑
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Francisco, Laudato si’, n. 91. ↑
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Cfr Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum, n. 12. ↑
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