Biblia

Grito y Encuentro

El libro de Job como camino de transformación

Sueños de Job malvados, William Blake (1805)

Cinco pasos para transformar el camino hacia Dios

Fruto de su batalla interior, Job se pregunta si tiene sentido seguir viviendo sumergido en medio de tanto sufrimiento y desazón. La desintegración personal que está experimentando va acompañada de una desgarro primordial, que se hace fuerte en él: «muera el día que nací» (Jb 3,3), afirma con dureza; o «¿por qué al salir del vientre no morí o perecí al salir de las entraña?» (3,11), se interroga con evidente amargura. Job se cuestiona el mismo hecho de su existencia, lo que al final constituye una pregunta retórica que quien sufre lanza a Dios. Pero más aún, a lo largo de los cuarenta y dos capítulos del libro, Job se enfada con Dios, disputa con él, lo ataca. Y también calla, escucha, se deja tocar por su palabra, permite que Yahvé lo corrija. Es decir, recorre –sin ahorrarse las dificultades que conlleva transitar empapado por la niebla del dolor– un camino personal que le conduce a transformar la relación de confianza perdida con Dios. Por eso, en este libro encontramos la experiencia de quien atestigua que el sufrimiento no se convierte de forma inevitable en un puente dinamitado que corta y hace imposible el viaje hacia Dios.

Hoy seguimos siendo testigos, bien lo sabemos, de tantos gritos que los seres humanos continúan dirigiendo a Dios en medio de su propio dolor[1]. Por eso, respetando la complejidad existente en el libro de Job, queremos proponer algunos pasos útiles para el ministerio pastoral –y accessibles para no especialistas– que ayuden a reconfigurar aquellas relaciones con lo divino que han podido verse heridas por el dolor. Porque, con los ojos de la fe, creemos que el nuestro es un Dios que no abandona al ser humano, sino que le responde cuando lo llama y lo escucha en su tribulación. Estas sencillas pistas, como digo, trazan un posible camino de encuentro con Dios dentro de las circunstancias concretas que muchos hombres y mujeres están pudiendo vivir en su experiencia espiritual de relación con el Señor.

No son pasos que se anden de modo únicamente lineal, sino que a veces será necesario dar algún rodeo o caminar a distintos ritmos al mismo tiempo. Pero quizás sí ayuden a reorientar la marcha y a entender que mucho de lo que el sufrimiento genera por dentro «es normal» y no tiene por qué alejar irremediablemente de Dios. Emprendemos, pues, este camino de la mano del autor del libro que, al hacer de Job un personaje no israelita –«había en la tierra de Hus un hombre llamado Job» (1,1), se dice al comienzo– nos permite tomar algunos riesgos teológicos con mayor libertad para explorar el sufrimiento en toda su crudeza. Y es que, cerca de la blasfemia, «Job hace demasiadas afirmaciones atrevidas y no ciertamente muy ortodoxas, detrás de las que probablemente subyacen importantes preguntas teológicas»[2].

Primer paso: aceptar que hay angustia

Tal es la angustia de Job que no sólo maldice el día de su nacimiento –«Job abrió por fin la boca y maldijo su día» (3,1)–, sino que extiende su sufrimiento y lo lleva a una dimensión cósmica: «conviértase ese día en tinieblas, que Dios desde lo alto se desentienda de él, no brille la luz sobre él» (3,4), o «vélense las estrellas de su aurora, espere la luz y que esta no llegue, no vea el parpadeo del alba» (3,9). Con esto no sólo describe la quiebra de su propio sentido, sino la posibilidad misma de que exista sentido alguno en el cosmos como un todo. Este dolor alcanza una magnitud tal que supera la existencia concreta, pues «Job vive su sufrimiento como un abandono por parte de Dios»[3].

Al igual que ocurre tantas veces en el ministerio pastoral, el texto también presenta el sufrimiento de Job, especialmente en el capítulo 6, como sumamente pesado e indescriptible: «si pudiera pesarse mi amargura junto con mi desgracia en la balanza, le ganarían a la arena del mar, por eso mis palabras desatinan» (6,2-3). Nuestro protagonista vive con gran angustia la situación que le acecha. Y no porque tenga conciencia de haber sido negligente o porque crea que haya hecho alguna cosa mal.

Justamente por eso los discursos de sus amigos, junto con el aparente silencio de Dios, enfadan y dejan inicialmente al bueno de Job sumido en un atolladero. Porque para aquellos las respuestas – y el conocimiento – desde el que entender y afrontar esta situación de sufrimiento han de buscarse en la tradición de los mayores. Sin embargo, para Job, la experiencia concreta que está viviendo para nada encaja en el marco que ofrece dicha tradición. Elifaz, Bildad y Sofar parecen no conectar con el sufrimiento de su amigo. A lo largo de veintidós capítulos (del 4 al 25) condicionan casi por completo la salvación al reconocimiento de un supuesto pecado. Y algo muy parecido ocurre con la frustrada intervención de Elihú en sus cuatro discursos (capítulos 32-37). Como indica Gustavo Gutiérrez: «Job tiene también esa referencia teórica, pero su experiencia y su fe en Dios terminan por hacer trizas dicha teología. La conciencia de su integridad no se compagina con ella. Job empieza a vislumbrar un camino, un método, para hablar de Dios»[4]

Sin embargo, aunque a Job inicilamente le cuesta exteriorizarlo, a partir de un momento determinado parece estar ya preparado y es capaz de reconocer su angustia y su desintegración personal: «por eso no frenaré mi lengua, hablará mi espíritu angustiado, me quejaré repleto de amargura» (7,11). ¿Cuánta gente estará ahora experimentando en silencio el bloqueo, el miedo, la angustia o la soledad? ¿Cuántos se encontrarán llorando a escondidas, anegados por una indecible mezcla de impotencia, tristeza y desolación? ¿Cuántos de ellos son conocidos para nosotros? ¿Cuántos de ellos ni siquiera somos capaces de imaginar? ¿Cuántos –como Job– claman dramáticamente por poner fin a su angustia y, finalmente, poder descansar? «Ahora descansaría tranquilo, ahora dormiría descansado» (3,13), anhela Job. O «carezco de paz y de sosiego, intranquilo por temor a un sobresalto» (3,26), reconoce al fin.

Segundo paso: permitirse el enfado

«Si algo podría hacer pensar que [la reacción de Job] se trataba de una simple resignación, el proceso que sigue Job hará ver que no es así. El encuentro pleno de Job con su Dios pasa por la queja, la perplejidad y la confrontación»[5]. Desde la primera intervención de Elifaz (capítulos 4-5), Job empieza ya a quejarse de que las respuestas de sus tres amigos no resultan de ayuda alguna, pues no lo están escuchando a él: «mis hermanos me traicionan como un torrente, como una rambla cuando cesa la avenida» (6,15). Así, al final del primer ciclo de diálogos (capítulos 12-14) su enfado con ellos es patente, debido a la falsa sabiduría que para él manifiestan.

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Y, aunque en principio la entrada de Elihú en escena parecía prometedora, algo similar ocurre con él. La relación entre los dos se vuelve tensa, como se nos narra al comienzo del capítulo 32: «Elihú, hijo de Baraquel, del clan de Ram, natural de Buz, se indignó contra Job, porque pretendía justificarse frente a Dios» (32,2). En este sentido, dice Gustavo Gutiérrez: «Elihú adopta un tono personal y se dirige desafiante a Job llamándolo varias veces por su nombre. Lo hace no sin cierta arrogancia, muy seguro de sus ideas. No tiene en cuenta la situación de Job ni sus sufrimientos; no hace suya tampoco su dura experiencia, ni sus angustiosos interrogantes; la preocupación de Elihú recorre otro camino y tiene otra motivación: defender lo que él considera la doctrina correcta»[6].

Job se queja de sus amigos. También maldice no solo el día de su nacimiento, sino el cosmos entero. Y, además –a diferencia de lo que ocurre en el capítulo 3–, comienza a atacar con crudeza directamente a Dios, a disputar con él, a interrogarle, a culpabilizarle por lo que cree que le está haciendo pasar: «siento asco de mi existencia, daré rienda suelta a mis quejas, hablaré repleto de amargura» (10,1). No ha habido nada en los discursos de sus tres compañeros que le hiciera cambiar su punto de vista. Para Job, Dios es el autor de su sufrimiento: «¿Quién no sabe entre todos ellos que la mano del Señor lo ha hecho todo?» (12,9). Job sufre no porque Dios haya desaparecido, sino porque está encima de él forzando la injusticia: «¿Disfrutas viéndome oprimido, rechazando la obra de tus manos, mientras apruebas los planes del malvado?» (10,3). Por tanto, para Job Dios no es el juez justo, el consolador de los afligidos; es, en cambio, alguien que ataca, que «priva de su talento a los jefes y los extravía por desiertos sin caminos» (12,24). En resumen, que hace uso de su fuerza y su poder de destrucción contra el ser humano: «no me tengas por culpable; dime, en cambio, por qué eres mi adversario» (10,2).

En medio de esta situación, nuestro protagonista no tiene reparo en gritar toda su rabia, todo su enfado. Porque de algún modo parece esperar que Dios se haga presente y le explique qué sentido hay en todo este sufrimiento. Pero Dios calla y él parece quedarse solo con un dolor que le encarcela dentro de sí. Sin embargo, la blasfemia de Job no es aquí un impedimiento para la búsqueda del rostro de Yahvé, sino el hilo que mantiene su relación con lo divino y que más adelante le permitirá dirigirse de manera nueva y transformada a Dios. Así, cuando el dolor irrumpe no nos está prohibido el enojo con Dios. Porque el enfado –que supone siempre el reconocimiento previo de una relación– puede convertirse en el catalizador que ponga en marcha un encuentro genuino con el rostro del Señor. Y es que «en la Biblia la queja no excluye la esperanza. Es más, van juntas»[7]. De hecho, «el Señor bendijo a Job al final de su vida más aún que al principio» (42,12).

Tercer paso: hacer espacio al silencio

La línea temporal de la vida de Job se colapsa en el momento presente, cuando su sufrimiento se ha convertido en presencia que lo invade y lo inunda todo. Por eso la aproximación de Elifaz, aunque bienintencionada, a Job le hace daño. Su primer amigo le conmina a reflexionar acerca de su identidad más allá de la crisis actual: le anima a mirar a un pasado de fortaleza y prosperidad (capítulo 4) capaz de otorgar un sentido a la situación presente (capítulo 5) y recurre con confianza a un futuro en el que Job no sufrirá como ahora (capítulo 6). Como señala Carol Newsom: «El programa terapéutico de los amigos, especialmente tal como lo articula Elifaz en el capítulo 5, intenta sanar el desorden haciendo que la víctima participe en ejercicios espirituales que la reorienten hacia la confianza básica en la naturaleza de su existencia»[8].

Así, su fallo –al igual que el de Bildad y el de Sofar– es que no da el tiempo necesario a la sanación. Y, además ninguno de los tres parece entender el tremendo sufrimiento presente de Job, sino que lo aumentan, pues sus respuestas no se centran en lo que él está sufriendo, sino en responder a sus blasfemias. Por ejemplo, por dos veces dice Sofar: «He oído una reflexión difamante y mi inteligencia me impulsa a responder» (20,3) o «¿Quedará sin respuesta tanta palabrería?, ¿daremos la razón a un charlatán?, ¿hará callar a otros tu locuacidad?, ¿te burlarás sin que nadie te contradiga?» (11,2-3).

Pero al final, a pesar de su angustia, ni Job se encona ni Dios le culpa –aunque en varios momentos le corrija– por su irritación. Parece que sigue vivo un deseo auténtico de establecer una nueva relación con el Señor. Por eso en los capítulos 38-41 es el propio Job quien se da por vencido y calla al caer en la cuenta de que precisamente su sufrimiento –no su pecado ni su error– ha hecho que se le escape algo importante: le ha impedido abrirse a las anheladas palabras del Dios que habla al ser humano de forma especial en su dolor. Es por eso que, en nuestro ministerio pastoral, se vuelve imprescindible ayudar a hacer silencio en medio de tantos ruidos –de dentro y de fuera– a quienes se ven sumergidos en el dolor para que Dios pueda hablar. Elihú ya lo había insinuado en su primer discurso, aunque con intenciones diversas: «escucha, Job, mis palabras; presta oído a mi discurso» (33,1). En nuestra aproximación pastoral a quien sufre es necesario el silencio para descubrir quién es Dios y quiénes somos efectivamente cada uno de nosotros: qué nos mueve y qué tememos; qué nos impulsa y qué es lo que paraliza nuestra motivación; qué nos da sentido y cómo nos ataca la ansiedad; qué nos ilusiona y cuáles son las cosas que nos hacen sufrir.

Cuarto paso: dejarse descentrar

El libro de Job constata entonces que Dios puede llegar hasta el creyente también en la dificultad y la desolación. Pero, ¿de qué modo ayudar a que este se disponga para acoger su revelación? Ignacio de Loyola plantea, en la «meditación de los pecados» de sus Ejercicios Espirituales (EE 58), una clave que armoniza de manera espontánea con el texto de Job. Resulta que ambos invitan, en un primer momento, a volver la vista sobre uno mismo para mirar quién somos cada uno de nosotros. Esto es lo que hace Job en los capítulos 29-31: él –y su propio mundo– se coloca en el centro y hace que todos los demás –sus vecinos, los pobres– se tengan que situar a su alrededor, escuchando el «testimonio con el que intentó rehabilitarse a los ojos de sus compañeros y de la comunidad en general, una comunidad que ya ha sacado conclusiones provisionales sobre él a partir de su propia interpretación de su terrible destino»[9].

Pero ni la propuesta de Ignacio de Loyola ni el discurso divino del libro de Job (capítulos 38-42), forzado por él en el capítulo 33, ensimisman al sujeto ni lo confinan en sus propias circunstancias, sus condicionamientos o su situación. De hecho, en dichos capítulos:

«Job ha captado el sentido del discurso divino. En lugar de seguir imponiendo a Dios su propio y estrecho concepto humano de la justicia, Job mira ahora el mundo y su propia vida desde la perspectiva de Dios. Ha comprendido que la justicia divina no puede medirse con los estrechos criterios de la justicia humana»[10].

De este modo: «Por estar tan enfrascado en sí mismo, tan metido en su propia vida, Job no había comprendido ni cómo funciona la creación ni quién y cómo es la criatura por antonomasia: el ser humano. En Job 38-42, gracias a la iniciativa de Dios, que lo toma de la mano para emprender un viaje decisivo, Job encuentra el lugar que ocupa en el mundo (ser criatura y no creador), renunciando a sus pretensiones ilusorias de conocer toda la creación (propias del creador), lo cual le ayuda a reconciliarse también con su propio sufrimiento»[11].

Es decir, el creyente descubre su identidad profunda al considerar quién es Dios. Esto es, al descentrarse de sí mismo, levantar los ojos hacia el cosmos y hacia Yahvé. Tal es el modo de recuperar la relación con Dios. Y este es, por tanto, el consuelo divino que propone el libro de Job: que Dios se manifiesta como el Señor de una creación en la que también se encuentra presente el mal. Un Dios lleno de sabiduría, omnipotencia, justicia y, sobre todo, bondad. Ello implica que: «El Dios a quien con tanto ahínco había buscado no es el Dios que lo persigue y controla, el que le dispara flechas, el que le juzga de manera arbitraria y cruel, el que se lo lleva por delante con un poder arrasador, sino el Dios creador, el Dios bueno»[12]. O, en otras palabras que: «Yahvé responde a Job, aunque de manera indirecta: lo saca de su ensimismamiento, de lo más profundo de su yo torturado, y le proporciona una perspectiva más amplia, cósmica y creacional, desde la que pueda sopesar su caso personal más objetivamente»[13].

En definitiva, la voz de Dios –dentro de la polifonía presente en el libro de Job– conduce al descentramiento tanto de la sabiduría tradicional como respecto de uno mismo. Job estaba tan centrado en sí mismo y en su reivindicación que llega a condenar a Dios. Por eso Yahvé le confronta con la insuficiencia de su imagen divina y le lanza a expandir su teología para que esta no reduzca el misterio de Dios. Ni Job ni ninguno de nosotros –ni tampoco nuestras propias motivaciones– somos el centro de la creación. Por lo tanto, abriéndose a este encuentro con lo divino –que es una relación de cuidado y amor– puede el ser humano sufriente pronunciar una exclamación de agradecimiento por el consuelo experimentado de parte de su creador, pues: «De la misma manera que el reconocimiento de la estructura trágica de la existencia señala los límites de la autosuficiencia humana, a la inversa señala la preciosidad del ser, pero esta vez a modo de don»[14].

Quinto paso: colaborar en la tarea de sanación

Por último, el camino espiritual que posibilita la transformación de la relación de Job con Dios le lleva a interceder por sus amigos ante el Señor: «Mi siervo Job intercederá por vosotros» (42,8). Job no se guarda para sí el consuelo recibido, sino que ahora, gracias al descentramiento en el que le introduce Dios, es capaz de transmitirlo y de trabajar por la reconciliación. Como señala Enrique Sanz: «Esta es también la gran verdad de Job, del mismo y del nuevo Job, el que intercede por sus enemigos (Bildad, Sofar, Elifaz) y reza por los que le persiguen (cfr Mt 5,44; Lc 6,28), el que es reintegrado socialmente y genera vida, a pesar de estar enfermo, el que actúa con gratuidad, como el propio Dios, haciendo herederas a sus hijas e hijos (inédito en Israel, donde las hijas no heredan cuando viven todavía los hijos), el que recibe también con gratuidad lo que no había pedido (hijos, riqueza, larga vida). Todo ello lo cuenta con brevedad Job 42,7-17, el epílogo del libro de Job»[15].

Porque, aunque Dios ofrece más preguntas que respuestas, la intervención divina desmonta las defensas y las barreras que se había construído Dios. Como dice acertadamente Víctor Morla: «Una divina empalizada de bendiciones y prosperidad protegía a Job. Si la empalizada era muy alta, difícilmente podría nuestro héroe contemplar otro tipo de realidad que seguramente abundaba al otro lado: pobreza, desgracias, muerte; el mal, en definitiva. Pero, de un satánico (¡y divino!) manotazo, esa empalizada de seguridad y autocomplacencia se viene dramáticamente abajo: Job se ve arrastrado sin misericordia a la más cruel intemperie física y psicológica»[16].

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En este gran paso dado por Job «no se trataba de negar el sufrimiento personal sino de abrirse a la aflicción de los otros, comprometiéndose para eliminarla»[17]. Pastoralmente encontramos aquí una llamada al cuidado y al consuelo de quienes viven necesitados de encuentro y relación. Una llamada, en definitiva, a la justia: «La intuición del poeta sigue vigente para nosotros: la gratuidad del amor de Dios es el marco en que se inscribe la exigencia de practicar la justicia (…). La exigencia de obrar la justicia como una manera de reconocer y hablar de Dios»[18].

Más allá del grito: transformar la relación con Dios

Aunque Job llegue a blasfemar, su relación con Dios –justamente por eso– nunca ha desaparecido del todo. Por tanto, la tarea pastoral a la que este libro puede ayudarnos no es tanto a rehacer la relación del individuo sufriente con Dios, sino a transformarla y recalibrarla para que esta pueda crecer haciendo sitio a la nueva experiencia vivida. Como indica Gustavo Gutiérrez, «el libro de Job no pretende encontrar una explicación racional y definitiva al problema del sufrimiento»[19], sino que él «también reta a los lectores a una transformación espiritual, en el sentido de intentar ver la vida desde la perspectiva de Dios y no desde la suya propia»[20]. En términos similares se pronuncia Enrique Sanz cuando sostiene que Job expresa «que el mal, el dolor, no tienen una explicación, pero sí un final; que el mal, el dolor, no tienen una lógica, pero sí un modo de superarlo, un camino para vivirlo con mucha dignidad»[21]. Porque lo que transforma a Job no es una explicación, sino un encuentro: el encuentro con Dios. En otras palabras, «la relación y el encuentro personal que Dios le ha regalado le han cambiado por completo, dejando atrás su pasado y abriéndole a un nuevo futuro. Gracias a ellos ha podido reconocer a Dios y conocer su verdad, la coherencia de su palabra»[22]. No se trata de ideas, sino de acciones. Es la acción lo que le permite a Job salir de su sufrimiento. Pues bien, este mensaje tiene profundas implicaciones pastorales, ya que anuncia que el ser humano puede hacer algo en sus situaciones de dolor, puede lidiar con el sufrimiento. Y más aún, puede ayudar también a otros a hacer lo mismo.

El ser humano sufriente puede dirigirse a Dios –incluso desde el enfado o el grito– y transformar su relación con él cuando se experimenta como criatura ante su Señor. Es lo que llega a decir Job en el segundo ciclo de diálogos con sus amigos: «Yo mismo lo veré, y no otro; mis propios ojos lo verán» (19,27). En medio del sufrimiento sigue siendo posible reconfigurar la relación con Dios, que se mantiene presente en medio del dolor, aunque no se encuentre el sentido. Dicho de otro modo, Job puede sentir la completud de su vida al mismo tiempo que se siente roto, ya que «los discursos divinos favorecen otra lectura (…) en la que se abraza la bondad de la vida en toda su fragilidad»[23]. O formulado de manera distinta: sentirse roto es el modo actual en el que Job está completo. Porque «leídos en relación dialógica, la sublimidad de los discursos divinos y la belleza del epílogo en prosa apuntan hacia la incorporación humana de la tragedia a los poderosos imperativos del deseo: vivir y amar»[24]. Y esta integridad o perfección también le viene a Job porque es honesto con lo que le pasa, pues: «conforme avanza la discusión, Job toma conciencia de que la línea demarcatoria entre él y sus interlocutores está en el terreno de la experiencia personal y en la reflexión que se sigue de ella. Job no ve claro, pero tiene la honestidad y el coraje de buscar. Sus amigos prefieren repetir los conceptos que aprendieron en un momento dado, en lugar de acercarse a la vida concreta de las personas, plantearse preguntas y abrirse así a una mejor comprensión de Dios y su palabra»[25]

Esto no significa que el sufrimiento no duela, que la impotencia no hiera o que el miedo pierda su capacidad de turbar. En absoluto. Pero sí implica que Dios pueda emerger de las profundidades del sufrimiento de los seres humanos como anhelo, oportunidad y don. Porque quien es capaz de sentirse necesitado encuentra ya dentro de sí la disposición para resituar su confianza en las manos consoladoras de Dios. «Al emplear de forma novedosa los recursos del lenguaje moral heredado, Job se ha rehabilitado eficazmente a sí mismo»[26]. Sin embargo, este encuentro no cancela el sufrimiento que siguen soportando tantos seres humanos, de modo que la relación que establezcan con Dios tendrá que ser ahora nueva y distinta. Por eso, ojalá que en nuestro ministerio pastoral podamos ayudar a que el sufrimiento y el dolor sean también, como ocurre con la dicha y la salud, caminos abiertos –y no solo amenazas– que condzucan al encuentro complejo, paradójico y polifónico con Dios. Ahí está la sabiduría (Cfr Job 28,12.20): «La lección es clara: sólo desde el desasimiento y la intemperie, sin realidad alguna que interfiera en el encuentro Job-Yahvé, es capaz nuestro héroe de dejar que la luz se cuele a través de la maraña mortal que lo torturaba. Por eso Job pasa de la acusación a la alabanza. Y es que la existencia es gratuidad; no debe ser vivida desde la óptica mercantilista de la doctrina de la retribución. El hombre debe ser religioso por nada. Aquí empieza el camino de la sabiduría religiosa»[27].

  1. La experiencia de los trabajadores sanitarios durante la pandemia de Covid-19 es un ejemplo reciente de sufrimiento humano y espiritual. Una aproximación a este fenómeno, también a través de la lectura del libro de Job, puede verse en A. Cano, «“¿Quién hará que se me escuche?”. El grito de los sanitarios a Dios», en Sal Terrae 109 (2021) 349-359.

  2. E. Sanz, «Viajar y Reconocer: Dios, Job y los Discípulos de Emaús», en Sal Terrae 97 (2009) 900.

  3. G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, Salamanca, Sígueme, 1986, 41.

  4. Ibid., 62.

  5. Ibid., 111.

  6. Ibid., 98.

  7. Ibid., 177.

  8. C. Newsom, The Book of Job: A Contest of Moral Imaginations, New York, Oxford University Press, 2009, 127. Traducción del autor.

  9. Ibid., 185. Traducción del autor.

  10. D. Harrington, Why Do We Suffer? A Scriptural Approach to the Human Condition, Franklin, Sheed & Ward, 2000, 47. Traducción del autor.

  11. E. Sanz, Viajar y Reconocer, cit., 902.

  12. E. Sanz, «Hablar, Escuchar y Contemplar: Job e Ignacio de Loyola», en J. García – S. Madrigal (edd), Mil Gracias Derramando. Experiencia del Espíritu Ayer y Hoy, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 2011, 114.

  13. V. Morla, Job 1-28, Bilbao, Desclée De Brouwer, 2007, 25.

  14. C. Newsom, The Book of Job, cit., 256. Traducción del autor.

  15. E. Sanz, «Sufrimiento y Heridas en el Antiguo Testamento», en Sal Terrae 99 (2011), 220-221. Cursivas en el original.

  16. V. Morla, Job 1-28, cit., 64-65.

  17. G. Gutiérrez, Hablar de Dios, cit., 161.

  18. Ibid., 162-163.

  19. Ibid., 169.

  20. D. Harrington, Why Do We Suffer?, cit., 48. Traducción del autor.

  21. E. Sanz, “Intercedió por sus Amigos. La Justicia en el Libro de Job”, en Sal Terrae 102 (2014) 11.

  22. Ibid.

  23. C. Newsom, The Book of Job, cit., 257. Traducción del autor.

  24. Ibid., 258. Traducción del autor.

  25. G. Gutiérrez, Hablar de Dios, cit., 70.

  26. C. Newsom, The Book of Job, cit., 197. Traducción del autor.

  27. V. Morla, Job 1-28, cit., 27.

Alberto Cano Arenas
Nació en Valladolid, en 1986. Es jesuita y psiquiatra. Llevó a cabo su formación como médico interno residente en el Hospital Universitario La Paz de Madrid. Es coautor, junto a Álvaro Lobo Arranz S.J., del libro Más que salud. Cinco claves de espiritualidad ignaciana para ayudar en la enfermedad.

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