La Declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II lleva el significativo título de Dignitatis humanae. Según la concepción del Concilio, la dignidad de la persona humana constituye el fundamento del derecho a la libertad religiosa. Los Padres conciliares trataron este tema con especial detenimiento. Los debates sobre la libertad religiosa se prolongaron durante las cuatro sesiones. En el otoño de 1965, el texto fue aprobado por la asamblea plenaria de los obispos por abrumadora mayoría y promulgado por el Papa Pablo VI. Las reflexiones que siguen, situadas en una perspectiva filosófica, se refieren no tanto a la libertad religiosa como a lo que la fundamenta, es decir, a la dignidad del hombre «tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural»[1].
El punto de partida viene dado por las afirmaciones iniciales del documento, que adquieren un carácter programático: «Los hombres de nuestro tiempo se hacen cada vez más conscientes de la dignidad de la persona humana, y aumenta el número de aquellos que exigen que los hombres en su actuación gocen y usen del propio criterio y libertad responsables, guiados por la conciencia del deber y no movidos por la coacción»[2].
En estas declaraciones, el discurso sobre la dignidad de la persona humana se refiere, pues, en general, a la autodeterminación responsable y, más concretamente, al libre ejercicio de la religión. Otros ejemplos de acción responsable serían el desarrollo de actividades económicas o la participación en la vida política. Pero al mismo tiempo, con el derecho a la autodeterminación sólo se capta un aspecto parcial de lo que debe entenderse por dignidad humana. Para ejercer adecuadamente el derecho de autodeterminación, deben cumplirse otros requisitos. Si los ciudadanos de un determinado país carecen de lo estrictamente necesario – alimentación, vestido, vivienda, atención médica – no se puede hablar de una vida digna.
En una nota a pie de página de la primera frase de la Declaración Dignitatis humanae, los padres conciliares citan la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII, publicada dos años y medio antes. En plena Guerra Fría, el Papa hacía un llamado a la paz y recordaba la dignidad de la persona que debe caracterizar todo orden humano. También se refirió al hecho de que los diversos derechos a la libertad, así como la responsabilidad y los deberes de la persona individual y de la sociedad, tienen como base el derecho a la existencia y a un nivel de vida digno[3]. Quien no dispone de los medios necesarios para mantenerse en la vida también se ve perjudicado en el ejercicio de sus demás derechos.
El concepto de dignidad de la persona encierra, por tanto, dos componentes. Por un lado, esta dignidad exige que se protejan el cuerpo y la vida de la persona. En este sentido, se manifiesta en la asistencia que cada persona recibe de los demás, de la sociedad y del Estado. Por otro lado, el concepto de dignidad se relaciona con la capacidad de autodeterminación que posee cada persona. Por lo tanto, la dignidad de la persona no sólo consiste en lo que otros hacen para proteger su vida y garantizar sus derechos, sino esencialmente también en el uso que cada persona hace de su propia capacidad de juicio y libertad de decisión. Desde esta perspectiva, es un indudable progreso que cada vez más personas, conscientes de su capacidad de autodeterminación, exijan que se reconozcan sus derechos a la libertad y no se restrinjan con medidas coercitivas.
De Cicerón a Kant
Para aclarar aún más la relación entre los dos componentes que hemos mencionado – la libre autodeterminación y la responsabilidad hacia los demás – debemos remontarnos a la historia del concepto de dignidad humana. Merece especial consideración la filosofía de Immanuel Kant, quien vinculó explícitamente la autonomía del sujeto con el concepto de dignidad absoluta de la persona. Según este filósofo, la autonomía es «el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional»[4]. Dejemos de lado la cuestión de a qué seres racionales, fuera del hombre, podría aplicarse el concepto de autonomía de Kant. Queda claro, sin embargo, que Kant nunca atribuye la capacidad de autodeterminación a un animal, sino que entiende la dignidad como un rasgo característico del hombre.
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Con esta concepción de la preeminencia del hombre, Kant se sitúa en una larga estela de pensadores que puede remontarse a la Antigüedad. Ya Cicerón en su tratado De officiis (Los oficios o Sobre los deberes) destacaba la superioridad del hombre sobre las bestias y otros animales. Mientras que éstos sólo experimentan el placer y se guían por sus instintos, el espíritu del hombre progresa mediante la reflexión, y la razón pone un límite al disfrute de los sentidos. Teniendo en cuenta la excelencia y dignidad de nuestra naturaleza, «comprenderemos cuán vergonzoso es regodearse en el lujo y vivir en toda refinada suavidad, y cuán honesta una vida frugal, moderada, continente, severa y sobria»[5].
En la tradición judeocristiana, la dignidad de la persona siempre ha estado vinculada a la idea de que el hombre es imagen de Dios, como se afirma en el relato de la creación. Al crear al hombre a su imagen y semejanza[6], Dios lo situó en una posición especial en relación con todas las demás criaturas. Esta situación singular del hombre no influye en absoluto a su fragilidad. El relato bíblico del pecado original es un testimonio elocuente de ello. A diferencia de los animales, que evolucionan más o menos según lo que es inherente a su naturaleza, el hombre tiene la posibilidad de oscurecer la imagen de Dios y distorsionar su propia naturaleza.
Según se mire, la libertad de autodeterminación del hombre puede considerarse un privilegio singular o una debilidad. Mientras que hacia el final de la Edad Media se hacía hincapié en la miseria del hombre, con el comienzo del Renacimiento el énfasis cambió. La contribución más famosa a este tema es el discurso de Giovanni Pico della Mirandola sobre la dignidad del hombre, publicado en 1496 con el título de Oratio. Pero antes que él, hay que mencionar el tratado de Giannozzo Manetti De dignitate et excellentia hominis (Sobre la dignidad y la excelencia del hombre), de 1452. Tras describir ampliamente la perfección del cuerpo y del espíritu humanos, este autor ensalza la dignidad del hombre integral, que en el arte y la técnica imita la actividad creadora de Dios.
Frente a esta afirmación, la novedad del discurso de Pico della Mirandola consiste en que el papel del hombre ya no está fijado desde el principio en la creación. En un hipotético discurso de Dios a Adán, se dice: «No te hemos creado ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, de tal manera que tú, como si fueras un voluntario y honorable escultor y moldeador de ti mismo, puedas moldearte en la forma que prefieras»[7].
En esta apertura a la propia determinación reside la marca de la humanidad. Al hombre no se le imponen límites, sino que él mismo debe desarrollar su propia naturaleza. Es como un camaleón, que por un lado puede «degenerar en seres inferiores, es decir, en animales brutos», y por otro, según su voluntad, puede «regenerarse en seres superiores, es decir, en criaturas divinas»[8]. Como afirma expresamente esta última frase, la idea de arbitrariedad o capricho es completamente ajena a Pico. Para él, desde luego, lo deseable es que no nos convirtamos en bestias, sino que nos elevemos hasta Dios. Como el medio más adecuado para lograrlo, señala a la filosofía.
Sin embargo, en el discurso de Pico della Mirandola, uno buscaría en vano la palabra «dignidad». A pesar del uso frecuente del término, sobre todo en el siglo XVI, fue Immanuel Kant quien definiría el significado preciso de la palabra: «Tiene dignidad lo que no tiene precio y, por tanto, no admite equivalente»[9]. Con esta afirmación se refiere claramente a la oposición entre la dignidad de la persona y la lógica del mercado. Mientras algo tenga un precio determinado, su valor es relativo. Siempre puede cambiarse por otra cosa que tenga un valor igual o superior al suyo. Todo aquello de lo que existe un equivalente es, en principio, venal. En cambio, lo que está por encima de cualquier precio escapa a la lógica del mercado. Puesto que posee un valor que no es relativo, sino absoluto, no es ni comerciable ni negociable. En este razonamiento reside el origen de la idea de dignidad humana. ¿Cómo puede justificarse tal concepción?
El hombre como fin en sí mismo
Para Kant, el concepto de dignidad absoluta del hombre deriva del carácter vinculante de la ley moral. En primer lugar, el filósofo alemán no entiende la dignidad como un hecho del que pueda derivarse el deber moral de proteger la vida y respetar la dignidad de la persona. En el segundo capítulo de la Fundamentación de la metafísica de la moral, Kant procede en sentido contrario. Primero se pregunta cuáles son los principios de la moral y luego vincula a ellos el concepto de dignidad humana, entendida como una realidad que se encuentra bajo la ley moral.
Mucho se ha escrito y discutido sobre el fundamento de la ética de Kant y el llamado «imperativo categórico». Sin embargo, si se lee el texto de manera desprejuiciada, no cabe duda de que el filósofo se ocupa ante todo de aclarar en qué consiste la conciencia del deber moral, es decir, la voz de la conciencia, que nos induce con irreprimible vigor a hacer ciertas cosas y a omitir otras.
Kant estaba convencido de que ese sentido del deber sólo está justificado si no depende de ningún factor aleatorio. Saber si algo es moralmente bueno o malo no puede ser, por supuesto, una cuestión de sociedad, educación, circunstancias particulares, creencias religiosas, preferencias personales o genes, sino que debe seguir reglas absolutamente universales y necesarias que sólo pueden proceder de la razón. Esta consideración llevó a Kant a creer que hay un principio único detrás de cada precepto moral y detrás de todos los juicios morales. Como la ley práctica no describe simplemente una realidad fáctica, sino que es la norma suprema de lo que debemos hacer, llama a este principio imperativo; como su validez no depende de otros factores y no está ligada a ningún condicionamiento restrictivo, habla de «imperativo categórico».
Kant lucha por encontrar la fórmula adecuada para expresar la ley fundamental de la moral. Su respuesta no es del todo unívoca, sino que enumera varias maneras de entender el imperativo categórico. La fórmula más adecuada para lo que estamos hablando dice así: «Actúa de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre conjuntamente como un fin, nunca simplemente como un medio»[10].
Para comprender el significado del precepto, debemos preguntarnos qué significa utilizar a un hombre como medio o como fin. Empecemos por el primer significado. Supongamos que planeo ir a la playa el fin de semana, pero mi coche se avería; la consecución de mi propósito depende entonces, esencialmente, de encontrar a alguien que repare mi coche. Si no puedo hacerlo yo mismo y llevo el coche a un taller, necesito al mecánico para lograr mi objetivo. Normalmente no hay queja al respecto, porque el mecánico cobra por su reparación, así que también le interesa ayudarme. Si ofrezco a alguien la oportunidad de hacer algo que le complace o que responde a sus intenciones, lo utilizo como medio y como fin. Como muestra el ejemplo del mecánico, no hay ningún problema con ello y, de hecho, ésta debería ser la situación normal. Nuestra convivencia social se basa en que nos ayudamos unos a otros como medios para alcanzar nuestros fines. Los médicos curan a los enfermos, los maestros educan a los niños, los albañiles construyen casas y los agricultores producen cereales, sin que ninguno de ellos se sienta explotado o instrumentalizado. En esencia, considerar al hombre tanto un medio como un fin es la situación menos relevante, que no plantea ninguna dificultad moral.
Sin embargo, puede ocurrir que uno sea tratado de una forma que no tenga en cuenta sus deseos y planes. Si uno sólo tiene en mente la persecución de sus propios intereses, necesita a otro meramente como medio y no juntos como fin. Ejemplos significativos a este respecto son el trabajo forzado y la esclavitud, el abuso sexual, la toma de rehenes y el chantaje. En todos estos casos, la libre autodeterminación de la víctima no desempeña ningún papel; al contrario, la persona en cuestión sirve meramente como medio para lograr las intenciones egoístas del malhechor. Menos claro, pero similar, es el caso de la falta de respeto hacia los demás. Quienes, por ejemplo, consideran a los trabajadores de los servicios públicos o a los empleados de una empresa de limpieza simplemente como prestadores de un servicio, sin tener en cuenta que son personas, desde luego no los utilizan como fin y, por tanto, actúan en contra del imperativo kantiano.
«Valerse de alguien como fin» significa, por tanto, reconocer la capacidad de autodeterminación libre y responsable de la persona. De un ser que posee la capacidad de determinar sus propios fines, Kant dice también que es un fin en sí mismo. La persona del hombre, afirma Kant en la Metafísica de las costumbres, debe ser valorada como un fin en sí misma. «En otras palabras, posee una dignidad (un valor interior absoluto), por la que obliga a todos los demás seres racionales a tenerle respeto, y por la que puede medirse con cada uno de ellos en pie de igualdad»[11].
La humanidad en la persona de cada uno
En la fórmula del imperativo categórico, la igualdad de todos se expresa con estas palabras: «la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otra persona». Pero, ¿por qué Kant elige esta expresión tan complicada y no dice simplemente «todo hombre» o «todas las personas»? ¿Cuál es la diferencia entre la humanidad y la persona de cada uno? Mientras que, desde la antigüedad tardía, el concepto de persona designa al individuo en su unicidad e insustituibilidad, el concepto de hombre designa al género. Al género humano pertenece esencialmente la unidad de cuerpo y alma, o de cuerpo y espíritu. El hombre no puede existir sin su organismo. Por otra parte, en cuanto a las personas, también pueden ser simplemente realidades espirituales, como muestra el ejemplo de la Santísima Trinidad. Cuando Kant habla de humanidad en la persona de alguien, se refiere claramente a la oposición entre individuo y género y entre cuerpo y espíritu.
Según el filósofo francés Paul Ricœur, Kant, al utilizar la palabra «humanidad», quiere decir que no hay contradicción entre la idea de la autonomía del sujeto y la de la diversidad de las personas[12]. La ley moral establece una conexión entre la voluntad del individuo y la comunidad de todos, ya que ordena que la humanidad en la persona de cada uno se considere siempre conjuntamente como un fin. Ricœur recuerda también que la sabiduría popular expresa una exigencia similar, cuando recomienda en su regla de oro «no hagas a nadie lo que no te agrada a ti»[13]. Para saber si una determinada acción es moralmente buena o mala, a menudo basta con preguntarse si uno quiere ser tratado de la misma manera. Al igual que la regla de oro, el imperativo categórico tiende a «establecer la reciprocidad allí donde reina la falta de reciprocidad»[14].
Sin embargo, se malinterpretaría el imperativo categórico si se entendiera únicamente en el sentido de que todos los hombres deben tratarse por igual. La reciprocidad de la que habla Ricœur no se refiere tanto a acciones concretas como al reconocimiento de la dignidad de cada persona. La igualdad de dignidad puede implicar a veces un trato completamente diferente. Consideremos, por ejemplo, el caso de una persona que, aparentemente sin culpa suya, ha caído en una situación de necesidad de la que no puede salir por sus propios medios. Supongamos que veo a alguien que cae a un río desde un puente. Justo a mi lado cuelga un salvavidas, que sólo tengo que arrojar al agua para salvar a ese hombre de morir ahogado. El deber de ayudar a quien lo necesita no se deriva en este caso del hecho de que yo espere ser ayudado si un día me encuentro en una situación crítica similar. Tampoco puede influir el cálculo, es decir, que el rescatado, o cualquier otra persona, pueda estarme agradecido de algún modo por mi buena acción. Al contrario, estoy obligado a ayudar incluso cuando no se espera en absoluto que la otra persona me sea útil para alcanzar mis propios fines.
Quien, sin segundas intenciones ni intenciones ocultas, salva a otro de ahogarse, en cierto modo trata a la persona simplemente como un fin, no como un medio. Esto sucede a pesar de que, o, más aún, debido a que el otro, en la situación concreta de necesidad en la que se encuentra, es incapaz de hacer uso de su propia capacidad de autodeterminación. Esta última sería, de hecho, la condición por la que podría tratar al otro como medio y como fin. Como aquí esa posibilidad falla, y el uso de una persona simplemente como medio va en contra del imperativo categórico, éste es el caso que mejor representa el tratamiento de la persona como fin.
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Gerold Prauss, en su perspicaz análisis de la fórmula kantiana, se refiere al samaritano que cuida del hombre que en el camino de Jerusalén a Jericó se ha topado con ladrones. «Si es absolutamente necesario considerar a un sujeto como un fin en sí mismo, también lo es cuando ya no es posible considerar a un sujeto ni siquiera como un medio y, por tanto, sólo como un fin en sí mismo, como aquel hombre herido y medio muerto de la parábola del buen samaritano de la Biblia»[15]. El mandamiento del amor al prójimo, del que habla Jesús en el Evangelio, no hace distinción de personas, sino que se refiere a esa persona herida en su situación concreta de necesidad.
Se comprende así lo bien fundado del discurso de Kant cuando habla de la humanidad en la persona de cada uno. La razón inmediata por la que el samaritano se dirige al hombre necesitado es que se trata de un hombre que necesita su ayuda. En ese momento, el samaritano no se pregunta si ese hombre necesitado quiere ser ayudado, o si tal vez no merece su ayuda. El sentimiento que le induce a socorrer al otro surge, por así decirlo, espontáneamente. Es como si bastara con mirar a un individuo de la especie humana para ver en él un fin en sí mismo. Sin embargo, Kant no remonta simplemente el deber moral al hecho biológico de que la persona pertenezca al género humano. Por el contrario, subraya que «sólo la moralidad y la humanidad, en la medida en que es capaz de ello, constituyen lo que tiene dignidad»[16]. La base por la que las personas nunca pueden ser utilizadas como medios es la capacidad del hombre para ser moral, es decir, para fijarse fines y asumir la responsabilidad de sus actos.
Puesto que el deber moral se refiere a la humanidad en la persona de cada uno, no puede deducirse del imperativo categórico kantiano que la dignidad humana pueda restringirse a un grupo específico de personas. En particular, sería un error negar la dignidad a todos aquellos que no son capaces de moralidad, porque, por ejemplo, no están en plena posesión de sus facultades físicas y espirituales. Tal delimitación de la dignidad sería ya contradictoria por el hecho de que, como hemos visto, el deber moral de ayudar se refiere precisamente a aquellos individuos que, encontrándose en una situación de necesidad, ven impedida total o parcialmente su capacidad de autodeterminación. Kant habla intencionadamente de la capacidad de moralidad no del individuo, sino de la humanidad. Puesto que es la humanidad la que es capaz de moralidad, nunca debo tratarla en la persona de cada uno simplemente como un medio, sino siempre conjuntamente como un fin.
La dignidad depende, pues, de la pertenencia de la persona a la humanidad, por una parte, y de la capacidad de la humanidad para la moralidad, por otra. La dignidad humana no queda delimitada cuando el individuo no posee suficiente discernimiento moral, como en el caso de los niños pequeños o los discapacitados mentales. Incluso cuando el individuo no es consciente de su deber y no reconoce lo que es bueno, su pertenencia a la humanidad y la capacidad de moralidad por parte de la humanidad garantizan la dignidad de esa persona. Con la expresión «humanidad, tanto en tu propia persona como en la de cualquier otro», que a primera vista parece algo oscura, Kant equipara la universalidad de la dignidad humana – que se aplica a todos y cada uno de los miembros del género humano – con su fundamento en la naturaleza espiritual del hombre: la dignidad se basa en la conciencia del deber y en la capacidad de fijarse fines.
Si se elimina esta tensión y sólo se establece como absoluto uno de los dos factores, se pierde la naturaleza especial de la dignidad humana. Por un lado, si sólo se tiene en cuenta la naturaleza racional de la persona y se niega la dignidad a todos los individuos que, por edad, enfermedad o cualquier otra razón, no están en plena posesión de la razón, entonces, por ejemplo, los ancianos o los discapacitados podrían, a voluntad, ser simplemente utilizados como medio, o ser «echados a un lado», porque ya no sirven para nada. Por otro lado, si la dignidad se retrotrae a la mera pertenencia biológica al género humano y se deja de lado la capacidad de autodeterminación del hombre, entonces la vida humana conserva ciertamente un valor que la sitúa por encima de todo, pero la atención que se presta a la vida ya no tiene nada que ver con la capacidad de moralidad y libre desarrollo de la persona.
Si la dignidad fuera sólo una cuestión de protección de la vida física, el Concilio Vaticano II no podría haber basado el derecho a la libertad religiosa en la dignidad de la persona humana. Para el Concilio, la dignidad pertenece a cada individuo, y cada persona posee la libertad de manejar responsablemente sus propias opiniones y acciones.
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Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae, n. 2. ↑
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Ibid., n. 1. ↑
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Cfr. Juan XXIII, s., Encíclica Pacem in terris, n. 6. ↑
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I. Kant, Fondazione della metafisica dei costumi, Roma – Bari, Laterza, 1997, 105. Tanto en este como en los pasajes que siguen, proporcionaremos una traducción al español desde la versión italiana (Nota del traductor). ↑
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Cicerón, Opere politiche e filosofiche, vol. I, Turín, Utet, 1974, 647. ↑
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Cfr. Gen 1,26. ↑
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G. Pico della Mirandola, Discorso sulla dignità dell’uomo, Parma, Guanda, 2003, 11. ↑
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Ibid. ↑
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I. Kant, Fondazione della metafisica dei costumi, cit., 103. ↑
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Ibid., 91. ↑
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I. Kant, Metafisica dei costumi, Milán, Bompiani, 2006, 485. ↑
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Cfr P. Ricœur, Sé come un altro, Milán, Jaca Book, 1993, 324. ↑
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Tb 4,15. ↑
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P. Ricœur, Sé come un altro, cit., 326. ↑
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G. Prauss, Moral und Recht im Staat nach Kant und Hegel, Freiburg – München, Alber, 2008, 70. Cfr. Lc 10,29-37. ↑
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I. Kant, Fondazione della metafisica dei costumi, cit., 103. ↑
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