La medicina occidental ha basado gran parte de su extraordinario éxito en la transposición al ámbito clínico del progreso de las ciencias empíricas y de sus correspondientes artefactos tecnológicos. Pensemos en herramientas de diagnóstico como la resonancia magnética, basada en los últimos resultados de la física de partículas elementales, o en los robots introducidos en cirugía y rehabilitación, que utilizan sofisticados dispositivos de inteligencia artificial.
Límite y finitud: de la superación a la ocultación
Desde este punto de vista, la biomedicina es solidaria con la empresa científica: habiéndose fortalecido en la modernidad, en una búsqueda continua por rebasar los límites del conocimiento y dilatar los espacios de intervención sobre el cuerpo, ella nos ha permitido vencer enfermedades antes incurables, anunciando siempre nuevos éxitos. Esto ha generado la sensación de que el límite no sólo es superable, sino también ocultable y tal vez suprimible.
No es de extrañar, pues, que la misma suerte corra esa expresión radical del límite que es la muerte. Sociólogos y antropólogos nos advierten de que en nuestra sociedad la muerte es eliminada y negada. Se la destierra de los circuitos ordinarios de la vida social y se la relega a contextos hospitalarios donde es medicalizada intensivamente y gestionada por profesionales especializados; se la excluye de las conversaciones cotidianas; no encuentra formas compartidas de procesarla, de modo que el duelo se convierte en un asunto privado. Son distintas formas de alejar la muerte de nuestros ojos y de eliminarla como acontecimiento que nos concierne.
Desde luego, la pandemia y la multiplicación de las guerras, incluso en regiones cercanas a nosotros, han hecho de repente más visible la muerte. Pero la situación no ha cambiado. Los medios de comunicación y la ficción cinematográfica, al traducir su desarrollo en cifras estadísticas y subrayar sus rasgos espectaculares, la vuelven anónima y lejana.
No logramos procesar social y culturalmente lo que las diversas formas de muerte colectiva – la propagación planetaria del virus, la atroz violencia destructiva de las armas, las masacres provocadas por las catástrofes naturales – significan en la vida personal y comunitaria. Su exhibición es tal que siempre deja al espectador a distancia, testigo de acontecimientos que conciernen a otros[1]; a lo sumo despierta emociones, que, sin embargo, rara vez encuentran lugar para una adecuada labor de duelo. Y quien «no es llorado no está vivo ni muerto, es un fantasma, y vaga en el limbo de la conciencia colectiva»[2]. Aparece así una especie de tensión entre una muerte que irrumpe insistente y excesivamente, pero carece de resonancia interior, y «una experiencia de muerte casi invisible, personal y profundamente conmovedora porque es real, que tiene un impacto psicológico considerable»[3].
La represión como síntoma
Ante este desajuste entre las dimensiones cuantitativas del fenómeno y la aparente indolencia de las vivencias, se plantea la cuestión de si esta mudanza no es un síntoma de malestar ante una representación del morir percibida como inadecuada[4]. En efecto, incluso con el impulso de las ciencias naturales, la muerte se considera cada vez más como un simple hecho biológico, que interrumpe la vida del organismo, haciéndolo precipitarse en la nada. Ahora bien, la muerte como aniquilación pierde toda relevancia para el sentido de la vida. Pero las consecuencias de esta perspectiva de aniquilación final completa, que privaría de sentido a todo compromiso con los demás y con el bien, no parecen practicarse con convicción de forma unívoca y generalizada, ni siquiera por quienes teorizan sus premisas.
El acto de reprimir podría indicar entonces una profunda insatisfacción de nuestra cultura no tanto con la muerte, sino más bien con una determinada manera de entenderla, que la ha privado de ese valor de paso que se le ha atribuido durante milenios en la historia de las civilizaciones, y que aún hoy profesan muchas culturas: una sorda oposición a considerar la muerte como el fin total de la existencia propia y ajena.
Ciertamente, este argumento requeriría un desarrollo mucho más amplio, que mostrara también el significado tanto del nacimiento como de la generación y el destino al que se orienta el ser humano. Aquí basta con señalar cómo estos temas, al poner en juego la finitud y trascendencia de la vida humana, que surge de lo que la precede y se dirige hacia lo que la excede, constituyen «temas-centinela: el modo en que se habitan el nacimiento y la muerte es a la vez causa y efecto del modo en que el individuo y la comunidad se representan el sentido de la vida y del compromiso que están dispuestos – o no – a dedicarle»[5].
Retorno del límite
Una tensión similar entre desaparición y visibilidad parece invertir el límite que mencionábamos antes, entendido como un enemigo al que hay que derrotar y ocultar. De hecho, no desaparece, sino que sigue reapareciendo en diversos ámbitos.
Un primer ámbito es la propia práctica médica: el creciente desfase entre la capacidad de diagnóstico y la eficacia terapéutica muestra hasta qué punto los tratamientos disponibles van por detrás de las patologías identificadas. A menudo, la intervención médica no resuelve las enfermedades, sino que las cronifica. Pensemos en el SIDA. Antes conducía rápidamente a la muerte, hoy puede tratarse de por vida: no cura, pero la muerte suele producirse por otras causas. Además, a medida que aumenta la esperanza de vida, las enfermedades se acumulan. El efecto final es que, junto con la vida, la convivencia con las enfermedades también se hace más larga y más fatigosa y agotadora. Por las mismas razones, el proceso de morir también tiende a alargarse, haciéndose más lento y agonizante: al miedo a morir se une ahora el miedo a un sufrimiento más severo y prolongado.
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Un segundo aspecto fue destacado por el Papa Francisco en relación con la lógica tecnocrática. Bajo su hegemonía, incluso el cuerpo humano corre el riesgo de ser interpretado y administrado como un conjunto de órganos que hay que reparar o sustituir. Ya la Encíclica Laudato si’ (LS), a propósito de la tecnociencia, señalaba que cada vez es más difícil utilizar sus recursos «sin dejarse dominar por su lógica» (LS 108), con un fuerte empuje hacia ese «reduccionismo que afecta a la vida humana y a la sociedad en todas sus dimensiones» (LS 107). En la práctica médica encontramos diversas expresiones de malestar con este enfoque «mecanicista», que llega incluso a suscitar aversión contra la medicina oficial, orientando a los pacientes hacia otras formas de terapia, percibidas como más «suaves» y humanas.
Definición y aparición de los cuidados paliativos
En este contexto surgen los cuidados paliativos. Su objetivo es aliviar el dolor y el sufrimiento, desplazando el foco de atención de la curación de la enfermedad al cuidado de la persona y su familia. Una de las primeras definiciones de cuidados paliativos es la formulada en 1990 por la Organización Mundial de la Salud (OMS) que, en su actualización de 2002, constituye la síntesis más aceptada. Se presenta como «un enfoque que mejora la calidad de vida de los pacientes y las familias que afrontan los problemas asociados a enfermedades potencialmente mortales, previniendo y aliviando el sufrimiento mediante la identificación precoz, la evaluación exhaustiva y el tratamiento del dolor y otros problemas físicos, psicosociales y espirituales»[6]. En cuanto a la muerte, se habla de ella como un hecho «normal» (muy a menudo se utiliza también el adjetivo «natural»), que los cuidados paliativos no pretenden acelerar ni posponer.
En esta definición encontramos las ideas fundamentales que inspiraron a Cicely Saunders (1918-2005), considerada la fundadora del movimiento moderno de cuidados paliativos. Saunders, a través de su experiencia como enfermera durante la Segunda Guerra Mundial y después atendiendo a pacientes con enfermedades avanzadas, se dio cuenta de la complejidad de los tratamientos necesarios en estos casos, que no podían reducirse únicamente al dolor o a la terapia de un solo síntoma. Acuñó el término «dolor total» para indicar las múltiples dimensiones presentes en el sufrimiento, que abarca no sólo el plano físico, sino también el psicológico, emocional, social, cultural y espiritual.
Su itinerario personal la llevó también a una progresiva profundización en su experiencia interior, que se tradujo en su adhesión a la Iglesia anglicana, y a licenciarse en medicina. Siguió perfeccionando los distintos aspectos de los cuidados paliativos, superando muchas desconfianzas respecto a la terapia del dolor. En 1967 fundó en Londres el primer centro donde practicó este estilo de cuidados, el famoso St. Christopher Hospice.
Las piedras angulares del nuevo enfoque
En la definición de la OMS, que, por otra parte, está sujeta a verificación y revisión continuas por parte de las distintas asociaciones que trabajan en este campo[7], aparecen algunos rasgos destacados. En primer lugar, se habla de un «enfoque» global, que pretende responder a las necesidades tanto de la persona, en todas sus dimensiones, como de los familiares (también en la fase de duelo) y del equipo asistencial. Los cuidados paliativos, de hecho, requieren la participación de profesionales expertos en diversas disciplinas y exponen a los cuidadores a fuertes tensiones emocionales: es esencial ofrecer formación y oportunidades para hablar de lo vivido, a fin de evitar el desgaste al que puede conducir un compromiso que toca aspectos tan profundos y dramáticos de la existencia.
Además, no hay que limitarse a una fase precisa de la enfermedad o a una patología concreta, sino incluir todas las condiciones en las que la recuperación ya no es posible. Así, ya no nos referimos únicamente al cáncer – que era el centro de atención en los primeros tiempos –, sino a todas las enfermedades crónicas y degenerativas que causan sufrimiento, como las neurodegenerativas y las cardiopulmonares.
Por eso hoy se tiende a anticipar cada vez más el momento en que comienzan los cuidados paliativos, que pasan a ser precoces y simultáneos: los pacientes ya pueden beneficiarse cuando reciben tratamiento para la patología principal. Esta anticipación indica que los cuidados paliativos son una modalidad que debería estar siempre presente en todas las fases de la práctica clínica y formar parte del bagaje habitual de médicos y profesionales sanitarios[8]. Esto, por supuesto, no excluye que los casos más complejos puedan requerir la intervención de especialistas debidamente formados.
Terapia del dolor
Por último, observamos que la definición de la OMS hace hincapié no sólo en el control del dolor, sino también en su «identificación precoz» y, en términos más generales, en la «prevención del sufrimiento». El tratamiento del dolor ha avanzado considerablemente en los últimos años. Se ha desarrollado un conjunto de herramientas de diagnóstico y terapéuticas que van de la farmacología a la cirugía, de la psicología a la rehabilitación, y que pueden integrarse de diversas formas. También ha aumentado la conciencia de que diversos factores – como la ansiedad, la depresión o la angustia existencial – influyen en la percepción del dolor y exigen ser abordados en la medida de lo posible.
En este marco, los fármacos analgésicos siguen manteniendo un papel destacado, dada su prerrogativa fundamental de eliminar o reducir el dolor: los principales son los antiinflamatorios y los opiáceos. Estos últimos incluyen, además de la morfina y sus derivados (llamados «opioides»), otras sustancias que tienen efectos farmacológicos similares. Por razones culturales y religiosas, los analgésicos eran vistos con recelo en el pasado, lo cual no está del todo superado, a pesar de que ahora es posible manejarlos con mayor eficacia y reducir significativamente los efectos secundarios. Sin duda, los cuidados paliativos han contribuido a superar los reparos que obstaculizaban su administración.
Por otra parte, incluso en el ámbito eclesial, diversos documentos han dejado claro que «la analgesia, al intervenir directamente en lo que el dolor tiene de más agresivo y molesto, devuelve al hombre a sí mismo, haciendo más humana la experiencia del sufrimiento»[9]. Se fomenta el uso y el conocimiento de los analgésicos: «La libre aceptación cristiana del dolor no debe llevar a pensar que no se debe intervenir para aliviarlo. Por el contrario, tanto el deber profesional como la propia caridad cristiana exigen que se actúe para aliviar el sufrimiento, e instan a la investigación médica en este campo»[10].
Sedación paliativa profunda
Sin embargo, a pesar de los éxitos conseguidos, todavía hoy es posible enfrentarse a síntomas «incoercibles e intolerables». Éstos se definen como aquellos síntomas que no responden al tratamiento, ni siquiera a los tratamientos más eficaces, y que resultan insoportables, bien porque no pueden controlarse adecuadamente, bien porque los efectos secundarios de los propios tratamientos son muy graves. Para estos casos existe una indicación de «sedación paliativa»: un tratamiento que reduce la consciencia, llegando incluso a anularla, para disminuir o abolir la percepción del síntoma. La sedación paliativa puede tener diferentes características en cuanto a reversibilidad e intensidad, de modo que sea proporcional al curso del síntoma. Cuando la calificamos de «continua y profunda», nos referimos a la iniciada en la inminencia de la muerte, con la idea de no suspenderla hasta el fallecimiento[11]. Los síntomas que pueden ser incoercibles incluyen no sólo el dolor, sino también las náuseas, las dificultades respiratorias, la inquietud psicomotriz, hasta llegar a ese estado definido como «angustia psicológico-existencial».
Simplificando al máximo, y por tanto hablando en términos aproximativos, se puede diferenciar esta sedación de la eutanasia en cuanto a objetivo, medios utilizados y resultado[12]. La primera pretende aliviar el sufrimiento y los síntomas insoportables mediante fármacos específicos (principalmente hipnóticos, como las benzodiacepinas), en dosis acordes con el objetivo, con el resultado de reducir o abolir la percepción del trastorno. En el caso de la eutanasia, en cambio, se eligen fármacos (tipo, dosis, vía de administración) para provocar rápidamente la muerte, que es el resultado de la acción, ya que se considera la única solución para eliminar el sufrimiento.
Anteriormente, el Papa Pío XII ya se había expresado con autoridad sobre esta cuestión, en una época en la que la administración de analgésicos podía anticipar el momento de la muerte. Pero, como resumió el Card. Pietro Parolin, el Papa Pacelli, al diferenciar la intención del resultado de la acción, «se había legitimado claramente la administración de analgésicos, distinguiéndola de la eutanasia […], aunque, en la fase de muerte inminente, [los analgésicos] fueran la causa de un acortamiento de la vida»[13]. Hoy en día, este tipo de situación está prácticamente en desuso, pero conviene recordar el principio y la prudencia que exige en su aplicación: «El criterio ético no cambia, pero la utilización de estos procedimientos exige siempre un discernimiento cuidadoso y una gran prudencia. En efecto, son muy exigentes tanto para el enfermo como para los familiares y los cuidadores: con la sedación, sobre todo cuando es prolongada y profunda, se anula esa dimensión relacional y comunicativa que hemos visto que es crucial en el acompañamiento de los cuidados paliativos. Por lo tanto, siempre es, al menos en parte, insatisfactoria, por lo que debería considerarse como un remedio extremo, tras haber examinado y aclarado cuidadosamente las indicaciones»[14].
Centralidad de la persona enferma y comunicación
Lo que se ha dicho hasta ahora sobre las opciones terapéuticas sólo puede realizarse mediante una comunicación abierta y sincera con el paciente. En efecto, sólo él puede decir cuándo un trastorno es insoportable. Por lo tanto, es necesario cultivar con prontitud un clima que facilite el intercambio de sentimientos, incluso muy delicados, y de preguntas, a veces incómodas, como las relativas a la corporeidad, sobre todo en un momento en que se acerca la muerte.
La comunicación es, por tanto, un componente indispensable para tomar las medidas de los tratamientos que se van a emplear y llegar a un juicio sobre su proporcionalidad[15]. No está de más encontrar los medios adecuados para transmitir la información correcta sobre el estado de salud y la posible evolución de la enfermedad, de modo que uno pueda prepararse para las decisiones que requiera el desarrollo de los acontecimientos, incluso en el caso de que el paciente ya no pueda expresarse.
Pero la comunicación entre el equipo asistencial y el paciente va mucho más allá de los aspectos informativos, que son funcionales a las decisiones clínicas: en este contexto, es bueno que se procure fomentar en la persona la conciencia de que en el encuentro con la muerte se cumple la trayectoria terrenal de la existencia humana, que apunta al sentido definitivo de nuestras acciones. El hecho de que las elecciones no puedan aplazarse a voluntad nos recuerda que nuestras decisiones se inscriben necesariamente en un tiempo limitado. Es reflexionando sobre esta ineludible delimitación temporal en la que se desenvuelve la vida, que la existencia humana nuestra su aspecto definitivo. Surge así una perspectiva en la que la muerte se presenta como «una realidad que domina el conjunto de la vida y en la que el hombre está llamado a disponer de sí mismo en su totalidad, aunque disponer de sí mismo implique aceptar que algo venga a nuestra existencia y no provenga de uno mismo»[16]. En efecto, el paso del tiempo en el que uno se inscribe no depende de la voluntad humana.
Partiendo de estas consideraciones, el Card. Martini nos explica cuál es la tarea de la comunicación en la relación entre médico y paciente frente a una enfermedad de pronóstico desfavorable: se trata de favorecer una actitud interior que permita a la persona tomar las decisiones fundamentales de su propia existencia en una perspectiva de conjunto, ejerciendo su propia responsabilidad en la medida de sus posibilidades. Por lo tanto, es necesario regular la comunicación en función de lo que la otra persona pueda asumir progresivamente, recurriendo quizás a los recursos simbólicos del lenguaje, evitando atrincherarse en el silencio o imponer la verdad biológica como si fuera la única. De hecho, esta es sólo un componente – importante, por supuesto – de un panorama mucho más amplio.
La muerte como «hecho natural»
Estas reflexiones sobre la muerte también nos permiten poner de manifiesto la ambigüedad terminológica – muy extendida en la literatura sobre cuidados paliativos – según la cual la muerte se describe como un «hecho natural» (o «normal»). Ciertamente, se puede reconocer en esta expresión una intención positiva: subrayar que la muerte pertenece a la condición humana y superar así el tabú y el sentimiento de vergüenza que suscita.
Sin embargo, a la luz de lo que se ha dicho antes sobre la represión como síntoma y la comunicación como apoyo para llevar a término responsablemente toda nuestra biografía, se puede ver hasta qué punto ese lenguaje corre el riesgo de aplanar el acontecimiento de la muerte en su dimensión biológica. De esa manera, se deja que se equipare el fin de nuestras vidas con el final de otros organismos vivos, reafirmando esa representación de la aniquilación que la priva de su cualidad propiamente humana. Volver a situar la muerte en el ámbito de la reflexión, como acontecimiento humano dotado de una fuerte carga simbólica, con las emociones dramáticas y los interrogantes de sentido que suscita, exige la búsqueda de un lenguaje más alerta, para evitar, incluso con la mejor de las intenciones, reduccionismos contraproducentes[17].
La dimensión espiritual
En nuestra opinión, el discurso sobre las «necesidades espirituales» también tropieza con una ambigüedad similar. También en este caso es apreciable la intención de recordar esta dimensión para dar profundidad y sentido a la experiencia de la enfermedad y a la preparación para el momento de la muerte[18].
Y sin embargo la forma en que se introduce el tema plantea algunos problemas. En primer lugar, se habla de la necesidad espiritual como de una necesidad entre otras (físicas, psicológicas, sociales), como si fuera una necesidad más que hay que satisfacer para alcanzar una condición de mayor bienestar. De hecho, la forma en que se considera la espiritualidad parece depender inadvertidamente de una visión que sitúa la serenidad interior y la armonía como principales valores de referencia. «La articulación conceptual de la espiritualidad en el ámbito médico participa a su manera del culto al individuo actuante cuya vida debe tener sentido y que debe morir reconciliado y en armonía consigo mismo»[19].
No sólo no capta el valor sintético de una perspectiva que permite leer todo lo demás bajo una nueva luz, sino que pretende definir una especie de mínimo común denominador que sería válido para cualquier tradición espiritual. Los elementos que se repiten, juntos o aislados, en una descripción de este tipo son: la búsqueda de sentido, o de trascendencia, o de valores de referencia para las elecciones que hay que hacer; una visión global de la propia identidad individual; la relación con uno mismo, con los demás o incluso con una fuerza superior en la que la persona tiene fe. Ahora bien, este perfil universalista es en apariencia muy abierto, pero en realidad está poco dispuesto a reconocer la especificidad de las distintas tradiciones espirituales (incluidas las de matriz religiosa) y la variedad de itinerarios personales, que tocan los aspectos más profundos de la conciencia y la autonomía de los individuos: el riesgo de remontarnos a un esquema único puede percibirse como una violencia real[20].
Además, para dar importancia a esta dimensión y hacerla funcional en el contexto clínico, se intenta esquematizarla según métricas similares a las utilizadas en otras especialidades de la medicina o la psicología, haciendo listas de «necesidades» denominadas «espirituales»[21]. A partir de evaluaciones obtenidas sobre la base de estas listas, se elabora una especie de diagnóstico del estado del paciente, que orienta el tratamiento. Como puede verse, existe un fuerte impulso hacia la objetivación de la experiencia espiritual. Un resultado que recuerda al obtenido cuando se importa la oración (de intercesión) a la práctica clínica con fines terapéuticos, intentando demostrar su eficacia con protocolos de investigación clínica cuando menos cuestionables[22].
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Por lo tanto, sería deseable verificar los aspectos críticos de la cuestión – que aquí sólo hemos insinuado –, para corresponder a las intenciones positivas que motivaron su introducción y evitar el riesgo de obtener efectos contrarios a los buscados. En efecto, la forma en que se concibe la espiritualidad también tiene repercusiones considerables en el plano formativo y operativo, orientando la distribución de tareas y la interpretación de los papeles, incluido el del capellán[23].
Repensar los fines de la medicina
Los cuidados paliativos promueven, por tanto, una nueva forma de entender la relación de la medicina con el límite, tanto en lo que se refiere a la salud que debe perseguirse como a los cuidados que deben prestarse. La trascendencia social y política de la cuestión es evidente. Las reflexiones de Daniel Callahan sobre los objetivos de la medicina en una época en la que la sinergia entre el mercado y la innovación tecnológica es especialmente intensa, han girado en torno a estas cuestiones desde finales de los años ochenta[24]. Así, llegó a proponer una distinción entre las intervenciones médicas destinadas a curar enfermedades y las destinadas a cuidar a los enfermos.
Como sociedad, debemos intentar equilibrar equitativamente el compromiso de curar a cada persona individualmente y la obligación de cuidar de todos. La tarea de la sociedad es mejorar la vida en su conjunto, contener el periodo de morbilidad que suele afectar a la última parte de la vida, prevenir las muertes prematuras y evitables. La cuestión central no es tanto el racionamiento de los recursos, cada vez más escasos, que hay que asignar a la asistencia sanitaria, sino más bien la búsqueda de una visión compartida de la vida humana como constitutivamente limitada, que sea el telón de fondo de las opciones que hay que tomar. Las crisis de los últimos años, empezando por la pandemia, pueden ser recordatorios, ciertamente dolorosos, pero también fructíferos para nuestros sistemas sanitarios. También en este plano sociocultural, los cuidados paliativos pueden aportar su contribución. Esto sin mencionar que, incluso desde un punto de vista económico, contrariamente a lo que a veces se oye, los datos muestran un efecto de contención de los costes[25].
La reducción del gasto puede atribuirse a una doble razón. Por un lado, los cuidados paliativos limitan la medicina defensiva, que suele ser muy costosa. En Italia, por ejemplo, se estima que estos costes ascienden a unos 10.000 millones de euros cada año[26]: el diálogo entre médico y paciente facilita acuerdos más claros sobre los cuidados que deben administrarse, evitando litigios. Por otra parte, los cuidados paliativos favorecen un uso proporcionado de las intervenciones de diagnóstico y terapéuticas, cuando sabemos que la mayor parte de los costes sanitarios se refieren a los últimos meses de vida del paciente. Esto no significa reducir los tratamientos de forma arbitraria, sino evaluar más detenidamente su adecuación real y su proporcionalidad.
En Italia, la ley n.º 38/2010, que contiene «Disposiciones para garantizar el acceso a los cuidados paliativos y a la terapia del dolor», ofrece un marco normativo muy válido e innovador: se prevén diferentes niveles, desde la asistencia domiciliaria hasta la asistencia residencial, considerando también las necesidades particulares de la edad pediátrica. Sin embargo, aún queda mucho trabajo por hacer para que la ley tenga una aplicación real, haciendo que este servicio esté efectivamente disponible de forma homogénea a nivel nacional.
Una nueva actitud interior
La necesidad que los cuidados paliativos ponen de manifiesto es, por tanto, la de que la medicina dé un nuevo aliento a su vocación básica de «cuidar». Se trata de un cambio de gran envergadura, que requiere una verdadera conversión de perspectiva, que también se fomenta ampliamente a nivel eclesial[27]. Pero no es posible pensar en realizar una transformación de esta magnitud sin un profundo camino personal, también por parte del personal sanitario. Ciertamente, la introducción de las ciencias humanas (medical humanities) en el currículo de formación del personal sanitario, como ya ocurre en muchas universidades, puede ayudar en este sentido.
Sin embargo, el autor está convencido de que no basta con añadir más cursos al plan de estudios si falta otro tipo de conocimiento, que es más sapiencial e implica la formación de la conciencia. Es necesario que el propio médico se enfrente honestamente a su propio límite: a nivel cognitivo y operativo, pero aún más profundamente a nivel existencial. Es necesario, por tanto, un trabajo incesante sobre sí mismo y sobre la propia condición de ser humano vulnerable y mortal, que permita elaborar el límite como lugar no de derrota, y por tanto siempre a combatir (como se ha mencionado a propósito de la empresa tecnocientífica), sino de realización de la existencia, en la lógica del cuidado recíproco.
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Cfr. D. Le Guay, «Représentation actuelle de la mort dans nos sociétés: les différents moyens de l’occulter», en Études sur la mort, n. 134, 2008/2, 115-123. ↑
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V. Delacroix, «La mort chez nous», en Esprit 89 (2020/5) 67. ↑
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T. Châtel, «La mort moderne: “tabous” et représentations», en Cités 17 (2016/2) 41-48. ↑
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Cfr. P. Sequeri, L’iniziazione. Dieci lezioni su nascere e morire, Milán, Vita e Pensiero, 2022. ↑
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Ibid., 19; cfr. también C. Chalier, Comme une clarté furtive. Naître, mourir, París, Bayard, 2021. ↑
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World Health Organization, National Cancer Control Programmes. Policies and managerial guidelines, Ginebra, World Health Organization, 20022. ↑
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Cfr. L. Radbruch – L. De Lima – F. Knaul et Al., «Redifining Palliative Care. A New Consensus-based Definition», en Journal of Pain and Symptom Managment 60 (2020) 754-764; S. Payne – A. Harding – T. Williams et Al., «Revised recommendations on standards and norms for palliative care in Europe from the European Association for Palliative Care (Eapc): A Delphi study», en Palliative Medicine, vol. 36, 2022/4, 680-697. ↑
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Cfr. S. Spinsanti, La cura in modalità palliativa. Le parole, le regole, le pratiche, Castel San Giovanni (Pc), Dapero, 2022. ↑
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Pontificio Consiglio per gli Operatori Sanitari, Nuova carta degli operatori sanitari, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2016, n. 93. ↑
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Ibid., n. 95. ↑
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Cfr. Comitato Nazionale per la Bioetica, Sedazione palliativa profonda continua nell’imminenza della morte, 29 de enero de 2016, 7. ↑
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Cfr. P. Requena, La buena morte. Dignidad humana, cuidados paliativos y eutanasia, Salamanca, Sígueme, 2021, 97-104; F. Canzani, Dizionario delle ultime parole. Manuale sulle cure palliative per volontari e familiari, Padua, Messaggero, 2019, 91-102. ↑
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P. Parolin, Discorso al Convegno internazionale della Pontificia Accademia per la Vita sulle Cure Palliative, 27 de febrero de 2018. ↑
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Ibid. ↑
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Para una presentación sintética del criterio de proporcionalidad, remitimos a un artículo anterior publicado en la edición italiana de esta revista: C. Casalone, «Vivere il morire con umanità e solidarietà», en Civ. Catt. 2017 IV 536-539. ↑
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C. M. Martini, «Quale verità al malato: chi, come, perché», en Id., Farsi prossimo, Milán, Bompiani, 2021, 464. ↑
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Cfr. C. Viafora, «Filosofia e cure palliative: la dimensione umana della fase terminale», en O. Corli – R. Vecchi (edd.), Siamo anime e corpi. Altri orizzonti per le cure palliative, Trieste, Battello stampatore, 2021, 197-206. ↑
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Cfr. C. A. Clerici – T. Proserpio, La spiritualità nella cura. Dialoghi tra clinica, psicologia e pastorale, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2022; K. Benton – R. Pegoraro (edd.), Finding Dignity at the End of Life: A Spiritual Reflection on Palliative Care, New York, Routledge, 2021; H. S. Perkins, A Guide to Psychosocial and Spiritual Care at the End of Life, New York, Springer, 2016. ↑
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N. Pujol – G. Jobin – S. Beloucif, «Quelle place pour la spiritualité dans le soin ?» en Esprit 83 (2014/6) 80. ↑
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Cfr. S. Spinsanti, La cura in modalità palliativa, cit., 27-31. ↑
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Cfr. D. A. Lichter, «Spiritual Care in Palliative Care», en P. J. Cataldo – D. O’Brien (edd.), Palliative Care and Catholic Health Care: Two Millennia of Caring for the Whole Person, New York, Springer, 2019, 93. ↑
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Cfr. C. Casalone, «La preghiera è terapeutica?», en Aggiornamenti Sociali 51 (2000) 645-658; R. P. Sloan – E. Bagiella et Al., «Should Physicians Prescribe Religious Activities?», en The New England Journal of Medicine, vol. 342/25, 2000, 1913-1916. ↑
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Cfr. C. A. Clerici – T. Proserpio, La spiritualità nella cura…, cit., 112 s. ↑
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Entre las obras que han tenido amplia resonancia internacional, a través de la investigación que promueve y coordina el Hasting Center de Nueva York sobre «Objetivos de la medicina», podemos mencionar: Setting limits: Medical goals in an aging society (1987) y What kind of life: The limits of medical progress (1990). ↑
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Cfr., por ejemplo, C. Normand – J. B. Cassel et Al, «Economics of Palliative Care for Hospitalized Adults with Serious Illness: A Meta-analysis», en Journal of the American Medical Association, en línea, 30 de abril de 2018. ↑
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Cfr. «Medicina difensiva. Ci costa 10 mld l’anno», en Quotidiano Sanità (https://www.quotidianosanita.it/governo-e-parlamento/articolo.php?articolo_id=26843), 26 de marzo de 2015. ↑
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Cfr. Pontificia Accademia per la Vita, Libro Bianco per la Promozione delle Cure Palliative nel mondo, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2020; Conferenza Episcopale Italiana, Alla sera della vita. Riflessioni sulla fase terminale della vita terrena, Savona, Editoriale Romani, 2020, nn. 65-69. ↑
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