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«Laudate Deum»

La ecología a la luz del Evangelio

© Jon Sullivan (PD Photo.org) / Wikipedia

Introducción

El 4 de octubre, fiesta de San Francisco de Asís, el Papa publicó una exhortación apostólica dedicada a la «crisis climática». El documento se titula con dos palabras latinas, que son una cita del poverello: «Laudate Deum por todas sus criaturas»[1].

Al santo, que parece haber tenido dificultades para escribir una regla de vida religiosa, le gustaba cantar con palabras y gestos, para expresar la alegría de vivir junto a otras criaturas, sus hermanas. De ahí el título, a partir del cual debemos leer este documento del magisterio del actual pontificado. La mística de san Francisco se revela así fundamental para una correcta hermenéutica del texto.

En este sentido, a medida que avanzamos en la lectura del documento, es importante que no perdamos de vista la centralidad de Dios, a quien alabamos por sus criaturas. De lo contrario, fácilmente podríamos llegar a pensar que el Papa adhiere a cualquier ideología de moda en la actualidad, escrita por algún grupo ecologista laico que quisiera abogar por la protección de la naturaleza, a la que se opone el ser humano y el progreso de sus sociedades[2].

Sin embargo, sean largas o cortas, se encuentren al principio o al final de la exhortación, las referencias bíblicas son fundamentales para una correcta interpretación del documento. A partir de estos enlaces, es fácil ver que el Papa no habla como el jefe de alguna ONG, sino como un verdadero líder espiritual, sobre todo cuando sienta las bases de lo que es propio de una ecología que quiere ser explícitamente «cristiana».

Esta es la tesis que trataremos de exponer en las siguientes páginas: apelando siempre a la sensibilidad y a la urgencia del cuidado del medio ambiente y de nuestra «casa común», Francisco se apoya en la Escritura y en la Tradición como depositum fidei, para mostrar la visión cristiana del compromiso de proteger la creación en el actual contexto de crisis ambiental. Y al hacerlo, el Papa se acerca claramente a la perspectiva de Teilhard de Chardin (1881-1955).

En este sentido, cabe destacar la referencia a Teilhard que Francisco hace en su primera encíclica social, Laudato si’ (LS): el Papa menciona al paleontólogo jesuita en una nota a pie de página en el n. 83, para mostrar que la «marcha del universo» hacia su «plenitud universal» implica superar la actitud de «dominio despótico e irresponsable del ser humano sobre las demás criaturas» (LS 83).

Para que la crítica de esta actitud sea auténtica y explícitamente cristiana, es necesario establecer tres principios fundamentales, que encontramos en el cuidado de la casa común preconizado por el Papa Francisco. En primer lugar, el respeto a la naturaleza debe basarse en el acto creador de Dios, ya que el mundo, es decir, nuestra «casa común», contiene un valor intrínseco que debe ser respetado en la medida en que es un don gratuito del amor divino. En segundo lugar, la sensibilidad ecológica promovida por el Pontífice surge de un «antropocentrismo situado», al que la tradición cristiana no puede renunciar. En tercer lugar, puesto que el respeto a la naturaleza deriva sobre todo de una espiritualidad que nos hace sentir a todos hermanos entre nosotros y con las demás criaturas, el activismo cívico – o incluso político – al que nos exhorta Francisco será siempre el del diálogo, la reflexión y la cooperación, renunciando en todo caso a la violencia de los gestos que nos enfrentan unos a otros, provocando la destrucción del tejido social y, por tanto, de nuestra casa común.

Dios del universo

En el primer párrafo de la exhortación apostólica, el Papa explica que, en su cuidado de la naturaleza, Francisco de Asís acogió la sensibilidad de Jesús que nos revelan los Evangelios. En efecto, las imágenes de Él que nos proponen los Evangelios expresan ciertamente a un hombre que se encuentra más a gusto en la naturaleza que en un ambiente urbano. Probablemente es alguien cercano a los agricultores, que sabe cómo crecen los «lirios del campo» y cómo se alimentan las «aves del cielo». Además, Jesús tiene la vena de un poeta capaz de maravillarse ante los dones de Dios, viendo sus huellas en la naturaleza. Si el Señor viste los «lirios del campo» de un modo más hermoso que Salomón en su reinado (cfr. Mt 6,28-29), es porque la naturaleza tiene un valor en sí misma que va más allá de su utilidad para el ser humano. Si Dios no se olvida de los pájaros en el cielo (cfr. Lc 12,6), significa que estas criaturas son amadas por Él con el mayor amor[3].

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El fundamento evangélico vale tanto para el santo de Asís como para nosotros, que vivimos en un mundo en el que se estimula cada vez más la sensibilidad por las cuestiones ecológicas. En este contexto, a veces confuso por las incertidumbres y la pluralidad de opiniones, el Papa subraya las «motivaciones espirituales» de su planteamiento[4].

El quid de la cuestión consiste, en primer lugar, en la afirmación bíblica según la cual, cuando Dios creó el mundo, consideró que «era muy bueno» (Gn 1,31). En la medida en que la naturaleza pertenece sólo a Dios, su Creador, la Biblia declara que «la tierra no puede venderse definitivamente» (Lev 25,23). De hecho, los seres humanos sólo somos «forasteros y huéspedes» (ibid.) en esta «casa común» que se nos ha confiado por amor[5]. Por eso somos responsables «ante una tierra que es de Dios»[6].

El fundamento del respeto debido a la naturaleza reside, pues, en Dios como su Creador. No es casualidad que Francisco de Asís comience su cántico con la alabanza a Dios. Y ésta es la invitación con la que el Papa nos introduce en la cuestión ecológica: «Laudate Deum por todas sus criaturas». La verticalidad de la alabanza debida sólo a Dios es indispensable para que la sensibilidad ecológica forme parte de la tradición cristiana. En otras palabras, la horizontalidad del respeto a las demás criaturas es estimulada por la verticalidad que nos hace alabar a Dios sobre todas las cosas.

Para el Papa, está claro que con la alabanza que San Francisco dirige a Dios, amado sobre todas las cosas, no disminuye en absoluto el amor a las criaturas. Al contrario, el amor a Dios intensifica el respeto a la naturaleza por dos razones fundamentales: en primer lugar, entendemos que, amando a Dios, debemos amar también lo que le pertenece y lo que Él ama, es decir, la creación que Él ha realizado por amor; en segundo lugar, en la medida en que Dios las quiere, las desea y las ama, las criaturas tienen un valor intrínseco que debe ser respetado.

Esta dinámica cruciforme descrita por el Papa Francisco se acerca a la visión de Teilhard de Chardin, quien también se inspiró en la perspectiva de la escuela franciscana. Mención especial merece la dinámica del amor divino que vincula el acto de la creación con el de la encarnación y la redención. Podemos entenderlo por la afirmación del Papa – con una referencia explícita al científico jesuita – de que «Cuando insistimos en decir que el ser humano es imagen de Dios, eso no debería llevarnos a olvidar que cada criatura tiene una función y ninguna es superflua. Todo el universo material es un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios» (LS 84).

En este párrafo de Laudato si’, el Pontífice abraza sin duda la visión teilhardiana: se trata de contemplar, con corazón místico, un universo en constante «viaje» hacia una «plenitud» que sólo se realiza en Dios, que trasciende el universo[7]. Este universo no se reduce a pura naturaleza, a pura materia cerrada al espíritu. En efecto, habiendo sido creado y amado por Dios desde el principio, no puede reducirse al orden puramente «natural»[8]. Esta es la visión teilhardiana – capaz de contemplar la evolución del universo como una «cristogénesis» – que consiste en la comunión entre el universo entero y su Omega a través de la mediación del ser humano[9].

El ser humano está, pues, llamado a participar activamente en este dinamismo, actuando como custodio de la creación y conduciendo todas las cosas hacia su realización final. Además, no es posible dar al mundo un valor mayor que el que le confiere la visión cristiana. Parece que no es posible fundamentar mejor el respeto que debemos tener por la creación, ya que nada ni nadie puede otorgarle un valor más alto que Dios mismo. La dinámica de las criaturas, que proceden del amor de Dios y se mueven hacia Él con su alabanza, parece constituir así el fundamento más completo de todo el cuidado que debemos tener por la ecología. Sólo en una naturaleza abierta a esa dinámica, en lugar de encerrada en sí misma, podemos apreciar realmente su belleza, reconocer su valor intrínseco y comprender plenamente la responsabilidad que tenemos hacia todas las criaturas que comparten este mundo con nosotros.

A este respecto, hay que notar cómo Francisco condena el “paradigma tecnocrático que subyace al actual proceso de degradación ambiental” (LD 20). El primer problema que subyace a este paradigma perverso no se refiere inmediatamente a la destrucción de la naturaleza que va unida a él: se trata ante todo de una perspectiva que hace que el ser humano asuma el papel de creador de sí mismo.

No es casualidad que el Papa comience Laudate Deum del mismo modo que lo concluye: evocando la alabanza debida a Dios. Si eligió la expresión «Alabado sea Dios» como título de su exhortación, Francisco lo hizo precisamente «porque un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo» (LD 73). Esta crítica se basa en la idea de que la aproximación tecnocrática, con su énfasis en la dominación y el control total de la naturaleza, implica una soberbia humana que quiere sustituir a lo divino. A medida que el ser humano absolutiza cada vez más sus facultades cognitivas, de modo que se considera capaz de conocer, predecir y transformar el mundo a su antojo, su ser personal queda oscurecido en sus relaciones y desencanto con la contemplación del mundo. En el determinismo del cientificismo tecnocrático, el sujeto humano pierde la capacidad de contemplar maravillado la belleza intrínseca de la creación.

La maravilla de la creación se ve realzada por la perspectiva cristiana, según la cual el mundo es un don gratuito de Dios. Al poner a Dios como fundamento, no sólo es posible fundamentar racionalmente el valor intrínseco de la naturaleza que debemos respetar, sino que también es posible fomentar una experiencia similar a la vivida por San Francisco de Asís y a la descrita en los Evangelios por Jesús. Esta experiencia mística nos impulsa a habitar esta Tierra con gratitud y respeto por las criaturas con las que compartimos una «casa común». Así, la conciencia de este don gratuito de Dios nos induce a actuar como custodios de la creación, en lugar de pretender manipularla o explotarla sin límites.

El papel del ser humano en la naturaleza

Entendemos, pues, que el amor a Dios no obstaculiza, sino que estimula la práctica del amor a las criaturas. La ley evangélica del amor en sus tres dimensiones – Dios, el prójimo y uno mismo (cfr. Mt 22,37-40; Mc 12,29-31; Lc 10,26-28) – debe extenderse a nuestras relaciones horizontales con las criaturas.

Por una parte, amar al prójimo constituye un acto que se extiende naturalmente a las criaturas. En la medida en que somos un elemento del cuerpo orgánico del universo, junto a los demás seres de la Tierra, son considerados nuestros hermanos y hermanas. Como afirma el Papa, en sintonía con el Evangelio y la mística franciscana, «todo está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y hermanas en una maravillosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre tierra» (LS 92). Es evidente, por tanto, que esta mística asume un profundo respeto por la vida en todas sus formas, promoviendo el bienestar animal, la protección de los ecosistemas y la equidad en la distribución de los recursos.

Por otra parte, en lo que respecta a la sensibilidad ecológica actual, teniendo en cuenta la urgencia que nos impone la crisis climática, podemos profundizar en el amor a nosotros mismos en estrecha relación con el cuidado de la «casa común», cuya preservación constituye una condición de posibilidad para nuestra vida. Desde esta profundización en la ley evangélica del amor, el Papa apela a la gestión sostenible de los recursos, a la reducción de la contaminación y a la protección de los ecosistemas. En otras palabras, amarse hoy como ser humano implica cuidar de las generaciones venideras, para que puedan desarrollar su vida en un medio ambiente sano y próspero.

Aquí se manifiesta el papel central que asume el ser humano en la «marcha» del universo hacia su «plenitud» en Dios. Por tanto, el Papa expresa claramente el «antropocentrismo» de su perspectiva, fiel a la tradición judeocristiana, según la cual el ser humano tiene un «valor peculiar y central […] en medio del concierto maravilloso de todos los seres, pero hoy nos vemos obligados a reconocer que sólo es posible sostener un “antropocentrismo situado”. Es decir, reconocer que la vida humana es incomprensible e insostenible sin las demás criaturas» (LD 67).

Este tipo de antropocentrismo está en las antípodas del antropocentrismo promovido por el paradigma tecnocrático, en el que el ser humano se considera dueño del mundo, libre de transformarlo a su antojo y mediante sus conocimientos técnico-científicos. En efecto, según el Papa, independientemente de que estemos seguros o no de la causa antropogénica del cambio climático, es evidente que la intervención humana en la naturaleza está destruyendo el Planeta y la vida, incluida la nuestra[10].

En esta perspectiva, observamos cómo el antropocentrismo de Francisco se acerca a la visión de Teilhard de Chardin. Mientras que el jesuita francés ve al ser humano como la «flecha del universo», el Papa cree que la ecología no debe concebirse sin «una antropología adecuada» (LS 118). Mientras Teilhard ve a la persona humana como el resultado de la evolución de todo el universo, Francisco afirma el antropocentrismo como signo de la atribución al hombre de la responsabilidad de cuidar el mundo, el medio ambiente.

Teilhard intenta mostrar la evolución del universo como un camino basado en dos principios esenciales. Por un lado, identifica en cada cambio de linaje del Árbol de la Vida la asociación, es decir, la socialización de diferentes individuos. En efecto, de la aglomeración de diferentes átomos que ocupan el mismo espacio surge la célula. Y de la confluencia de células se originan nuevas formas de vida. Del mismo modo, la reunión de diferentes seres vivos nos lleva a saltos de linajes en el Árbol de la Vida[11]. Por otra parte, Teilhard subraya el hecho de que la evolución ha avanzado hasta nosotros hacia una complejización creciente de la conciencia, es decir, del ser personal del individuo. Así, nos hace comprender que la evolución no produce una fusión entre todos los elementos del universo, en la medida en que la unión entre los individuos da lugar a una distinción progresiva entre ellos, acentuando la singularidad o personalidad[12].

Continuando con esta descripción, Teilhard sostiene que el sentido de la evolución, es decir, su plena inteligibilidad, depende de nosotros: gracias a nuestra libertad, los seres humanos podemos seguir poniendo en práctica estos dos principios, llevándolos a su cima. Esta es la fase de la noósfera, en la que nos encontramos[13]. Al hacerlo, podremos ver cómo el amor cristiano, que abarca a todos los pueblos y a todas las criaturas, respetando la singularidad de cada persona, representa la cúspide de esta evolución, integrando espiritualidad y ciencia en una visión holística del mundo[14]. No es difícil, pues, comprender la necesidad, para Teilhard, de asumir la trascendencia del punto Omega, con el que el Universo, distinto, se une por amor, por atracción, sin fundirse con Él[15].

Pues bien, la «esperanza» que Francisco expresa en la posibilidad de un futuro que podamos construir juntos va de la mano de esta visión teilhardiana. De hecho, ambos asumen un tipo de antropocentrismo que no es ni «moderno», ni «desviado», ni «despótico», en la medida en que implica la afirmación del hombre guiado por una ética que renuncia al «individualismo», respetando y valorando la naturaleza en el desarrollo de una vida en la que se integran todos los elementos del universo[16].

Aquí podemos ver un argumento a favor del antropocentrismo, que se expresa de forma muy sencilla: en el mundo que habitamos, sólo los seres humanos poseen la libertad de amar la naturaleza o de destruirla. Nos corresponde a nosotros elegir nuestro modo de vida: sólo nuestras sociedades pueden hacer esa elección, y el destino del mundo depende de esta opción fundamental que deben tomar los seres humanos. Es en este sentido que la persona humana ocupa el centro de la naturaleza.

En cualquier caso, tanto el antropocentrismo cristiano de Teilhard como el «antropocentrismo situado» de Francisco rechazan el antropocentrismo del paradigma tecnocientífico según el cual la naturaleza pertenece al hombre, que puede hacer lo que quiera con sus posibilidades de transformación. No basta con afirmar que el ser humano ocupa un lugar central en el universo, sino que es necesario situar esta perspectiva antropocéntrica en un horizonte que nos impulse a valorar y respetar a todas las criaturas del universo que han sido creadas por Dios y que, por tanto, no nos pertenecen. Es desde esta perspectiva profundamente cristiana y bíblica desde la que el Papa llama a una transformación más sobria de nuestro estilo de vida[17], para preservar nuestra «casa común». Es obvio que este llamado adquiere especial relevancia en el contexto de los actuales cambios climáticos, reconocidos por la mayoría de los científicos[18].

Sin embargo, esta transformación hacia un estilo de vida más sobrio está impulsada principalmente por «motivaciones espirituales», que nos empujan a dejar de lado la «ideología» del cientificismo moderno. Se trata de «repensar el uso que hacemos del poder» que nos da la tecnología. Sin descuidar la importancia del conocimiento científico y del progreso que nos permite, no podemos suponer que la tecnología no tiene límites y que la naturaleza es propiedad humana. Por el contrario, es posible y deseable vivir en armonía con el mundo y los elementos que lo componen, incluidos nosotros mismos[19]. Comprendemos así cómo el antropocentrismo del Papa Francisco busca evitar una separación excesiva entre los seres humanos y la naturaleza.

En este contexto, todavía hay que señalar cómo el magisterio del Papa se desmarca de todas las ideologías que hoy en día nos afectan. En efecto, tanto el paradigma tecnocrático del cientificismo moderno como algunos movimientos ecologistas radicales contemporáneos tienden, a partir de una visión maniquea, a separar al ser humano de la naturaleza. En el primer caso, la naturaleza se ve como algo que hay que moldear a voluntad del ser humano individualista y egoísta, sin tener apenas en cuenta las consecuencias a largo plazo. En el segundo caso, aunque bienintencionados en muchos aspectos, estos movimientos ecologistas adoptan a veces una visión que ve el progreso de la vida humana como intrínsecamente perjudicial para la naturaleza: es como si tuviéramos que elegir entre humanidad y naturaleza. Ambas perspectivas, al separar excesivamente al ser humano del resto de la creación, obstaculizan el desarrollo armónico de una vida humana respetuosa y en equilibrio con el medio ambiente.

A este respecto, recordemos lo que dice el Papa, luego de citar su encíclica social Laudato si’: «[Si] el mundo no se contempla desde fuera, sino desde dentro», entonces hay que excluir «la idea de que el ser humano sea un extraño, un factor externo sólo capaz de dañar el ambiente». Por el contrario, el ser humano «debe ser considerado como parte de la naturaleza. La vida humana, la inteligencia y la libertad integran la naturaleza que enriquece a nuestro planeta y son parte de sus fuerzas internas y de su equilibrio» (LD 25-26).

Por lo tanto, es esencial buscar un enfoque más equilibrado e integral que reconozca la interconexión entre los seres humanos y la naturaleza para lograr una coexistencia sostenible. Esta es la espiritualidad cristiana que el Papa, en la estela de Teilhard de Chardin y San Francisco, trata de promover en el contexto actual.

La fraternidad se extiende a todas las criaturas

Las «motivaciones espirituales» del Papa Francisco llevan su magisterio más allá de toda ideología. A este respecto, hay que tener en cuenta las raíces bíblicas de sus declaraciones. Más concretamente, en Laudate Deum el Pontífice parece distanciarse, por un lado, de los fundamentalismos apocalípticos que reducen la crisis actual a una mera cuestión ecológica y, por otro, de los negacionistas irresponsables que no quieren cambiar nada en nuestras sociedades actuales. Mientras los primeros tienden a culpar «a los pobres porque tienen muchos hijos y hasta pretenden resolverlo mutilando a las mujeres de países menos desarrollados» (LD 9), los segundos «citan datos supuestamente científicos» porque no quieren aceptar la causa antropogénica del rápido cambio climático[20]. Esta irracionalidad, que desprecia las conclusiones de la mayoría de los científicos, se manifiesta también en los ecologistas radicales que tienden a pintar un escenario catastrófico, proponiendo medidas poco realistas basadas en «diagnósticos apocalípticos […] poco razonables o insuficientemente fundados» (LD 17).

El enfoque equilibrado del Papa no nos lleva a ignorar la posibilidad de llegar a un punto irreversible, ni a limitar la cuestión a una ideología puramente ecológica. Si hoy nos enfrentamos a una emergencia climática, el problema no es sólo ecológico. Por tanto, no deben buscarse soluciones que no integren las cuestiones humanas y sociales que están en juego. Si se puede discernir una acción llamada «política» en el magisterio del Papa, ésta consiste en un intento de superar las ideologías que amenazan hoy a nuestras sociedades. De hecho, Francisco trata de evitar la división de nuestro tejido social en polos opuestos, que interactúan a través de palabras y gestos violentos. En efecto, es importante considerar que la crisis que caracteriza nuestro contexto político está vinculada a la creciente polarización y radicalización de las esferas políticas, así como a las crisis climática, medioambiental, social y económica.

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En consecuencia, tanto Laudato si’ como Laudate Deum deben leerse desde la perspectiva de un Papa que quiere distanciarse de las ideologías políticas que se manifiestan en nuestro tejido social. En estos documentos promueve un activismo cívico cristiano, basado siempre en el diálogo y la cooperación entre personas de distintos orígenes sociales y religiosos. Considera, al igual que Teilhard, lo que el contexto actual pone de manifiesto. Desde la crisis pandémica de 2019 hasta el desafío del cambio climático actual, el Papa reconoce sin ambages que «todo está conectado» y que «nadie se salva solo» (LD 19). En clara correlación con lo que escribió en la encíclica Fratelli tutti[21], Francisco no sólo afirma la interconexión de todos los elementos de la Tierra, en la medida en que Dios nos ha unido inseparablemente a todas las criaturas, sino que también insiste en las consecuencias de este principio: el hecho de que todo esté conectado afecta a nuestra forma de actuar. Si adoptamos este principio holístico que rige la verdadera ecología integral, no podemos obrar de un modo violento que nos separe a unos de otros. En lugar de una dinámica de gestos violentos e imponderables, podemos llevar los datos que nos ofrece la comunidad científica a una dinámica de convergencia en la que dialoguemos y cooperemos por el bien común. Sólo entonces será posible construir la unidad y el amor que dan sentido al mundo en evolución.

Pero vemos aún otro aspecto en el que el Papa se acerca a Teilhard. Mientras Dios, según el paleontólogo jesuita, creaba uniendo, el Papa busca promover la fraternidad entre personas de todas las naciones y religiones. Henri de Lubac habló de la visión de Teilhard como una «metafísica de la unión»[22]. El teólogo francés, que tanto ha defendido a Teilhard en el seno de la Iglesia y que ha influido significativamente en la formación intelectual de Jorge Bergoglio, nos muestra, a partir de la obra de su compañero jesuita, una visión específica del desarrollo de la humanidad favorecida por el cristianismo: en lugar de producirse a través de la confrontación de afirmaciones y negaciones de tesis violentamente enfrentadas, el progreso consiste en el movimiento de convergencia hacia una posible comunión, que permita avanzar en la resolución de los problemas concretos a los que nos enfrentamos hoy, preservando al mismo tiempo la singularidad de cada persona.

Y el Papa Francisco, en la medida en que reconoce la gravedad de la situación, evitando al mismo tiempo la exageración de ideologías apocalípticas, se muestra equilibrado en sus posiciones. Acogiendo con satisfacción las aportaciones que proceden de la comunidad científica, se muestra dispuesto a colaborar con todas las personas de buena voluntad, para desarrollar una tecnología cada vez más auténtica y promover una transición energética meditada.

Conclusión

En su reciente viaje a Mongolia, el Papa hizo referencia a Teilhard. Acercándose a China, donde vivía el paleontólogo jesuita, y estando cerca del lugar donde Teilhard había compuesto su famosa Misa sobre el Mundo, recordó la dimensión cósmica de la Eucaristía. En un contexto que le impedía celebrar la misa con las especies de pan y vino, Teilhard compuso la famosa oración en la que la creación entera se ofrece a su Creador, siempre presente en su obra de amor[23].

En este artículo hemos intentado mostrar una conexión entre el Papa Francisco y Teilhard en la reflexión del Pontífice sobre la crisis climática actual. Siguiendo la estela de Teilhard, Francisco abraza una visión ecológica enraizada en el horizonte bíblico judeocristiano. Es una ecología que brota de una espiritualidad claramente franciscana; una mística que nos invita a sentirnos plenamente integrados en un mundo que no es nuestro, sino creado por Dios. A la luz de la urgencia medioambiental a la que nos enfrentamos, esta mística nos urge a cooperar y dialogar unos con otros para preservar la «casa común» que se nos ha confiado. El llamado del Papa a un estilo de vida más sobrio en el uso y la producción de bienes materiales encarna esta espiritualidad en el contexto actual.

Podemos concluir acudiendo a la Biblia, que expresa la alabanza del Creador en las palabras del profeta Daniel (cfr. Dan 3,52-88). Su canto resuena en nuestros corazones, llamándonos a la acción de una Iglesia en camino. Cada vez que proclamamos: «¡Benditas sean todas las obras del Señor, el Señor, alabadle y ensalzadle por los siglos! […] Bendecid, sol y luna, al Señor…» (Dan 3,57-62), estamos en comunión con otras criaturas. Cada vez que invocamos las «estrellas de los cielos», los «mares y ríos», las «montañas y colinas», las «aves» y todo «lo que se mueve en el agua» para alabar a Dios, nuestras voces se elevan como un elemento de la sinfonía cósmica. Profundamente unidos a las demás criaturas, nos sentimos integrados en la armonía de la obra del Creador. Se trata de la fraternidad cósmica, que San Francisco experimentó a través de su misticismo y que Teilhard vio en la evolución del universo. Se trata, en definitiva, de la maravilla de la creación, de la belleza de la Tierra que nos acoge. Desde esta mística, se nos invita a colaborar con la obra de Dios. Al hacerlo, podemos extender la Iglesia más allá de una comunidad sólo humana y encerrada en sí misma. El cántico de Daniel extiende el pueblo de Dios en camino hacia todas las criaturas.

La ecología promovida por el magisterio del Papa se basa en esta espiritualidad bíblica. En lugar de arrojarnos a un abismo de catastrofismo ideológico, nos impulsa a creer que con nuestra acción responsable podemos contribuir a la restauración y conservación de la casa común. En comunión con toda la creación, continuamos el camino de cuidado y respeto de la Tierra, movidos por la esperanza de que es posible un futuro mejor. Alabar al Señor no nos encierra en el pesimismo ante la crisis, sino que nos impulsa a creer en la novedad que germinará de nuestra colaboración con la obra de Dios.

  1. Francisco, Laudate Deum (LD), n. 1.

  2. En este sentido, hay que recordar lo que dijo el Papa Francisco al rabino Abraham Skorka, estableciendo una clara diferencia entre un líder de una ONG y un líder de una Comunidad o Iglesia. La palabra clave para entender la diferencia entre ellos y entre los planes es «santidad», que se abre a la dimensión «trascendente»: cfr. J. M. Bergoglio – A. Skorka, On Heaven and Earth. Pope Francis on Faith, Family, and the Church in the 21st Century, Londres, Bloomsbury, 2013, 38 s.

  3. Cfr. LD 1.

  4. Cfr. LD 61-73

  5. Cfr. LD 62.

  6. Ibid., donde se cita la encíclica del Papa Francisco Fratelli tutti (FT), n. 68.

  7. Cfr. LS 83.

  8. Cfr. LS 100; LD 65.

  9. Cfr. P. Teilhard de Chardin, La mia fede, Brescia, Queriniana, 1993, 173.

  10. Cfr LD 14.

  11. Cfr P. Teilhard de Chardin, Il fenomeno umano, Brescia, Queriniana, 1995, 75.

  12. Cfr. ibid., 161 s.

  13. Por eso la aparición de los seres humanos en el universo constituye una «revolución» en la evolución y en su destino: cfr. Id., Il posto dell’uomo nella natura. Il gruppo zoologico umano, Milán, Il Saggiatore, 1970, 46 s.

  14. Cfr. Id., Il fenomeno umano, cit., 275.

  15. Cfr. ibid., 249; Id., Il posto dell’uomo nella natura…, cit., 21-23.

  16. Cfr. LS 68; 118; 119; 208.

  17. Cfr. LS 222.

  18. Cfr. LD 13.

  19. Cfr. LD 21-25.

  20. Cfr. LD 6.

  21. Cfr. FT 34; 54.

  22. Cfr. H. de Lubac, Il pensiero religioso del padre Teilhard de Chardin, Milán, Jaca Book, 1983, 274 s.

  23. Cfr. A. Spadaro, «“Abitare la casa terrena abbracciando il cielo”. Il viaggio apostolico di Francesco in Mongolia», en Civ. Catt. 2023 III 517-530.

Andreas Lind
Licenciado en Economía por la Universidad Nova de Lisboa en 2004, Andreas Gonçalves Lind ingresó en la Compañía de Jesús en 2005. Como jesuita, se graduó en Teología y Filosofía. Tras completar su doctorado en Filosofía en la Universitè de Namur (Bélgica) en 2020, actualmente es profesor de Ontología y Filosofía de la Religión en la Facultad de Filosofía y Ciencias Sociales de la Universidad Católica Portuguesa de Braga.

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