Vida de la Iglesia

Por una teología moral en salida

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En estas páginas se afrontan algunos «nudos» que debemos desatar para que la teología moral colabore a que la Iglesia dé frutos en la caridad para la vida del mundo y se renueve, como nos pide el papa Francisco, en los caminos abiertos por el Concilio Vaticano II[1]. Esos nudos, en parte, los hemos hecho dentro de la Iglesia, especialmente por parte de quienes han tenido en ella más responsabilidad y autoridad. En ellos resuenan herencias pesadas o desarrollos basados en enfoques mal orientados que unos dan por definitivos, mientras que otros claman por cambiar. La llamada es a discutir serenamente los argumentos de unos y otros, invocando la asistencia del Espíritu Santo, en la Iglesia que Cristo construye sobre Pedro, sin caer en polarizaciones que llevan a enfrentamientos y descalificaciones, ni en ideologizaciones que instrumentalizan la doctrina de la fe para sacar adelante opiniones particulares, prescindiendo del Pueblo de Dios.

Otros nudos vienen de situaciones muy distorsionadas de la experiencia humana en una posmodernidad tecnológica que tiende a diluir al sujeto personal y romper sus vínculos, subvirtiendo con frecuencia la relación entre medios y fines. Nuestros tiempos «líquidos» generan abundantes distorsiones en el sujeto humano en temas clásicos de la moral sexual y la bioética, a los cuales se han ido sumando otros problemas. Uno de los grandes nudos que amenaza con hacerse cada vez más difícil es el de la disolución antropológica manifestada en las «promesas» que vienen de la mano del transhumanismo o los impresionantes progresos de las neurociencias con todo lo que pueden llegar a hacer en la mente humana y la conducta, así como la alteración de la identidad humana y la radical ambigüedad sobre la corporalidad y la dificultad para que, a través del cuerpo, se haga presente el ser humano (mujer y varón) en el cuerpo. Asistimos al debilitamiento programado de la vinculación en su dimensión personal (corporal-espiritual), relacional-afectiva (deseo-amor) y público-institucional (justicia-solidaridad-paz)[2]. Es como un «nuevo nihilismo» que «universaliza todo anulando y desmereciendo particularidades o afirmándolas con tal violencia que logran su destrucción»[3], y va más lejos que el relativismo clásico, porque difumina la materia misma sobre la que reflexionar, despreciando la experiencia inmediata y la conciencia de la realidad, tanto natural como social.

Por supuesto que aquí el contexto también importa; no es lo mismo la Iglesia en un país que en otro; cada lugar tiene sus circunstancias, que influyen en el sesgo de los problemas y también en los modos de su afrontamiento, pero al mismo tiempo las fronteras son continuamente sobrepasadas en casi todo y las redes sociales no entienden de soberanías nacionales. Ciertamente, no hay soluciones mágicas para responder a los retos enormes, pero sí hay enfoques que nos pueden ayudar a hacerlo y tienen que ver con los marcos eclesiológicos, antropológicos, así como con la epistemología y el método del conocimiento moral.

Apertura a los conflictos bajo el signo de la Cruz

La teología moral en salida debe «hacerse cargo de los conflictos» de dentro de la Iglesia y los que afectan a todo el mundo, a fin de «resolverlos y transformarlos en el eslabón de un nuevo proceso»[4]. En realidad, una tradición viva se mantiene y progresa gracias a los conflictos – tanto los que tiene con los críticos y enemigos externos como los debates internos en torno al significado y las bases de los acuerdos fundamentales y su progreso –, porque es una discusión históricamente desarrollada y encarnada[5]. El filósofo escocés Alasdair MacIntyre alerta de que, cuando crecen dentro de una tradición las disputas estériles y se intensifican las dificultades internas para alcanzar los propios fines, solo se puede salir de esa crisis epistemológica desarrollando un nuevo sistema de conceptos o generando nuevas síntesis que permitan hacer frente a los nuevos problemas en continuidad con la tradición.

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Al proceso de «renovación en la continuidad del único sujeto-Iglesia que el Señor nos ha dado», Benedicto XVI lo llamó «hermenéutica de la reforma», consistente en un conjunto de continuidades y discontinuidades a diferentes niveles[6]. En ese sentido, «coherencia» no significa «un sistema cerrado, sino más bien la fidelidad dinámica a una luz recibida»[7] y salva tanto el carácter permanente como el histórico del patrimonio doctrinal y la dimensión de búsqueda creativa que tiene la Tradición, «garantía del futuro, no guardiana de las cenizas»[8]. La conexión directa entre misión y reforma nos lleva a una propuesta de renovación permanente no por esnobismo, sino por fidelidad al Señor, hasta el punto de que, rechazar el desarrollo de la doctrina, supone dejar que la fe en Cristo se vuelva insignificante. Eso sí, sin memoria e interpretación compartidas no será posible para la Iglesia plantear y seguir metas de futuro en continuidad con la tradición, y para que estas existan se hacen indispensables las instancias de autoridad que en la Iglesia existen y que hoy son conscientes de que no se les pide frondosidad normativa, sino guía discreta e inspiradora en el nombre del Señor, al modo de un Magisterio pastoral o kerigmático[9].

En su empeño por conocer el bien, la ética teológica debe estar en guardia frente a la tentación de buscar el refugio en las seguridades de la ortodoxia separada de la vida y ajena a la misericordia; también contra creerse poseedora de la «verdad» y negarse a cualquier desarrollo de doctrina argumentando, por ejemplo, con citas de un papa contra otro, o sin percatarse de que en parte las resistencias al cambio son miedos o resistencias a todo lo que puede amenazar particulares «zonas de confort». También hay que estar vigilantes frente a quienes buscan convertir sus intereses propios en «doctrina» eclesial o apuntarse a la última moda o a lo políticamente correcto. Desde la fe en Dios hecho carne humana ponemos nuestras mejores energías en un pensar teológico valiente por humilde y kenótico, que, sin perder la identidad cristiana y la sintonía del Espíritu, se mantenga en contacto con la realidad y en apertura al riesgo del encuentro con otras racionalidades, culturas y disciplinas.

Nuestro trabajo teológico en los muchas veces duros campos de la moral se sostiene en el vaciamiento del propio Cristo comenzado en la Encarnación y culminado en la Cruz (cfr. Flp 2,6-11). Ahí está la kénosis del Hijo donde la teología puede nutrirse: «Afirmar la posibilidad de un pensamiento kenótico cristiano no significa abandonarse al fragmentarismo, nominalismo y minimalismo en el pensar, como tampoco implica caer en olvido del complementario (y metodológicamente previo) movimiento aisthético hacia la Verdad»[10].

Identificándose con el Señor, la teología moral se pone bajo el signo de la Cruz[11], que es el «lugar permanente del discernimiento de Dios a nuestro favor», donde contemplamos «la profundidad de la encarnación» y aprendemos «el criterio de todo discernimiento auténtico»[12]. Así lo subraya Francisco, pidiendo que «los teólogos sean hombres y mujeres de compasión, tocados por la existencia oprimida de muchos, por las esclavitudes de hoy, por las llagas sociales, por las violencias, por las guerras y por las enormes injusticias sufridas por tantos pobres»[13]. Desde ahí hemos de reflexionar sobre cuál es el nivel de participación de los que están en la periferia y normalmente carecen de voz en nuestros espacios de reflexión, decisión y celebración, preguntándonos si vivimos la fuerza salvífica de la vida de los pobres[14].

Responder al reto de la sinodalidad

La eclesiología de comunión es hoy el lugar desde el cual hacer teología moral, y se expresa privilegiadamente en la sinodalidad, que conjuga comunión, participación, misión y el sentido de la fe del pueblo de Dios sin diluir el espíritu jerárquico de la Iglesia.

Si la comunión y la participación son claves de vida interna, la misión las redimensiona completando el carácter ad extra de la sinodalidad. Giacomo Costa la llama «sinodalidad misionera»[15] y la vincula a la ecología integral, que se expresa en el carácter social, histórico y misionero de la Iglesia como diaconía social, siempre desde la búsqueda de un sentido integral del desarrollo humano: «La vida sinodal de la Iglesia se ofrece, en particular, como diaconía en la promoción de una vida social, económica y política de todos los pueblos bajo el signo de la justicia, la solidaridad y la paz»[16].

La sinodalidad comienza escuchando al pueblo como partícipe de la función profética de Cristo y sujeto capaz de discernir los acontecimientos, exigencias y deseos, los signos verdaderos de la presencia de Dios, y culmina en la escucha del obispo de Roma, como «pastor y doctor de todos los cristianos». En este punto, la afirmación teológica fundamental asienta que no solo han recibido el Espíritu Santo el papa y los obispos, sino que por el bautismo lo hemos recibido todos los fieles, y por eso todos somos necesarios para desarrollar nuevas concepciones arraigadas en la Revelación divina. Entonces hay que ahondar en qué implica el papel del instinto de la fe de los fieles en la evolución de la doctrina moral, y también el rol fundamental que han de desempeñar los teólogos en los procesos de «racionalidad sinodal» (Ch. Theobald). Superando academicismos, la teología moral no solamente está llamada a reflexionar sobre los procesos sinodales, sino también a vivir la experiencia del caminar y buscar juntos al Señor y dejarse guiar por el Espíritu, en tensión de conversión religiosa, moral e intelectual[17].

Ciertamente, para que la Iglesia persevere en la conversión pastoral de las estructuras, salga a las periferias y no se centre en sí misma, se solicita el trabajo de una teología moral dispuesta a cargar con el peso de lo humano, a dialogar con la(s) cultura(s) y a escuchar el clamor de la tierra y de los excluidos al borde del camino. Creyentes y no creyentes nos encontramos ante desafíos éticos totalmente desconocidos, como los que plantea, por ejemplo, la inteligencia artificial generativa. Ante personas de buena voluntad, con o sin adhesión a la Iglesia, se abre un campo inmenso para proponer respuestas efectivas inspiradas en el humanismo del Evangelio. A todo ello nos ayuda el Espíritu del Señor, que actualiza el conocimiento interno de Jesús y permite reconocer qué signos son signos de Dios y cuáles no lo son, aunque pudieran a primera vista parecerlo. Junto a ello está el respaldo precioso de la vida abnegada y fiel de muchas comunidades e instituciones cristianas que sustentan con su testimonio lo expresado en los escritos y generan una narrativa vivida sobre la centralidad de la dignidad y los derechos de la persona desde una justicia y solidaridad que brotan de la fe.

El sentido relacional de la verdad: el corazón del «kerigma»

El papa Francisco constata la necesidad que tenemos de una moral «no reducida a algunos aspectos que, aun siendo importantes, no manifiestan ellos solos el corazón de la enseñanza de Jesús». Si no afrontamos esta tarea, «el edificio moral de la Iglesia corre el peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio»[18]. Cuidar la integridad de la enseñanza moral de la Iglesia pasa por destacar los valores centrales del Evangelio, particularmente el primado de la caridad como respuesta a la iniciativa gratuita del amor incondicional de la Trinidad. Esa afirmación a primera vista tan diáfana tiene enormes implicaciones prácticas para la teología moral católica.

El motor de la vida moral cristiana es la caritas, que es la forma de las virtudes y señala que éstas no son solo adquisiciones, sino respuesta al amor de Dios en Cristo. La sustancia de las virtudes cristianas es siempre participación en el cuerpo de Cristo, lo cual implica participación en los sacramentos (sobre todo en el bautismo y en la eucaristía), así como la implicación en las prácticas cotidianas de la Iglesia – oración, liturgia, consejo u obras de misericordia… –. Por la vía de la caridad, la fe conduce a la esperanza que será plena en la llegada definitiva del Reino de Dios. Ahí se funda la intencionalidad de la vida buena, que es lucha por ser buenos en lo concreto de la existencia, y también el trabajo de aquellos que con la reflexión teológica colaboran en ello, y lo hacen en el nombre del Señor dentro de la Madre Iglesia, santa y pecadora.

Así nos situamos «en el corazón del kerigma, es decir, en la siempre nueva y fascinante buena noticia del Evangelio de Jesús, que se va haciendo carne cada vez más y mejor en la vida de la Iglesia y de la humanidad» (VG 4a). La profundización del kerigma se realiza con la experiencia del diálogo que nace de la escucha y que genera comunión. Jesús mismo ha anunciado el Reino de Dios dialogando con toda clase y categoría de personas del judaísmo de su tiempo, abriendo con su escucha los corazones humanos para acoger, a su vez, la plenitud del Amor y la alegría de la vida. Pues bien, saliendo del propio amor, querer e interés – no guardándose celosamente a Cristo – es como se realiza la profundización del kerigma y como se puede compartir con todos «una palabra decisiva en defensa de la vida, para la creación y la fraternidad»[19].

Aplicar el sentido relacional de la verdad específicamente al ámbito de la moral cristiana no relativiza la verdad ni invita a que seleccionemos lo que más nos gusta de ella. Sitúa cada verdad en la integridad armoniosa del mensaje evangélico y hace que las verdades se iluminen unas a otras para ir alcanzando un conocimiento más profundo de las insondables riquezas de Cristo, pues es precisamente el encuentro con Él lo que lleva a alguien a ser cristiano, no una decisión ética o una gran idea (Benedicto XVI). Cuando acontece ese «encuentro», «queda claro que la moral cristiana es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y errores» (EG 39).

El aldabonazo que reclama atender al corazón mismo del kerigma llama al conjunto de las operaciones implicadas en el discernimiento, pide reforzar la conciencia moral y conectar con la realidad de la vida teniendo a la vista el ideal normativo, pero evitando caer en ideologías que a veces hacemos pasar por el Evangelio de Cristo y se toman por sustitutivos del encuentro personal con el Señor. De la mano de la jerarquía de verdades debe venir también la distinción en la importancia de los asuntos que emergen como problema, para no banalizar la moral, como tiende a hacer la comunicación digital. De ahí surge igualmente la necesidad de tomar la historia en serio en la teología, puesto que la verdad está plenamente dada en Cristo, pero solo va desplegando su riqueza en una progresiva comprensión histórica, que es comprensión hermenéutica, donde sinérgicamente actúan la inteligencia y el amor. Se nos va desvelando en una tradición creativa y abierta a la innovación, que es la vida misma del Espíritu en la Iglesia.

Obviamente, el reconocimiento efectivo de las cuestiones disputadas y ambigüedades de la vida moral, la pluralidad de voces de las comunidades eclesiales y la articulación de canales de diálogo para que estas voces diversas sean escuchadas por los pastores no implica poner fuera de juego el rol de la autoridad eclesial del Magisterio de los pastores ni el de los teólogos para «auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo, y valorarlas a la luz de la Palabra divina»[20]. Al contrario, los hacen aún más necesarios a una eclesiología de comunión que acompaña, discierne e integra, haciendo posible que «la verdad revelada pueda ser más profundamente percibida, mejor entendida y expresada de forma más adecuada» (GS 44) para responder a los desafíos del presente. La teología moral tiene hoy una gran oportunidad para desarrollarse dentro del marco de un nuevo paradigma de Magisterio menos normativo y más favorecedor del discernimiento, consciente de que no puede ni debe resolver todas las problemáticas doctrinales, morales o pastorales[21], o dar soluciones homogéneas para todos los territorios.

Renovación epistemológica y metodológica

Las fórmulas conciliares de Gaudium et spes y Optatam totius siguen siendo válidas para la renovación de la epistemología teológico-moral, teniendo en cuenta las propuestas de Amoris laetitia y Veritatis gaudium. El Concilio aún aporta mucho en el sentido de renovación epistemológica-metodológica: las estrategias ínsitas en el significado de categorías como «signos de los tiempos», «a la luz del Evangelio y de la experiencia humana» y «discernimiento» piden combinar el conjunto de la visión teológica de la realidad con la atención a las mediaciones propias de las ciencias que se encargan de esclarecer los distintos sectores y aspectos de la realidad moral. En el fondo se trata de combinar creativamente las dimensiones deductiva e inductiva del conocimiento moral, armonizando los valores permanentes con las situaciones cambiantes de la propia vida desde una visión realista (no ideologizada); los principios enraizados en la tradición con el discernimiento de los mismos en los nuevos contextos sociales regidos por la pluralidad y la complejidad; el rigor científico con el ejercicio de racionalidad abierta, capaz de introducir en su reflexión la sensibilidad de la situación concreta e histórica de personas y comunidades. Sin un conocimiento riguroso de la realidad se antoja prácticamente imposible dar respuesta a los retos que se presentan. Pero el rigor en el diagnóstico exige un conocer que asuma dialógicamente la complejidad y diversidad de la sociedad en que vivimos. Estamos ante la urgente necesidad de dar paso a nuevos paradigmas epistemológicos en los que las formas fijas y monológicas sean reemplazadas por empeños procesuales y dialógicos. Además, el sentido último del conocer moral solo se alcanza participando activamente en la construcción común de un mundo mejor.

Es razonable pensar el círculo pastoral de «ver-juzgar-actuar» como expresión del discernimiento. Para mantener la tensión constructiva entre los polos que forman parte de la vida y no caer en polarizaciones, necesitamos «discernir», y ello pide relacionar mejor la moral con la espiritualidad, así como dotar de genuino sentido pastoral a la teología moral. El discernimiento comienza por la recogida de datos, experiencias e intuiciones provisionales; sigue por la escucha de lo que el Espíritu nos quiere sugerir desde la convicción de que Dios actúa en la historia, en los acontecimientos de la vida y en las personas; y llega hasta la decisión para actuar. Aun cuando sea una decisión personal-individual, siempre tiene una dimensión comunitaria y es eclesial, pero si se trata de decisiones apostólicas, reclama que juntos busquemos la voluntad de Dios para caminar juntos: «El proceso sinodal no es un espacio anárquico, sino jerárquicamente estructurado y muy específico en relación a la toma de decisiones y a la puesta en práctica de las mismas»[22].

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Esas intuiciones casan perfectamente con el enfoque que propone la tríada «ver-juzgar-actuar» explicitada por Mater et magistra (MM) y desarrollada posteriormente en Octogesima adveniens (OA) en la metodología de «principios de reflexión», «criterios de discernimiento» y «pautas concretas de actuación» (OA 4), y también en los documentos del CELAM. El «ver-juzgar-actuar» siempre se desarrolla «dentro de la comunidad de creyentes: no se puede discernir en contra de – o al margen de – la Iglesia, sino a partir de – y con – ella»[23], y conlleva una moral de fidelidad al Magisterio de la Iglesia, fundada en la fe viva y el conocimiento-amor del sentir con la Iglesia[24].

El libro de Bernard Lonegan, Método en teología, es especialmente útil para comprender el discernimiento ético teológico. El autor ahonda en la intuición básica del método del «ver-juzgar-actuar», correlativo al de «experiencia-reflexión-acción», y lo enriquece formulando una teoría a partir de la práctica, desplegando un «proceso de autotrascendencia» con el fin de «ser auténtico en la acción con la propia identidad» y buscar una intencionalidad consciente mediante:

1) la atención a los datos de la experiencia, el momento empírico;

2) la comprensión de la experiencia realizada, en virtud de la cual los datos recogidos y los sentimientos aclarados llegan a formar una totalidad inteligible: los datos se transforman en hechos al determinar su significado; es el momento intelectual que pregunta el qué, por qué, cómo y para qué;

3) el juicio a partir de la reflexión, la búsqueda de evidencias y la evaluación en términos de verdad/falsedad, certidumbre/probabilidad, es el momento racional que busca la objetividad[25];

4) la decisión responsable, a partir de juicios de valor mediante la clarificación de los propios objetivos, la deliberación sobre las posibles acciones y la decisión de actuar en consecuencia después de evaluar las alternativas, pues la autenticidad del sujeto cognoscente pide concretarse en el actuar.

Traducido hoy al debate de fundamentación de la moral, frente a las deformaciones extremas del deontologismo y del teleologismo, debemos darle más crédito a una comprensión teleológica de las normas deontológicas capaz de discernir con la debida importancia de la circunstancia concreta sin negar la universalidad de la norma. La ética teológica debe asumir las dos dimensiones de lo moral que con tanta lucidez ha mostrado Paul Ricœur: 1) lo bueno, perspectiva teleológica de la ética de la virtud de herencia aristotélica-tomista; 2) lo obligatorio de las normas caracterizadas a la vez por la constricción y la exigencia de universalidad, perspectiva deontológica de herencia kantiana. Así, prestamos atención al acto humano y la norma moral sin perder de vista la bondad de las personas, puesto que la pregunta por el qué debo hacer es segunda respecto a la cuestión de qué debo ser. La Iglesia puede sostener a la vez que existen normas morales universales y actos reconocidos como intrínsecamente malos, y también reconocer la indeterminación, la ambigüedad y la gradualidad, en lo que concierne a la acción moral humana en razón de su complejidad, de los diferentes enfoques morales que analizan la acción y de los agentes morales que buscan alcanzar fines deliberando sobre los medios. Opto por moverme entre dos polos: el que se centra tanto en el acto que pierde de vista a la persona y el que desprecia el valor moral del acto para centrarse sólo en la persona.

En camino hacia la intertransdisciplinariedad

Junto a la reflexión crítico-histórica y la concepción hermenéutica de la verdad, aparece el diálogo intertransdisciplinar para afrontar el discurso ético desde la pluralidad y la ambigüedad, sin renunciar a la coherencia que exige la ética cristiana. Porque, si la realidad es multidimensional, no podemos comprenderla desde una perspectiva única; por eso es cada vez más necesaria la relación, conexión o imbricación que se da entre diferentes disciplinas, áreas o materias. A partir de ella, la transdisciplinariedad quiere designar el entrecruzamiento que en determinadas ocasiones se genera, con el surgimiento de nuevos métodos, nuevos lenguajes, nuevos paradigmas y hasta nuevas ramificaciones del saber. Por supuesto, ese intercambio habrá de comenzar practicándose entre las diversas áreas del saber teológico, pero, obviamente, no puede limitarse a ellas. La transdisciplineriedad se entiende como «la ciencia y el arte de las pasarelas tanto entre los distintos campos de conocimiento como entre los diferentes seres que componen una colectividad»[26]. Esa ciencia y arte aparece en VG 4c por primera vez en un documento eclesial, con una llamada a que la teología le preste la atención debida[27], y a que sea algo natural para la teología moral[28].

Se ofrecen aquí algunas ideas sobre la intertrasdiciplinariedad:

1) La convicción creciente y cada vez más robusta de que hoy son necesarios abordajes que trasciendan los campos de saber clásicos para poder dar razón de la complejidad de los fenómenos que buscamos conocer.

2) La necesidad de ampliar la convocatoria de actores en la mesa del diálogo del conocimiento, integrando los conocimientos científicos sistematizados y académicos con los saberes de la comunidad y de los distintos representantes de intereses: los diálogos entre el campo científico y el campo social.

3) En la deriva que existe en todos los sistemas hacia el pragmatismo y el utilitarismo, con una tendencia hacia la fragmentación, reconocemos la necesidad de apostar por ensanchar los horizontes de la racionalidad.

4) La reflexión ética sobre los modos, medios y fines del conocimiento, desde la firme convicción de que la ciencia y la técnica no son neutrales y no están exentas de responsabilidades axiológicas.

5) La intertransdisciplinariedad y su aplicación hay que estimularla y entrenarla, pues no vienen dadas por sí mismas en las mentes de los profesores e investigadores: piden procesos serios de aprendizaje y apoyos técnicos, donde se tienen que implicar las instituciones del conocimiento, así como altas dosis de algunas virtudes como humildad, paciencia, capacidad de escucha y perseverancia.

6) El ejercicio de la intertransdisciplinariedad convoca a sus practicantes a revisitar continuamente la tradición, con una voluntad recta de purificación de la memoria y discernimiento.

7) La teología debe encontrar su lugar en todo el proceso repensando su epistemología y método.

Antropología cristológica como guía del discernimiento moral

La razón moral despliega el significado de las coordenadas antropológicas que nacen y se sostienen en la fe cristiana, gracias a los lugares teológicos constitutivos de la Revelación (Sagrada Escritura y Tradición) y a un Magisterio al que no se le pide pronunciamiento sobre toda problemática moral, pero cuya función de inspiración y guía es de importancia decisiva.

En consonancia con la antropología trascendental rahneriana, Klaus Demmer sostenía que las verdades de fe engendran un sistema de coordenadas antropológicas que, aunque no estén formalmente reveladas, sí permanecen bajo la influencia directa de la fe[29]. Esas coordenadas «no son puramente formales o carentes de contenido y tampoco lo han establecido plenamente; más bien ocupan una posición intermedia y proporcionan un criterio estándar. Es la tarea de la razón moral autónoma lograr su determinación»[30]. Dan base al «discernimiento moral del creyente» en las situaciones concretas, puesto que el dinamismo de la vida humana forma parte de la moral; por eso necesitamos elaborar una visión antropológica y desde ella las virtudes que la hagan viable. Desde esas coordenadas enraizadas en la fe se ilumina la experiencia humana en contacto con la realidad y en diálogo con la filosofía y con las otras ciencias.

En ese sentido, la ética teológica debe prestar más atención a cómo la reflexión filosófica de las últimas décadas ha buscado recuperar el sentido del don y relación en la vida humana y también el significado de la vulnerabilidad como condición humana. La lógica de la «misericordia» y la apertura a la «fragilidad/vulnerabilidad» enfatizan el valor del «cuidado» contra el descarte y los abusos, que va de la mano de la categoría «reconocimiento», posible desde el «encuentro» genuino que pide revinculación a todos los niveles y conduce naturalmente a la experiencia sinodal. El Buen Samaritano es el gran icono evangélico en el que vemos confluir esas cuatro categorías que con tanta frescura expresan hoy el humanismo del Evangelio.

En las condiciones de los tiempos presentes, para dar «frutos en la caridad para la vida del mundo» (Optatam titius, n. 16) y prestar el mayor servicio posible, allí donde hay más necesidad y urgencia, o donde el efecto sea más multiplicador, los teólogos de la Iglesia católica que a lo largo y ancho del mundo trabajamos en moral estamos llamados a tejer vínculos y crear alianzas y redes constructivas entre instituciones civiles, eclesiales e interreligiosas (cfr. VG, 4d), para avanzar con decisión y paciencia, «fijos los ojos en Jesús» (Heb 12,1-2), toda vez que la existencia concreta de Cristo constituye la norma personal y universal de la moral, y la confianza en su compañía cercana e incondicional es nuestra alegría y fortaleza.

  1. Hemos intentado dar una humilde contribución a la renovación de la teología moral en el libro Teología moral en salida: deshacer nudos y afrontar retos, Santander, Sal Terrae, 2023.
  2. Cfr. Conferencia Episcopal Española, El Dios fiel mantiene su alianza (Dt 7,9), Madrid, Edice, 2023, 19.
  3. J. M. Bergoglio, «Educar para la cultura del encuentro», en id., Papa Francisco y la familia, Madrid, Romana, 2015, 64.
  4. Francisco, Constitución apostólica Veritatis gaudium (VG), n. 4d.
  5. A. Macintyre, Whose Justice? Which Rationality?, London, Duckworth, 1988, 270.
  6. Benedicto XVI, Discurso a los cardenales, arzobispos, obispos y prelados superiores de la Curia romana, 22 de diciembre de 2005.
  7. Id., Encíclica Caritas in veritate, n. 12.
  8. Francisco, «La teología después de Veritatis gaudium en el contexto del Mediterráneo», Nápoles, 21 de junio de 2019.
  9. Cfr. S. Madrigal, «Escritura y Tradición en el Magisterio kerigmático de Francisco», en Pablo Alonso y Santiago Madrigal (eds.), Teología con alma bíblica, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 2021.
  10. A. M. Martín, «Teología y conflicto de racionalidades», en Proyección, n. 247, 2012, 445.
  11. Cfr. D. Hollenbach, «Social Ethics under the Sign of the Cross», en The Annual of the Society of Christian Ethics 16 (1996) 3-18.
  12. Francisco, El discernimiento, Madrid, Romana, 2023, 104.
  13. Id., Discurso en el 150º aniversario de la proclamación de San Alfonso María de Ligorio como doctor de la Iglesia, 23 de marzo de 2021.
  14. Cfr. VG 4d; Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium (EG), n. 199.
  15. G. Costa, «What Kind of Church for an Integral Ecology? A Synodal Approach to Care for our Common Home», en J. Azetsop y P. Conversi (eds.), Foundations of Integral Ecology, Roma, G&B Press, 2022, 477-498.
  16. Comisión Teológica Internacional, La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia, Madrid, San Pablo, 2018, 119.
  17. Cfr. B. Lonergan, Método en teología, Salamanca, Sígueme, 2006, 326.
  18. Francisco, entrevista por A. Spadaro, S.I., director de La Civiltà Cattolica: L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 45, 39, n. 2333, 27 de septiembre de 2013.
  19. Francisco, Mensaje con ocasión del 150º aniversario de la proclamación de san Alfonso María de Ligorio como doctor de la Iglesia, 23 de marzo de 2021.
  20. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes (GS), n. 44.
  21. Cfr. Francisco, Exhortación apostólica Amoris laetitia (AL), n. 3.
  22. G. Costa, «What kind of Church…», cit., 492.
  23. T. Mifsud, Decisiones responsables: Una ética del discernimiento, Santiago de Chile, Universidad Alberto Hurtado, 2012, 34; 39; 335; 336. Añado aquí una idea del profesor Piero Coda, que llama, a partir de la sinodalidad, a introducir la «conversación espiritual» en la teología, porque le dará la atmósfera en la que se desarrolle el método del «ver-juzgar-actuar». Cfr. J. A. Guerrero y O. Martín, Conversación espiritual, discernimiento y sinodalidad, Santander, Sal Terrae, 2023.
  24. Cfr. Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales, nn. 352-370.
  25. «En un mundo mediado por la significación y motivado por el valor, la objetividad es simplemente la consecuencia de la auténtica subjetividad, es decir, de la genuina atención, inteligencia, razonabilidad y genuina responsabilidad» (B. Lonergan, Método en teología, cit., 258; 284), y se alcanza a través de la conversión intelectual, moral y religiosa (ibid., 326).
  26. B. Nicolescu, La transdisciplinarité Manifeste, París, Du Rocher, 1996.
  27. El Papa en Nápoles habló de cómo la «interdisciplinariedad» que interpreta la historia profundiza el kerigma y, si es animada por la misericordia, puede abrirse a la «transdisciplinaridad» (Francisco, «La teología después de Veritatis gaudium en el contexto del Mediterráneo», cit.)
  28. Cfr. K. Demmer, «Katholische Moraltheologie: Herausforderungen und Perspektiven», en Gregorianum 93 (2012) 457.
  29. Cfr. id., Introducción a la teología moral, Estella, Verbo Divino, 1994, 51.
  30. Cfr id., «Theological Argument and Hermeneutics in Bioethics», en E. D. Pellegrino, J. P. Langan y J. C. Harvey (eds.), Catholic Perspectives in Medical Morals: Foundational Issues, Dordrecht, Springer, 1989, 109.
Julio L. Martínez
Fue rector de la Universidad Pontificia Comillas desde 2012 hasta 2021. Catedrático de Teología Moral, ha sido director del Instituto de Migraciones, de la Cátedra de Bioética y vicerrector de Investigación. Su principal campo de estudio es el de religión y política, combinando teología y filosofía.

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