Biblia

La oración «por nuestros gobernantes»

© timon-studler/unsplash

Si se realizara una encuesta entre los cristianos practicantes para identificar sus principales intenciones de oración, es decir, para saber por quiénes rezan normalmente, se descubriría que estas intenciones son principalmente: por la paz en el mundo, por la Iglesia, por la salud, por la familia, por los amigos, por los enfermos. Aunque se multiplicaran las entrevistas, difícilmente daríamos con alguien que rece espontáneamente por los gobernantes. Al contrario, muchos verían algo extraño y sospechoso en esta oración: tan arraigada está la costumbre de considerar la actividad política como algo exclusivamente profano. La gente critica hoy a los gobernantes, y no es espontáneo rezar por ellos, para que sean ayudados en la grave responsabilidad que pesa sobre sus hombros.

En la Liturgia de las Horas

Y, sin embargo, quienes utilizan la Liturgia de las Horas – la oración oficial de la Iglesia romana para los principales momentos del día – saben que en las «intercesiones» de Vísperas hay a menudo intenciones por los gobernantes:

«Dueño y Señor de los pueblos, acude en ayuda de todas las naciones y de los que las gobiernan: que todos los hombres sean fieles a tu voluntad y trabajen por el bien y la paz» (martes de la primera semana del tiempo ordinario).

«Ilumina a los que tienen la misión de gobernar a los pueblos y dales sabiduría y prudencia» (martes de la segunda semana del tiempo ordinario).

«En tus manos, Señor, están el corazón y la mente de los que gobiernan: dales, pues, acierto en sus decisiones para que te sean gratos en su pensar y obrar» (martes de la tercera semana del tiempo ordinario).

«Que los que tienen en su mano los destinos de los pueblos no cuiden sólo del bienestar de su nación, sino que piensen también en los otros pueblos» (martes de la cuarta semana del tiempo ordinario)[1].

«Rey de la paz, concede abundantemente tu Espíritu a los que gobiernan las naciones para que cuiden con interés de los pobres y postergados» (sábado de la cuarta semana del tiempo ordinario).

«Te pedimos por los que rigen los destinos de las naciones: que cumplan su misión con espíritu de justicia y con amor, para que haya paz y concordia entre los pueblos» (viernes de la tercera y quinta semana de Pascua).

«Tú que recibiste todo poder en el cielo y en la tierra para dar testimonio de la verdad, guarda en tu verdad a quienes nos gobiernan» (viernes de la segunda y cuarta semana de Pascua).

«Llena de tu Espíritu a los que dirigen los destinos de los pueblos, para que sean servidores del bien común» (martes de la séptima semana de Pascua).

Como vemos, la presencia de este tipo de intenciones es constante. Notemos, en primer lugar, que estas oraciones, sencillas y profundas al mismo tiempo, no se elevan sólo por los gobernantes cristianos o los países cristianos, sino por todos, indistintamente. La Iglesia pide a Dios que «ilumine», por medio del Espíritu Santo, «la mente y el corazón» de los gobernantes, para que busquen el «bien común», promulguen leyes «justas y sabias» que sean «fieles a tu voluntad», y «trabajen por el bien y la paz», en busca de la «concordia entre los pueblos», prestando particular atención al bien de «los pobres y postergados».

En estas intenciones se hace referencia a la actividad legislativa, porque el buen funcionamiento de la vida civil depende de leyes justas y sabias. También se hace referencia a la actividad propiamente de gobierno, que debe guiarse por la «sabiduría» y tener siempre ante los ojos «la justicia y la paz», no en una visión nacionalista estrecha, sino en una apertura universal. Todo ello en el espíritu del Evangelio.

Algunos podrían objetar: ¿por qué esta oración por los gobernantes? ¿No es contraria al espíritu del Evangelio, que dice que no hay que confundir a Dios y al César? ¿No es una herencia de la época constantiniana, cuando Iglesia y Estado empezaron a ir de la mano? ¿Por qué rezar por los gobernantes de un Estado que, al menos en los países democráticos, se declara «laico», es decir, aconfesional, y que sólo piensa en el bienestar terrenal? Además, ¿no es el Estado el que, en los primeros siglos y aún en tiempos más cercanos a nosotros, perseguía a los cristianos? ¿Qué sentido tiene, entonces, rezar por los políticos?

Sin embargo, la oración por los gobernantes no es un hecho reciente, como algunos podrían pensar, una innovación de la reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II, que se caracterizó por una extraordinaria apertura al mundo. Es mucho más antigua, pues se remonta a la misma tradición bíblica y apostólica.

La oración por los gobernantes en la historia

En la tradición bíblico-judía. En un salmo de la época de la monarquía davídica (siglos X-VII a.C.), leemos esta oración por el rey: «Oh Dios, concede tu justicia al rey y tu rectitud al descendiente de reyes, para que gobierne a tu pueblo con justicia y a tus pobres con rectitud» (Sal 72,1-2). A lo largo de este salmo, las palabras «paz» y «justicia», «pobres» y «humildes» vuelven con insistencia: el rey ideal es el que defiende a los débiles y a los pobres – presa fácil de los fuertes y los opresores – y trabaja por la justicia y la paz.

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El Salmo 20, que termina con la famosa y afortunada invocación «¡Señor, concede la victoria al rey!» (v. 10), espera que Dios escuche y proteja al rey, pero no pide para él las virtudes de un buen gobernante, sino la victoria sobre todos los enemigos. El salmo 20 es, pues, un ejemplo de la acentuación nacionalista en la que puede caer la oración por el rey. Esto ocurre cuando se identifica la causa de un pueblo determinado con la causa de Dios. Esto es comprensible en la mentalidad del antiguo Israel, que reconocía la monarquía, sobre todo a partir del rey David, como el refrendo de una promesa divina (cfr. Sal 89,4-5). En una sociedad teocrática, la oración por el rey es normal.

Incluso en la concepción grecorromana del Estado, la oración y los sacrificios propiciatorios formaban parte integrante de la vida civil, en una completa subordinación de la religión al poder político. Por eso los romanos, tras la conquista de Palestina, acogieron con satisfacción el hecho de que los judíos ofrecieran un sacrificio diario por el emperador como muestra de lealtad al imperio[2]. Sin embargo, esto no era nada nuevo. Ya en el año 515 a.C., Darío, rey de los persas, al conceder a los exiliados judíos el regreso a su tierra y autorizar la reconstrucción del Templo de Jerusalén, exigió que se hicieran ofrendas y oraciones «por la vida del rey y de sus hijos» (Esdras 6,10)[3].

Dentro del judaísmo, sin embargo, no faltaban corrientes intransigentes, que reconocían la soberanía absoluta de Dios incluso en el ámbito político, sin mediación alguna, y alimentaban sentimientos de hostilidad hacia las autoridades romanas. Esta actitud encontró también su lugar en la oración judía más común, la oración de la Escucha, que en la bendición duodécima, en una redacción que se remonta a finales del siglo I d.C., dice: «[…] y que pronto destruyas al impúdico gobierno [de Roma] en nuestros días»[4].

En la tradición apostólica. Lo que más nos interesa, sin embargo, es que la Iglesia primitiva ya rezaba por los gobernantes. El cristianismo, con su profesión en la suprema autoridad universal del Kyrios, el Señor Jesús, proclamado «Rey de reyes y Señor de señores» (Ap 17,14), «el que gobierna a los reyes de la tierra» (ibid., 1,5), había superado la identificación entre las esferas religiosa y política, sin caer por ello en el rechazo del poder político como tal, aunque a veces reconozca su lado oscuro[5]. Será entonces interesante examinar con qué espíritu se hace esta oración que, recomendada por el Nuevo Testamento, se ve así refrendada por la autoridad apostólica.

El texto más explícito se encuentra en el corpus de las cartas paulinas, concretamente en la Primera Carta a Timoteo: «Ante todo, te recomiendo que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los soberanos y por todas las autoridades, para que podamos disfrutar de paz y de tranquilidad, y llevar una vida piadosa y digna. Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, porque él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,1-4). Observamos ante todo el espíritu universalista que anima esta apremiante invitación a la oración comunitaria, de la que Timoteo es responsable[6]: debe dirigirse en beneficio no sólo de un grupo o pueblo determinado, sino de «todos los hombres», porque Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (v. 4). Encontramos aquí una de las afirmaciones más claras de la voluntad salvífica divina universal, que no excluye a nadie, de ninguna «nación, raza, pueblo o lengua» (cfr. Ap 7,9), gracias a la mediación sacrificial de Cristo «que se entregó a sí mismo para rescatar a todos» (1 Tim 2,6).

En este contexto universalista, se nombra a «los soberanos y a todas las autoridades» (v. 2). Se trata de gobernantes en general y de personas investidas de cierta autoridad[7]. Esta oración por los gobernantes tiene como propósito permitir a todos «disfrutar de paz (hèsychion) y de tranquilidad (èremon), y llevar una vida piadosa (eusebeia) y digna (semnotèti)» (ibid.)[8]. En efecto, la convivencia pacífica entre los ciudadanos depende sobre todo de quién esté en el gobierno. Cuando éstos no desempeñan bien sus funciones, se producen revueltas, disturbios, guerras. Una existencia pacífica permite a todos una vida digna, en el sentido de que la persona humana se encuentra en condiciones de expresar libremente su pietas, es decir, su fe religiosa, respetando todos los demás valores, familiares y sociales. En esta perspectiva, se entiende que no es la persona la que está al servicio del Estado, sino el Estado el que está al servicio de la persona[9].

Sin embargo, la vida serena no es el fin último de la existencia humana, sino sólo un medio para llegar al «conocimiento de la verdad» y, por tanto, a la salvación. Los términos utilizados aquí son filosóficos, pero el contexto es claramente religioso: este «conocimiento de la verdad» coincide con la aceptación de la revelación de Dios realizada en Jesucristo. La «verdad» es, pues, el «evangelio», la «buena nueva» sobre Jesús de Nazaret; es, en efecto, «la persona histórica misma del Nazareno, sujeta a la muerte, pero victoriosa sobre ella, para siempre»[10]. La salvación que Dios quiere para todos no es, pues, un simple bienestar terrenal, sino algo que va más allá de la muerte, es decir, la participación en la vida misma de Dios. En resumen, el pensamiento expresado por este texto paulino podría formularse así: con su oración universal, los creyentes desempeñan un verdadero oficio sacerdotal hacia toda la humanidad; en particular, la oración por los gobernantes está vinculada a la voluntad salvífica universal de Dios, cuya realización podría verse obstaculizada precisamente por quienes detentan el poder, si lo ejercen de un modo que no asegure la paz y la convivencia serena.

Esta invitación a orar por los gobernantes se ve corroborada por el pasaje de la Epístola a los Romanos en el que Pablo establece algunos principios que serán la base de toda la doctrina cristiana sobre el poder político. Dado que este pasaje no se lee en las asambleas litúrgicas actuales, es prácticamente desconocido para los no especialistas[11]; por eso merece la pena citarlo íntegramente: «[1] Todos deben someterse a las autoridades constituidas, porque no hay autoridad que no provenga de Dios y las que existen han sido establecidas por él. [2] En consecuencia, el que resiste a la autoridad se opone al orden establecido por Dios, atrayendo sobre sí la condenación. [3] Los que hacen el bien no tienen nada que temer de los gobernantes, pero sí los que obran mal. Si no quieres sentir temor de la autoridad, obra bien y recibirás su elogio. [4] Porque la autoridad es un instrumento de Dios para tu bien. Pero teme si haces el mal, porque ella no ejerce en vano su poder, sino que está al servicio de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal. [5] Por eso es necesario someterse a la autoridad, no sólo por temor al castigo sino por deber de conciencia. [6] Y por eso también, ustedes deben pagar los impuestos: los gobernantes, en efecto, son funcionarios al servicio de Dios encargados de cumplir este oficio. [7] Den a cada uno lo que le corresponde: al que se debe impuesto, impuesto; al que se debe contribución, contribución; al que se debe respeto, respeto; y honor, a quien le es debido» (Rom 13,1-7).

Este firme llamamiento a la sumisión a las autoridades civiles, especificada como un deber «de conciencia» (v. 5), ya que «no hay autoridad que no provenga de Dios» (v. 1); este respaldo al poder de la «espada», es decir, la pena de muerte, «para castigar al que obra mal» (v. 4); este lenguaje casi litúrgico aplicado a los funcionarios del Estado, todo ello pareció a algunos comentaristas tan ajeno a lo que consideraban el genuino pensamiento paulino, que juzgaron que todo el pasaje era una interpolación[12].

En realidad, sabemos que Pablo no pertenecía a los círculos apocalípticos del judaísmo, fuertemente hostiles a cualquier tipo de autoridad que no fuera la divina; fariseo de formación, compartía la postura de aquellos grupos que «procuraban establecer buenas relaciones con las autoridades civiles e imperiales»[13]. Sin embargo, el pasaje sigue siendo difícil de aceptar hoy en día, sobre todo por el respaldo que parece ofrecer a la pena de muerte, por lo que tendemos a ignorarlo.

La Carta de Clemente Romano. La famosa Carta de Clemente de Roma a los Corintios, el documento más antiguo de la Iglesia de Roma (siglo I), también sigue la línea paulina. Al final de una larga súplica universal, contiene una oración explícita por las autoridades civiles. Se trata de un pasaje extremadamente solemne, que merece ser citado íntegramente por su antigüedad y riqueza. El estilo de la oración es típicamente judío, de la corriente farisaica:

[60, 4] «Da concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan en la tierra, como diste a nuestros padres cuando ellos invocaron tu nombre en fe y verdad con santidad, [para que podamos ser salvos] cuando rendimos obediencia a tu Nombre todopoderoso y sublime y a nuestros gobernantes y superiores sobre la tierra.

[61, 1] Tú, Señor y Maestro, les has dado el poder de la soberanía por medio de tu poder excelente e inexpresable, para que nosotros, conociendo la gloria y honor que les has dado, nos sometamos a ellos, sin resistir en nada tu voluntad. Concédeles a ellos, pues, oh Señor, salud, paz, concordia, estabilidad, para que puedan administrar sin fallos el gobierno que Tú les has dado.

[61, 2] Porque Tú, oh Señor celestial, rey de las edades, das a los hijos de los hombres gloria y honor y poder sobre todas las cosas que hay sobre la tierra. Dirige Tú, Señor, su consejo según lo que sea bueno y agradable a tu vista, para que, administrando en paz y bondad con piedad el poder que Tú les has dado, puedan obtener tu favor.

[61, 3] ¡Oh Tú, que puedes hacer estas cosas, y cosas más excelentes aún que éstas, te alabamos por medio del Sumo Sacerdote y guardián de nuestras almas, Jesucristo, por medio del cual sea a Ti la gloria y la majestad ahora y por los siglos de los siglos! Amén»[14].

La oración comienza invocando un horizonte universalista, que abarca a «todos los que habitan en la tierra», en la petición de «concordia y paz», bienes esenciales para la convivencia civil, pero constantemente amenazados por intereses particulares, por lo que deben ser invocados como don de Dios. Esta invocación se apoya en el recuerdo de lo que Dios hizo «a nuestros padres», cuando le invocaron «en fe y verdad con santidad»[15]. Aquí «padres» es una alusión a la historia sagrada de Israel. Recordar las propias raíces no excluye la apertura universal de la oración. El recuerdo del don de Dios en el pasado fundamenta la petición confiada para el presente. Pero como el don de Dios no cae del cielo, sino que pasa por el cambio del corazón del hombre y, por tanto, por su libertad rectamente orientada, aquí se pide a Dios lo más difícil: «rendir obediencia». El hombre, desde el principio, siempre ha estado tentado a desobedecer a Dios, engañándose a sí mismo al pensar que así encontraría su propia autonomía y libertad. Ya el apóstol Pablo caracterizó el primer pecado del hombre como «desobediencia» (Rm 5,19) y presentó a Jesucristo como el hombre que «se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8). Así pues, invocar la obediencia equivale a decir: «¡Haznos también a nosotros hijos, como a tu Hijo!».

A continuación, el autor asocia la obediencia a Dios con la obediencia a los que nos gobiernan y guían en la tierra. Esta asociación puede parecer sorprendente, pero no hace más que expresar una idea bien conocida en el judaísmo: el cielo pertenece a Dios, la tierra en cambio ha sido confiada a los hombres[16]. Dios detenta el poder de forma originaria y absoluta, pero no lo ejerce directamente en la tierra, sino a través de sus delegados, cuyo poder no es por tanto absoluto, sino subordinado. Sin embargo, el primer delegado de Dios en la tierra es el propio hombre. Por eso el autor, siguiendo el Salmo 8[17], utiliza dos veces el binomio «gloria y honor», prerrogativas dadas por Dios no sólo a los detentadores del poder (61,1), sino también «a los hijos de los hombres», es decir, a todos (61,2). Esto significa que los hombres de gobierno no son diferentes de los demás, sino que manifiestan una dignidad que pertenece a todos.

Con esto hemos entrado ya en el corazón de la oración por las autoridades civiles, que comienza propiamente con 61, 1 y se compone de dos estrofas paralelas: ambas comienzan con una invocación (Tú, Señor y Maestro…; Tú, oh Señor Celestial…), seguida de una primera frase en indicativo, en la que se recuerda el don de Dios (les has dado el poder…; das a los hijos de los hombres gloria y honor…); este recuerdo fundamenta la petición subsiguiente, que constituye la segunda frase en imperativo (Concédeles…; Dirige Tú, Señor…). Los dones invocados en la primera parte son: la salud, la paz, la concordia y la estabilidad, dones muy útiles, si no indispensables, para un gobierno eficaz. La segunda invocación (Dirige Tú, Señor…) es aún más profunda: no sólo se piden bienes externos, sino también internos, que tocan a la voluntad y, por tanto, a la libertad, donde sólo Dios puede entrar. Aquí, en definitiva, se pide a Dios que «dirija» la voluntad de los gobernantes «según lo que es bueno y agradable» a sus ojos, que conceda, en otras palabras, el don de la sabiduría, que es la virtud propia de los reyes y gobernantes, y que sólo Dios puede dar, porque Él es su autor[18]. Esta permite un ejercicio del poder caracterizado por la «paz», la «mansedumbre» y la «clemencia»[19].

Esta oración es sorprendente en varios aspectos. Las invocaciones solemnes que contiene (Concédeles, Señor…; Dirige Tú, Señor….) casi parecen una oración litúrgica, como las de la ordenación[20]. El texto no sólo está bien construido desde el punto de vista de la forma de la oración, sino que también es rico en doctrina, lo que se puede explicitar en los siguientes puntos: 1) Dios es el único «Soberano» del mundo y de la historia; 2) sin embargo, ha dado a los hombres una participación en este poder suyo – con la gloria y el honor que conlleva – mediante el cargo de gobierno; 3) los titulares de este poder delegado por Dios deben ejercerlo buscando el bien y la paz, porque tendrán que rendirle cuentas a Él; 4) los súbditos deben cooperar con los gobernantes, sin ponerles obstáculos, sino obedeciendo con religiosa sumisión, es decir, mirando al origen de este poder, que está en la voluntad de Dios; 5) de ahí la oración por los gobernantes, para que, reconociendo la soberanía de Dios, reciban, además del bien externo, también el bien interno de la sabiduría, gracias a la cual podrán administrar su poder en paz, con moderación y clemencia; 6) el fruto de todo esto será la concordia y la paz para todos los habitantes de la tierra.

La inspiración evangélica de esta oración es evidente. En efecto, no es la oración de quien somete la religión al bien absoluto del Estado, sino de quien ora por las autoridades con el respeto del creyente, que «juzga todo», incluso el Estado, a la luz de la voluntad de Dios, «y no es juzgado por nadie» (1 Cor 2,15). Esta oración ha sido objeto de diversas interpretaciones y, por supuesto, debe leerse en su contexto histórico, que no es fácil de reconstruir. Fue escrita entre el 69 y el 96 d.C. y, significativamente, procede de Roma, centro del imperio y residencia del emperador. Para algunos se trata de un texto claramente apologético: la Iglesia de Roma quería presentarse no como una secta peligrosa para el imperio y el orden público, sino como una religión pacífica y leal a las autoridades constituidas. Se trataría, pues, de una captatio benevolentiae dirigida indirectamente a las autoridades romanas[21]. De hecho, incluso cuando alude a las atroces persecuciones sufridas por los cristianos de Roma bajo Nerón, Clemente se cuida de no implicar a las autoridades romanas, sino que atribuye la persecución a una «envidia», sin especificar a quién se debe culpar (A los Corintios, 5-6). La oración de Clemente no pide a Dios la conversión de las autoridades a la fe cristiana, sino las virtudes necesarias para ejercer su poder, reconociendo así implícitamente su legitimidad. Los cristianos, si se negaban a costa de su vida a rendir un culto idolátrico al emperador, rezaban sin embargo por él, señal de que reconocían su autoridad, aunque lo consideraban un simple mortal[22], necesitado además de la ayuda de lo alto, es decir, de una mayor sabiduría, dado el puesto de altísima responsabilidad que ocupaba.

Otros testimonios patrísticos. Después de Clemente, hacia el año 110 d.C., Policarpo, obispo de Esmirna (Asia Menor), en una carta a los cristianos de Filipos (Grecia), los exhorta a orar por los gobernantes con estas palabras: «Oren por todos los santos [los creyentes]. Oren también por los reyes, por las autoridades y los dirigentes, incluso por los que los persiguen y los odian, y por los enemigos de la cruz de Cristo, para que su fruto se manifieste en todos y su fruto sea perfecto» (12,3). La afirmación «por los que los persiguen y los odian» parece referirse también a las autoridades, porque la persecución no es posible sin cierto respaldo de los que están en el poder. Es la misma enseñanza que encontramos en Mt 5,44 y Lc 6,27, que sugieren que tras los que odian y persiguen se cuentan también las autoridades civiles. Por tanto, la oración por los emperadores no está condicionada en absoluto por su posible actitud favorable hacia los cristianos. Curiosamente, esta actitud de rezar por todos, incluidos los emperadores, se presenta como tradicional entre los cristianos. Se podrían multiplicar los testimonios citando, por ejemplo, a Justino, Atenágoras, Tertuliano, Hipólito, Orígenes y Cipriano[23].

En los textos litúrgicos. La súplica por los gobernantes – que en el mundo antiguo eran de hecho emperadores y reyes – entró también en las anáforas o plegarias eucarísticas. Este hecho no debe sorprender, como si se tratara de un injerto tardío y fuera de lugar; en efecto, las intercesiones en la plegaria eucarística no son más que una prolongación natural de la cuestión fundamental «para que seamos un solo cuerpo»[24].

Ambrosio de Milán († 397), al enumerar los diversos momentos de la plegaria eucarística, dice: «[Por medio del sacerdote] se eleva a Dios la alabanza, se le dirige el discurso orante, se hacen súplicas en favor del pueblo, de los reyes (pro regibus) y de todos los demás»[25]. Estas súplicas representan «el verdadero hoy de la oración eucarística, es decir, el momento en el que la forma suprema de la oración eucarística de la Iglesia se encarna, se asimila en la cultura, asumiendo nuestra fisonomía, una fisonomía que es toda humana y toda divina»[26].

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El canon ambrosiano de la misa ha conservado la oración por el emperador en Te igitur[27], mientras que está ausente del canon romano, aunque es probable que estuviera presente en alguna parte, como atestigua el papa Félix III (483-492) en una de sus cartas[28]. Con el dominio de los francos, se convirtió en la oración por el rey, como se lee en el Ordo missae del Sacramentario gelasiano[29].

En Oriente, la oración por el emperador y por toda la corte está presente en casi todas las anáforas, como por ejemplo en la oración de Santiago, que procede de la antigua Iglesia de Jerusalén[30].

Uno de los momentos más significativos en los que aparece la oración por los gobernantes es en las «Oraciones solemnes» de la liturgia del Viernes Santo[31], cuya formulación se remonta al papa León Magno (440-461) y se encuentra en los Sacramentarios gelasiano y gregoriano[32]. Estas fórmulas pasaron al Missale Romanum de Pío V (1570)[33] y permanecieron allí hasta la reforma de la Semana Santa ordenada por Pío XII en 1955.

El Missale Romanum de Pablo VI tiene una formulación aún más decididamente universalista: «Oremos por aquellos que están llamados a gobernar la comunidad civil, para que el Señor nuestro Dios ilumine sus mentes y sus corazones para buscar el bien común en verdadera libertad y paz». «Dios todopoderoso y eterno, en tus manos están las esperanzas de los hombres y los derechos de todo pueblo: asiste con tu sabiduría a los que nos gobiernan, para que, con tu ayuda, promuevan en toda la tierra la paz duradera (pacis securitas), el progreso social (gentium prosperitas) y la libertad religiosa (religionis libertas[34]. Esta formulación, con las expresiones «bien común», «verdadera libertad», «paz duradera», «progreso social», «libertad religiosa», refleja sin duda el clima postconciliar.

En los antiguos sacramentarios encontramos también formas de misa para emperadores y reyes[35], que también se mantuvieron sustancialmente en el Missale Romanum de Pío V.

Conclusión

Esta investigación, sin duda incompleta, es suficiente para mostrar cómo la oración por los gobernantes no es un hecho esporádico, sino una constante en la práctica de la Iglesia. Por supuesto, en las distintas épocas también ha habido variaciones significativas en su formulación, pero se mantiene una base común, que es la inspiración evangélica y apostólica. De hecho, en el contexto cristiano, orar por las autoridades no significa someter la religión a las exigencias del Estado, reduciéndola casi a un instrumentum regni; esto sería una distorsión de la propia religión[36]. Para los cristianos, el Estado no es un valor absoluto, porque por encima de sus leyes – que a veces transigen – está la ley de Dios, la ley moral, que no admite concesiones. Por eso, cuando los cristianos rezan por las autoridades del Estado, lo hacen con la libertad que les da el Evangelio: no aprueban incondicionalmente todo lo que esas autoridades establecen, y rezan para que su actuación esté siempre guiada por la justicia y el bien moral.

Pero, nos preguntamos, ¿es posible invocar el Evangelio como inspiración de la acción de los hombres de gobierno? La respuesta puede ser ciertamente afirmativa. Es precisamente un dicho de Jesús el que contrapone la concepción del gobierno basada en la «dominación» a la fundada en el «servicio», que quiere para sus discípulos: «Ustedes saben que aquellos a quienes se considera gobernantes, dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos» (Mc 10, 42-44). Este texto, aunque dirigido principalmente a los jefes de la comunidad cristiana, contribuyó sin duda a inspirar el ideal del poder político entendido como un «servicio» prestado a la comunidad. Por otra parte, el Evangelio, con su visión universalista, ha fomentado ciertamente la idea del «bien común» que debe buscarse como fin propio de la acción política, no sólo en el seno de los Estados individuales, sino también a nivel de la humanidad en su conjunto. Por último, la búsqueda de la paz es un valor típicamente cristiano, presentado en el propio Evangelio como un bien mesiánico (cfr. Jn 14,27), es decir, vinculado a la venida del Mesías, de Cristo, el Hijo de Dios y Salvador del mundo, el único capaz, gracias al don del Espíritu Santo, de reconciliarnos con Dios y con los demás hombres. Esto ocurre cuando nos reconocemos como hijos en el Hijo y a los demás como hermanos en el único Padre.

Por eso, los cristianos siempre han rezado por quienes tienen la responsabilidad de gobernar, y lo han hecho no por servilismo o por llevar una vida tranquila, sino porque saben que esa autoridad debe ejercerse como servicio y no como dominación; que a través de ella debe buscarse el bien común y no el bien particular; y que, en los inevitables conflictos entre los hombres, esa autoridad debe orientarse no a desencadenar la violencia, sino a encontrar el camino de la paz.

  1. Cfr. miércoles de la octava de Pascua, miércoles de la tercera semana y jueves de la quinta semana de Pascua.

  2. Como relata Flavio Josefo (La guerra de los judíos 2, 197) en el Templo de Jerusalén «se ofrecían sacrificios dos veces al día en honor del César y del pueblo romano» (citado por C. Spicq, Saint Paul. Les Épîtres Pastorales, t. I, París, Gabalda, 1969, 360). Cuando en el 66 d.C. los judíos suspendieron este sacrificio, el gesto «tuvo el alcance de una declaración de guerra contra Roma» (S. Légasse, «La prière pour les chefs d’État. Antécédents judaïques et témoins chrétiens du premier siècle», en Novum Testamentum 29 [1987] 241).

  3. Para ver otros testimonios sobre la oración judía por los reyes del periodo helenístico, cfr S. Légasse, «La prière pour les chefs d’État…», cit., 236-241.

  4. Citado en E. Lohse, L’ambiente del Nuovo Testamento, Brescia, Paideia, 1993, 125.

  5. Según una interpretación bastante común, las dos «bestias» al servicio de Satánas que aparecen en el Apocalipsis serían un símbolo del Imperio romano; sin embargo, el mensaje final no es una incitación a la revuelta, sino una invitación a la oración y a confiar en la intervención divina escatológica (cfr. G. Ravasi, «Chiesa e Stato nell’Apocalisse», en Communio, 2000, nº 185, 9-20).

  6. Cfr. C. Spicq, Saint Paul. Les Épîtres Pastorales, cit., 356.

  7. Cfr. C. Marcheselli-Casale, Le lettere pastorali. Le due lettere a Timoteo e la lettera a Tito, Bolonia, EDB, 1995, 152 s.

  8. No hay que pensar que el discurso se limita aquí a la comunidad cristiana, como si el autor sólo se interesara por el bien de ésta (Así, S. LÉgasse, «La prière pour les chefs d’État…», cit., 245).

  9. Las interpretaciones de este pasaje en el sentido de un cristianismo acomodaticio, dispuesto a transigir con las autoridades civiles «para vivir en santa paz», están completamente fuera de lugar (cfr. C. Marcheselli-Casale, Le lettere pastorali…, cit., 156, nota 67).

  10. Ibid., 161.

  11. De hecho, no se encuentra en el Leccionario Romano, ni festivo ni semanal. Y ahí donde hay lectio continua de la Carta a los Romanos (28ª-31ª semana del Tiempo Ordinario), se ha omitido este pasaje (cfr. Ordo Lectionum Missae, Ciudad del Vaticano, Libr. Ed. Vaticana, 1969, 200).

  12. Cfr. A. Pitta, Lettera ai Romani. Nuova versione, introduzione e commento, Milán, Paoline, 2001, 442. El principio de sumisión a la autoridad constituida vuelve a afirmarse en la Carta a Tito (3,1-2) y en la Primera Carta de Pedro (2,13-17).

  13. Ibid., 445.

  14. Incluido en el texto editado por J. B. Lightfoot, Los Padres Apostólicos, Editorial CLIE.

  15. Cfr. Sal 20,10: «[…] escúchanos cuando te invocamos».

  16. Cfr. Sal 115,16: «El cielo pertenece al Señor, y la tierra la entregó a los hombres».

  17. Cfr. Sal 8,5-7: «¿qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y esplendor; le diste dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies».

  18. Cfr. Sab 9,9: «Contigo está la Sabiduría, que conoce tus obras y que estaba presente cuando tú hacías el mundo; ella sabe lo que es agradable a tus ojos y lo que es conforme a tus mandamientos».

  19. Sobre los términos empleados, cfr. S. LÉgasse, «La prière pour les chefs d’État…», cit., 251.

  20. Cfr. la oración más antigua de ordenación episcopal que conocemos, perteneciente a la tradición apostólica de Hipólito de Roma, y que remonta al siglo III (cfr. E. Cattaneo, I ministeri nella Chiesa antica. Testi patristici dei primi tre secoli, Milán, Paoline, 1997, 658 s).

  21. Cfr. E. Peretto, «Clemente Romano ai Corinzi. Sfida alla violenza», en Vetera Christianorum 26 (1989) 89-114.

  22. Cfr. Sab 7,1: «Yo también soy un hombre mortal, igual que todos, nacido del primer hombre, que fue formado de la tierra».

  23. Justino, Apologia, I 17, 3; Atenágoras, Súplica, 37; Tertuliano, Apologeticum, 30, 4; 39, 2; Hipólito, In Danielem, 3, 22-24; Orígenes, Contra Celso, 8, 73-74; Acta proconsularia Cypriani, 1; Eusebio, Historia eclesiástica 7,1; 10, 8, 10. Sobre estos y otros textos, cfr. P. De Clerck, La «prière universelle» dans les liturgies latines anciennes. Témoignages patristiques et textes liturgiques, Münster – Westfalen, Aschendorff, 1977, 3-113.

  24. Sobre el sentido de esta «cuestión fundamental», cfr. C. Giraudo, «In unum corpus». Trattato mistagogico sull’Eucaristia, Cinisello Balsamo (MI), San Paolo, 2001, 318-324.

  25. Ambrosio, s., De sacramentis 4, 14 [SCh 25bis, 109]. Este pasaje ha sido interpretado de otro modo: cfr. P. De Clerck, La «prière universelle», cit., 101-103.

  26. C. Giraudo, «In unum corpus…», cit., 329.

  27. «…et famulo tuo ill. imperatore nostro cum coniuge sua et prole» (A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, Fribourg [Suisse], Éd. Universitaires, 1968, 449). Sin embargo, al menos a partir de Pío IX, esta mención se omite, como aparece en la edición típica del Missale Ambrosianum de 1902, 175.

  28. «… con mente pura hagamos, aceptables a Dios, sacrificios de expiación, que ofrecemos por todo el pueblo cristiano y por la salvación del gloriosísimo emperador» (en A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, cit., 429).

  29. «Acuérdate, oh Dios, de nuestro rey, con todo el pueblo» (cfr. L.C. Mohlberg – P. Siffrin, Liber Sacramentorum [Sacramentarium Gelasianum], Roma, Herder, 1960, 184). No aparece, sin embargo, en el Ordo missae del sacramentario gregoriano (cfr. J. Deshusses, Le Sacramentaire Grégorien, vol. I, Friburgo [Suiza], Éd. Universitaires, 1979, 87 [5]). El códice Saint-Gall del siglo IX presenta esta variante del Hanc igitur: «Acepta, Señor, con bondad esta ofrenda que te presentamos por nuestros reyes y príncipes, por el estado del reino franco y por todo el pueblo cristiano» (ibid., 687).

  30. «Acuérdate, Señor, de nuestro piadosísimo y amante de Cristo emperador, de su piadosa y amante de Cristo reina, de toda su corte y de su ejército, de la ayuda del cielo y de su victoria: toma la armadura y el escudo y levántate en su ayuda, somete a él a toda nación hostil y bárbara que quiera la guerra, regula sus planes, para que llevemos una vida tranquila y sosegada en toda piedad y dignidad (1 Tim 2,2)» (A. Hänggi – I. Pahl, Prex eucharistica, cit. 252 [tr. de C. Giraudo, “In unum corpus”, cit, 301])

  31. Cfr P. De Clerck, La «prière universelle», cit., 125-144.

  32. Cfr. L.C. Mohlberg – P. Siffrin, Liber Sacramentorum [Sacramentarium Gelasianum], cit., 65 s [n. 406 s]; J. Deshusses, Le Sacramentaire Grégorien, cit., 177 s [n. 344 s].

  33. Cfr. M. Sodi – A. M. Triacca (edd.), Missale Romanum. Editio princeps (1570). Edizione anastatica, Ciudad del Vaticano, Libr. Ed. Vaticana, 1998, 247 [n. 1231 s].

  34. Conferencia Episcopal Italiana, Misal Romano reformado, ibid., 1983, 151. Observamos que aquí la oración por los gobernantes, al ser extendida a todos, ocupa el noveno lugar (de diez), mientras que en los misales anteriores estaba en cuarto lugar, después de la oración por los obispos y ministros de la Iglesia, porque estaba dirigida solo a los reyes cristianos.

  35. Cfr. L. C. Mohlberg – P. Siffrin, Sacramentarium Veronense, Roma, Herder, 1956, 77 [n. 604]; Id., Liber Sacramentorum [Sacramentarium Gelasianum], cit., 217 s [nn. 1505-1509]; J. Deshusses, Le Sacramentaire Grégorien, cit., 424-428 [nn. 1266-1279]. Este último también incluye una misa diaria pro rege, así como dos prefacios para la missa pro rege [n. 1719 s] y una benedictio super regem [n. 1789]. En una de estas oraciones, aparece la idea de que el imperio romano fue una preparación para la predicación del Evangelio (Deus, qui praedicando aeterni regni evangelio romanum imperium praeparasti…): Sacramentarium Gelasianum, cit., n. 1509; Le Sacramentaire Grégorien, cit., n. 1269.”

  36. Esto es lo que afirma san Agustín, cuando dice que «es propio de la ciudad terrenal rendir culto a Dios o a los dioses para obtener con su ayuda reinar en las victorias y en la paz terrenal», mientras que «en la religión se debe buscar la vida eterna» (La ciudad de Dios, 15, 7, 1.33).

Enrico Cattaneo
Licenciado en Filosofía (Facultad de Aliosianum, 1967), laureado en Letras clásicas (Universidad de Padua, 1971), licenciado en Teología (Institut Catholique, París 1976), doctor en Teología y en Ciencias de las Religiones (Institut Catholique, París - Sorbonne, París IV, 1979). Ha enseñado Patrología y Teología Fundamental en la Pontificia Facultad Teológica de Italia Meridional (Nápoles) y Patrología en el Pontificio Instituto Oriental (Roma). Actualmente es profesor emérito.

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