«El alma, en efecto, imagina a Dios y lo contempla, tanto como puede, cuando la fe la ilumina»[1]. Esta es la propuesta de oración imaginativa que Cirilo de Jerusalén (315-387) hizo a sus catecúmenos hace 1.700 años. En su fundamento está la «luz de la fe», una imagen nacida de la Sagrada Escritura, en particular cuando Jesús devuelve la vista a los ciegos. Constante en la tradición teológica y mística, la imagen fue propuesta una vez más por la encíclica Lumen fidei del Papa Francisco[2]. Según Cirilo, si esta luz fiel y confiada habita en el alma, los discípulos de Cristo pueden imaginar a Dios, y así contemplarlo. Sin imaginación ni imágenes, no hay unión con Dios.
Sin embargo, debemos constatar, en nosotros mismos y a nuestro alrededor, una verdadera colonización de nuestra imaginación que causa daño y desconcierto. Oleadas de imágenes se nos imponen y oscurecen nuestra visión de Dios, de la creación, de los demás y de nosotros mismos. Nos invaden la publicidad, las redes sociales y los «canales de noticias continuos», e incluso las noticias falsas o las imágenes generadas por la inteligencia artificial. A menudo, por desgracia, estas imágenes colonizadoras son tan «realistas» como «falsas». Basta pensar en el éxito efímero y delirante, en la primavera de 2023, de una imagen deepfake del Papa Francisco vestido a la moda, envuelto en un ancho abrigo de plumas con una faja de seda. Si el atuendo era surrealista, lo que estaba en juego era muy real: se trataba de la credibilidad de las imágenes que se nos da a ver y, por tanto, de nuestra capacidad de tener fe.
Es bien sabido que la Biblia ofrece una larga tradición de caza de ídolos. Frente a las aberraciones actuales de las imágenes, ¿no deberíamos redoblar también nuestra intransigencia para vivir como cristianos que piensan, actúan y rezan libremente? Antes de embarcarnos en una cruzada iconoclasta, escuchemos la sabiduría del jesuita y escritor francés François Varillon (1905-78). Para él, en un retiro de oración, «se trata de elegir las imágenes más adecuadas para llevarnos al conocimiento del verdadero Dios. No hay pensamientos sin imágenes, todos los licenciados lo saben. Por tanto, hay que guiar la imaginación, pues las ideas verdaderas pueden generar imágenes falsas; y como la mente recibe primero las imágenes, éstas pueden ser un obstáculo para la idea. El juego de las imágenes debe ser a la vez prudente y controlado. Y el ejercitante debe aceptar pronto la vacuidad, pues se está ante el misterio de Dios, y debe darse cuenta por sí mismo de que no hay imágenes adecuadas a la revelación del misterio»[3].
Todo está aquí, pero todo puede ampliarse. Volvamos al corazón de nuestra fe. En Getsemaní, mientras sus apóstoles dormían, Jesús invitó a Pedro, Santiago y Juan a velar y orar, «para que no entren en tentación» (Mt 26,41). Podemos imaginar que su sueño estaba atormentado por una sobreabundancia de imágenes confusas y divergentes, de la decadencia a la gloria, de la dispersión a la comunión, del terror a la alegría… También nosotros hemos sido colocados por Dios en medio de las imágenes de nuestro tiempo; también nosotros somos invitados por Cristo a velar y rezar, a ser testigos de su Pascua.
Este artículo se propone examinar por qué no podemos escapar a las imágenes y cómo nuestra imaginación puede ponerse al servicio de Dios y de su Reino. Seremos testigos creíbles si nos animan, al mismo tiempo, la libertad, la verdad y la caridad.
Imágenes e imaginación al servicio de la realidad
¿Qué es la imaginación? ¿Y una imagen? Veinticinco siglos de filosofía occidental coinciden en reconocer su importancia, pero no tanto en definirlas. En las raíces de la cultura occidental, dos mitos de origen – el hebreo y el griego – muestran la ambigüedad de las imágenes y de la imaginación humano-divina. Así, el robo del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, en Génesis 3, puede leerse como la historia del intento humano de arrogarse una imaginación creadora divina que muestra las facetas de una acción posible. Un robo a medias, sin embargo: si el hombre y la mujer piensan en cubrir su desnudez, su creatividad se conforma con irritantes hojas de higuera. Es el Creador quien tendrá que imaginar coserles túnicas de piel mucho más cómodas y cubrirlos con ellas. Pues sólo él posee la plena imaginación creadora, que siempre tiende hacia el bien. En cuanto al mito griego, es aún más trágico. Prometeo, para compensar las omisiones de Epimeteo en la creación del hombre, le dota del fuego divino, la herramienta cognitiva por la que la imaginación cambia la naturaleza, gracias a la cultura. Los dioses vengativos condenan al ladrón a un castigo atroz, pero es demasiado tarde: la imaginación alejará ahora a la humanidad de la verdad y la belleza, y hará sufrir incluso a los dioses.
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De estas dos raíces mitológicas surgirá en Occidente una filosofía con complejas ramificaciones, que oscila constantemente entre el desprecio y la adulación por las imágenes y la imaginación. Aquí sólo podemos esbozar un breve resumen de ella, en forma de definiciones. La imaginación es, en nosotros, aquello que forma y recibe imágenes de cosas y personas; su tarea es imaginar lo real[4]. En cuanto a la imagen, puede decirse que es la representación perceptible (o réplica) de un ser o cosa, o una representación mental[5].
Para completar este cuadro, añadamos algunas de las funciones principales de la imaginación y, por tanto, de las imágenes: ética (actuar), epistemológica (conocer), heurística (concebir), hermenéutica (interpretar), apologética (defender), didáctica (enseñar) y mediadora (unir contrarios). Aunque la relación de las imágenes y la imaginación con la realidad sigue siendo un problema, estas diferentes funciones pueden, como veremos, ponerse al servicio del Evangelio.
La Biblia utiliza imágenes
El texto bíblico está lleno de imágenes, desde los relatos de la creación hasta las angustias apocalípticas, desde las metáforas de los Salmos hasta las analogías paulinas, desde las visiones proféticas hasta los relatos reales. Sin negar la necesidad de fórmulas dogmáticas para nuestra fe eclesial, hay que reconocer que Dios ha elegido hablar a la humanidad en un lenguaje figurado que todos pueden entender, recordar y aplicar. Es la mejor manera de llegar (y así salvar) a quienes Dios prefiere: los pobres, los analfabetos, los niños… Pero también pueden beneficiarse los ricos, los cultos y los adultos, sin caer en el infantilismo. Cristo mismo nos invita: «Les aseguro que si ustedes no cambian o no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3).
Dos fuentes nos dan una idea de la diversidad de enfoques bíblicos de la imagen: las parábolas y el Apocalipsis. En las primeras, Jesús tiende a la sobriedad. Una imagen sencilla, tomada de la vida cotidiana, conduce a sus oyentes a la visión del reino de los cielos: lo extraordinario de Dios no hay que buscarlo fuera de lo ordinario de la humanidad: una perla, una oveja, una semilla, una moneda, un árbol, un hijo, etc. Cada criatura tiene una dignidad extraordinaria que la imaginación divina percibe y realiza en el orden del universo. El Apocalipsis, en cambio, es prolijo: las imágenes se acumulan, se aferran, incluso se realizan, con el mismo designio de revelación que las parábolas evangélicas. Fiel a la antigua lucha contra los ídolos, el Apocalipsis sacude al oyente tentado de fijarse y adorar una imagen parcial de Dios o de una criatura. Un pasaje apocalíptico de San Lucas nos lo explica: «Vendrá el tiempo en que ustedes desearán ver uno solo de los días del Hijo del hombre y no lo verán. Les dirán: “Está aquí” o “Está allí”, pero no corran a buscarlo. Como el relámpago brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del hombre cuando llegue su Día. Pero antes tendrá que sufrir mucho y será rechazado por esta generación» (Lc 17, 22-25).
La imaginación cristiana, por tanto, nunca debe fijarse en una imagen concreta, ni obsesionarse por ella, ni mucho menos centrarse en una idea o ideología. Por el contrario, debe permanecer libre, iluminando toda la realidad con la luz de la fe que nos hace ver a Cristo resucitado como Aquel que primero fue crucificado. No es sólo una cuestión de sensibilidad. Esta ascesis, que vigoriza la imaginación, tiene efectos reales en nuestra vida concreta: «Por eso, el que quiera venir conmigo, que trabaje conmigo, para que, siguiéndome en el sufrimiento, me siga también en la gloria»[6].
Sobria o sobreabundante, la imaginación utilizada en la Biblia nos enseña que estamos todavía y siempre en camino. Es la esencia misma de nuestra fe aquí abajo. «Por eso, nos sentimos plenamente seguros, sabiendo que habitar en este cuerpo es vivir en el exilio, lejos del Señor; porque nosotros caminamos en la fe y todavía no vemos claramente. Sí, nos sentimos plenamente seguros, y por eso, preferimos dejar este cuerpo para estar junto al Señor» (2 Cor 5,6-8). Así pues, la singular sutileza de las tácticas imaginativas de los autores bíblicos tiene también una finalidad didáctica: nos enseña a permanecer libres para aceptar la Revelación y expresar nuestra fe.
Un Dios que se nos revela con palabras e imágenes
Dios ha elegido revelarse a nosotros a través de palabras que, la mayoría de las veces, denotan imágenes. Como afirma la Dei Verbum, la finalidad de la Revelación es salvarnos[7], y la imaginación es precisamente uno de los lugares donde necesitamos ser salvados. Allí donde está invadida, atacada, colonizada por imágenes nocivas, obsesivas, que impiden nuestra libertad, debe ser objeto de vigilancia, defensa y oración. Otros sistemas de pensamiento o de creencias, conscientes del mismo peligro, llaman a la eliminación de las imágenes físicas o mentales. La fe cristiana no puede seguir este camino. El Verbo de Dios se encarnó, y hay que honrar esta elección trinitaria de una manifestación sensible. La Primera Carta de Juan afirma: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos» (1 Jn 1,1). Para salvar nuestra imaginación, no debemos vaciarla, sino alimentarla con imágenes – de Dios, de la creación, de los demás y de nosotros mismos – que broten de la Revelación divina y nos ayuden a encarnarla.
Al Verbo joánico hecho carne corresponde el Hijo como imagen divina paulina, «en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados. Él es la Imagen del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación» (Col 1,14-15). Afirmar y creer que el Hijo es una «imagen» no lo disminuye en relación con el Padre, en términos de ser o dignidad, del mismo modo que afirmar y creer en el Verbo encarnado no socava la majestad del silencio divino. Al contrario, significa devolver una posibilidad a las imágenes humanas, como las palabras de nuestras conversaciones cotidianas. La operación no está exenta de riesgos, pero la conversión de nuestra imaginación – y, por tanto, nuestra salvación – conlleva este precio. Si Dios asumió el riesgo de hacerse oír, con suavidad pero también con fuerza, ¿por qué habríamos de cerrar nuestros oídos? Si Dios asumió el riesgo de hacerse ver, modestamente pero sin fingimiento, ¿por qué habríamos de vaciar y cerrar con candado nuestra imaginación?
Una fe verdadera que pasa por las imágenes
Debe quedar claro que la fe y la imaginación no pueden equipararse. Mientras que la Escritura repite incansablemente que es la fe la que salva, no dice lo mismo de la imaginación. Sin embargo, la centralidad de la imaginación en nuestra vida humana implica que no puede excluirse de los medios para alcanzar la salvación. Aplicando por analogía los términos cristológicos del dogma del Concilio de Calcedonia, se podría decir, por tanto, que la fe y la imaginación no deben confundirse ni separarse: deben conjugarse y articularse.
De este modo, la fe puede purificar la imaginación, desafiarla, invitarla al discernimiento y a la decisión. Las imágenes que nuestra fe nos ofrece, a través de la Tradición y de la Escritura – imágenes tan variadas y a menudo en gran tensión entre sí – ayudan a nuestra imaginación a reconocer y rechazar las imágenes mundanas que conducen a la riqueza, al honor y al orgullo, para abrazar las que conducen a la pobreza, al desprecio y a la humildad (cfr. EE 146). La fe, como el calor o la química, viene a raspar las apariencias de lo que creemos, cuestionando lo que en el fondo no es más que credulidad, superstición, idolatría e ideología. ¿No es esto lo que hace Jesús cuando llama bienaventurados a los que, a ojos del mundo, son los más desgraciados? Las bienaventuranzas evangélicas son un modelo de la fina ternura irónica con que el Creador toma a sus criaturas para instruirlas e iluminarlas a través de una fe que él imagina.
En cuanto a la imaginación, esta puede hacer que nuestra fe sea menos abstracta, más real. La imaginación, tanto si procede directamente de la Revelación divina como si fluye de ella a través de la oración personal, la liturgia u otros ámbitos de nuestra vida cristiana, refuerza el aspecto encarnado de nuestra fe en la Palabra, sin faltarle el respeto. Este punto es a veces difícil de aceptar para personas con un modo de pensar o una psicología más abstractos. Sin negar los riesgos de una fe que se atreve a expresarse en lo sensible, hay que recordar que fue nuestro Dios quien tomó la iniciativa. Su creación es buena desde el principio, su salvación se ha realizado en el mundo y a través de la carne. ¿Quiénes somos nosotros para atrevernos a limitar el campo – ¡y el canto! – de su Espíritu?
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Al fin y al cabo, en el corazón de nuestra fe, es Cristo quien justifica, quien incluso exige que pongamos en juego nuestra imaginación cuando nos dejamos iluminar por la fe en Él. Porque Él es, según la bella expresión del teólogo suizo Hans Urs von Balthasar (1905-88), «la imagen de todas las imágenes». El efecto es enorme: «Si Cristo es la imagen de todas las imágenes, es imposible que no se imprima en las imágenes del mundo y las ordene a su alrededor. No se da a sí mismo una imagen aislada; cada imagen se perfila sobre el fondo de otras, se imprime y se expresa en un mundo, en su forma interna revela su con-formidad y su poder creador capaz de formar un mundo en torno a sí»[8].
Cristo no es sólo la imagen del Dios invisible, sino que es la imagen de todas las imágenes, el que las exalta, las ordena, las ilumina y comparte con ellas su propio poder de creación. Lejos de degradar a nuestro Dios, se trata de glorificar su creación. Y entre todas las criaturas que son imagen de Dios, la Biblia nos señala una privilegiada: la criatura humana. «Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza”; […] Y Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer» (Gn 1,26-27). Así lo enseñan los exégetas: con el triple verbo «creó», el autor nos señala aquí el vértice de la creación: el hombre y la mujer creados a imagen y semejanza de Dios.
Ahora bien, para los Padres de la Iglesia, el robo del fruto del árbol en Génesis 3 dañó la imagen humana de Dios; la imagen perdió su semejanza. San Atanasio (296-373) utiliza una metáfora artística para explicar cómo se realiza nuestra salvación: «Cuando una figura dibujada sobre madera ha sido borrada por manchas del exterior, para restaurar la imagen en la misma materia, es necesario que el que había sido representado se presente, y se debe a su figura si la materia en la que había sido representado no es borrada, sino que su retrato sigue modelado en ella. Del mismo modo, el Hijo santísimo del Padre, que es la imagen del Padre, vino a nuestras regiones para restaurar al hombre creado a su imagen y reencontrarlo mediante la remisión de los pecados, después de haberse perdido»[9].
Se puede intuir cuánta imaginación se necesita para hacer tal afirmación, y luego para aceptarla. Además de la interpretación, el descubrimiento, el conocimiento y la enseñanza, la función imaginativa a la que más se insta aquí es, en esencia, la reconciliación de los opuestos. Dios y el hombre, el Creador y la criatura no se oponen, sino que se reconcilian por, con y en Aquel que, «siendo de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano» (Flp 2, 6-7).
Llevar a Cristo en medio de las imágenes
Muchos ámbitos de la vida cristiana contribuyen a aclarar estas afirmaciones teológicas. Tres son particularmente significativos: la vida espiritual, la liturgia y la acción. Sintetizando, podríamos decir que aquí es donde entra en juego la imaginación humana, salvada por su Creador. En efecto, ¿no es una de las grandes funciones de la imaginación vincular la mente y el cuerpo con vistas a la acción? La vida espiritual personal se une así a la liturgia que celebra la entrega de Cristo en su Cuerpo y en su Sangre para constituir el cuerpo de la Iglesia, a través de los cuerpos sensibles de los que rezan, y conducirlos a la caridad.
En medio de las imágenes que el mundo nos impone, velemos y oremos para que se realice en nosotros el Cristo, Imagen del Dios invisible, que quiere hacer de nosotros sus imágenes. El juego bien vale la vela: un cirio pascual en medio de la Noche en la que velamos y rezamos.
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Cirilo de Jerusalén, s., Catechesi, V, 11, en Id., Catechesi prebattesimali e mistagogiche, Milán, Paoline, 1994. La cursiva es nuestra. ↑
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Publicada en 2013, esta encíclica había sido preparada en gran parte por Benedicto XVI antes de su renuncia, a modo de complemento de las encíclicas que había dedicado a las otras dos virtudes teologales: la caridad (Deus caritas est, 2005) y la esperanza (Spe salvi, 2007). ↑
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F. Varillon, Beauté du monde et souffrance des hommes. Entretiens avec Charles Ehlinger, París, Le Centurion, 1980, 194. ↑
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Cfr. N. Steeves, Grazie all’immaginazione. Integrare l’immaginazione in teologica fondamentale, Brescia, Queriniana, 2018, 211. ↑
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Ignacio de Loyola, s., Ejercicios espirituales (EE), n. 95. ↑
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Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum, n. 7. ↑
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H. Urs von Balthasar, Gloria. Un’estetica teologica. 1. La percezione della forma, Milán, Jaca Book, 1975, 386 s. ↑
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Atanasio de Alejandria, s., L’incarnazione del Verbo, III, 14, Roma, Città Nuova, 1976, 61-62. ↑
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