Biblia

Guerra y violencia según la Biblia

La Batalla de Josué contra los Amalecitas, Nicolas Poussin (1625)

¿Qué dice la Biblia sobre la guerra, la revolución, la violencia? Algunas páginas del Antiguo Testamento, directa o indirectamente, parecen justificar la posibilidad de un conflicto armado para la conquista de la Tierra Prometida. Pero, ¿es ésta la interpretación correcta? Sobre todo, ¿cómo conciliarla con el precepto neotestamentario de «amar al enemigo»?

Cómo interrogar la Biblia sobre la actualidad

Interpretar la Biblia sobre un tema de actualidad es menos sencillo de lo que suele pensarse. Nunca hay que imponer un tema al texto bíblico tal como lo formulamos hoy: antes bien, hay que aceptar lo que la propia Biblia nos dice y seguir su desarrollo sin interferencias extrañas. Sólo así será posible llegar a conclusiones que contengan, por equivalencia, la respuesta que nos interesa. Esta equivalencia sólo debe hacerse explícita después de haber establecido con precisión lo que los autores bíblicos dicen sobre las cuestiones que ellos mismos se plantean, y no las nuestras. De lo contrario, se daría el caso, por ejemplo, de ver las guerrillas o golpes de Estado[1] legitimados con la autoridad de la Biblia, contradiciendo diversos textos del Nuevo Testamento y en contraste con la línea seguida por las primeras generaciones cristianas.

La salvación de la que habla la Biblia no es algo que descienda directamente de lo alto, sino un acontecimiento que madura dentro de una larga tradición histórica. Quienes quisieran interpretar cada enunciado de la Sagrada Escritura como una verdad absoluta, válida atemporalmente, llegarían a conclusiones erróneas y, lo que es peor, las corroborarían con la autoridad de Dios. La salvación es un acontecimiento histórico, del que la Biblia nos da la narración y el significado: un acontecimiento que se desarrolla de una etapa a la siguiente y que no se concluye y completa antes de llegar a la última etapa, que es Pentecostés[2]. Señalar una etapa como equivalente a toda la salvación es una falsificación; del mismo modo, es una falsificación proponer un momento de esa reflexión sobre la salvación que es la Biblia como si fuera la última palabra de Dios sobre el tema (palabra última, precisamente porque viene de Dios). La salvación consiste en una encarnación gradual del Señor en la historia humana. El comienzo de esta encarnación se abre con la vocación de Abraham. En su origen, Abraham y su clan eran politeístas, y sus costumbres morales estaban viciadas por graves defectos, de los que habla sin reticencias el libro del Génesis[3].

Dado que el punto de partida de la historia de la salvación es un fragmento de humanidad cualquiera, cargado de todo tipo de errores y malos hábitos; y dado, también, que en los casi dos milenios que separan Abraham del nacimiento de la Iglesia los defectos que unen al pueblo de Dios con la humanidad circundante se atenúan progresivamente, resulta que los comportamientos, por ejemplo, mencionados en el libro de Josué al comienzo de la historia bíblica (finales del siglo XIII a.C.), o los mucho más recientes de los Macabeos (mediados del siglo II a.C.), no son respuestas válidas en absoluto al problema de la violencia armada. Pero debemos estudiar este tema a lo largo de toda la trayectoria de la experiencia redentora colectiva que es la salvación cristiana.

Las masacres en el libro de Josué

No está claro – en aras de la precisión – si las masacres atribuidas a Josué sucedieron todas realmente, o si no reflejan más bien una valoración tardía de la conveniencia de hacer lo que no se hizo: deshacerse de los cananeos[4]. Pues hasta la época del exilio, éstos, con la sugestión de las tradiciones religiosas y la superioridad de la cultura secular, siguieron siendo una ocasión de pecado y una tentación constante.

Está claro, por otra parte, que en el libro de Josué se describe al pueblo de Dios con categorías de juicio no muy diferentes – en lo que se refiere a la técnica de la ocupación armada y el sometimiento – de las que se utilizaban entre los semitas de la Asia anterior en el II y I milenio a.C. El uso de tales categorías es un hecho cultural que sólo en desarrollos posteriores de la teología bíblica se confirmará o refutará como juicio de valor religioso y ético.

Su continuación está ligada principalmente a la historia de la monarquía. Sólo después de la reforma monárquica adquieren las instituciones la estabilidad necesaria para que se planteen adecuadamente los problemas característicos del poder y para que la propia tradición religiosa encuentre instrumentos adecuados de coerción disímiles.

La monarquía

Los comienzos de la monarquía, aunque tan inciertos desde el punto de vista político y religioso, conducen a la instauración de un Estado fuerte, impregnado, según la mala praxis de todos los tiempos, de aspiraciones imperialistas. Parece ser la ratificación del principio según el cual las guerras atribuidas a Dios se identifican con las guerras de Israel, y viceversa: como las victorias del Imperio asirio, ni más ni menos, estas se describen como si fueran hazañas personales de Marduk o de Nabu. Algunos relatos arcaicos revelan, en efecto, una conciencia moral o, peor aún, una compenetración entre lealtad religiosa y comportamiento social difícil de comprender[5].

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Sin embargo, la historia real de la monarquía se desarrolla siguiendo una línea totalmente imprevisible, como si el Señor no quisiera hacer caso de las aspiraciones de grandeza que agitaban a Israel.

Tras un comienzo bastante feliz, durante los reinados de David y Salomón, las razones de poder y prestigio que habían acompañado el ascenso de la monarquía entran en crisis. La unidad política y administrativa entre las tribus del norte y del sur fracasa; el Templo de Salomón es saqueado y devastado irremediablemente hacia 930, pocos años después de su construcción; los pueblos vasallos del Imperio davídico – Moab, Amón, Edom y Damasco – se rebelan uno tras otro y, una vez recuperada su autonomía, socavan continuamente los dos reinos israelitas. La centralización monárquica resulta perjudicial para las tradiciones tribales, tan ricas en recuerdos domésticos y significado religioso, y conlleva diversas consecuencias económicas, sociológicas y morales, más o menos todas negativas, como la difusión del lujo, la arbitrariedad de los poderosos, el avasallamiento de los débiles y la profanación de las costumbres[6].

La influencia cultural, y por tanto religiosa, de los cananeos, damascenos, asirios y egipcios parece irresistible y conduce a episodios más o menos duraderos y constantes de apostasía pura y simple. La corte de Jerusalén y la propia dinastía davídica – por no hablar de las numerosas dinastías que se sucedieron en el reino del norte – no permanecieron fieles a su mandato de garantes y custodios de la Alianza mosaica, sino que, por el contrario, tomaron repetidamente la iniciativa de organizar y planificar la perversión religiosa[7], preparando sin saberlo la catástrofe política. La pobreza, ausente en los años de la experiencia del éxodo, crece temiblemente con el aumento de los latifundios, y la economía del Estado se resiente, al igual que la justicia social y la igualdad de derechos entre los miembros del pueblo de Dios. Sobre todo, se daña el significado sagrado de la Tierra Prometida, cuya división en tribus, clanes, familias, no expresaba simplemente la posesión de un mínimo de propiedad, sino que era el símbolo y la anticipación de la herencia prometida a Abraham.

La tentación de establecer una hegemonía política como la de los grandes Imperios de la época (Asiria, Egipto) se ve desafiada por los hechos; y la reflexión religiosa sobre esos hechos – que son todos, a pesar de su aparente profundidad, historia de salvación – sacará las consecuencias en los principios, señalando a los Imperios de la época como la encarnación más evidente de los poderes demoníacos.

El juicio de Dios sobre los grandes imperios

El irresistible avance de Siria a mediados del siglo VIII a.C. borra toda posibilidad de éxito político para Israel. Queda claro, pues, que el reino davídico no posee en absoluto la vocación de poder que se le había atribuido. Al contrario, por mucho que se intente rebajar las esperanzas e ilusiones del pasado reduciéndolas a proporciones extremadamente modestas, Israel – ahora limitado a poco más que la tribu de Judá – debe, a partir de cierta fecha, renunciar a toda consistencia política: después del 586 (destrucción de Jerusalén y asesinato de Godolías), Judea se convierte simplemente en una provincia de un gran imperio. El imperio cambia (babilonios, persas, griegos de Alejandro, Egipto helenístico, seléucidas de Siria, romanos) en una sucesión que expresa el juicio de Dios sobre los grandes imperios, pero Judea sigue siendo siempre una marca fronteriza sin autonomía política.

Ocurre entonces que los títulos de grandeza de los reinos de David y Salomón siguen siendo objeto de una espera mesiánica siempre renovada, pero se liberan progresivamente de todo sentido profano y de toda restricción nacionalista: aquella santificación de la violencia militar o del avasallamiento político que parecían legitimar es progresivamente desautorizada, y la grandeza a la que se aspira, sobre todo después del exilio, es de orden interior, y se asocia habitualmente – como se aprende de la atormentadora experiencia cotidiana – a una condición de fragilidad exterior, de disponibilidad a los golpes de los demás, de carencia de todo abrigo individual o colectivo[8].

Es necesario remitirse a esta espiritualidad de los «pobres del Señor», de los «humillados y ofendidos», de los débiles que nunca pueden ensoberbecerse, para preguntarse en qué dirección se orienta ese tema de la violencia, la victoria militar, el prestigio y el poder colectivo, hacia el que parecían dirigirse, con sus formulaciones arcaicas, la epopeya del éxodo y los inicios de la monarquía.

También a este respecto, la experiencia del exilio – que tantos cambios internos y externos trajo a Israel – es verdaderamente ejemplar.

El retorno del exilio remite explícitamente a los modelos del éxodo y se presenta proféticamente con el halo de la restauración política: es incluso el nuevo éxodo y el advenimiento del reino mesiánico. Sin embargo, el protagonista de esta empresa de redención, a pesar de la variedad de símbolos y figuras alusivas, se identifica fundamentalmente en el «siervo del Señor»[9]. Es un personaje y también un pueblo, pero, en ambas interpretaciones, sigue siendo siempre alguien humillado, pisoteado, oprimido, condenado a muerte, sólo para triunfar misteriosamente después de la tortura; alguien que no levanta la voz, que no utiliza la violencia, sino que sólo puede sufrirla, y que triunfa no con vistas a un imperialismo nacional – aunque pacífico –, sino sólo con vistas a la salvación universal, y por tanto también para la salvación de sus propios adversarios[10].

La violencia, consecuencia del pecado

La parábola ascendente y descendente de la historia de la monarquía constituye la experiencia básica para esclarecer el tema de la violencia. Ésta aparece, sin excepción, como una consecuencia del pecado, una proyección hacia el futuro de las maldiciones acumuladas en el pasado.

Toda la historia humana está marcada por ella. Pero esta constatación no tiene nada de fatalista: su origen remoto se remonta a la maldición de Dios sobre la serpiente tras el pecado de Adán. El Señor dice: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo» (Gn 3,15), enemistad que dura mientras dure la descendencia de la mujer y, por tanto, hasta el fin de la historia.

El sentido de este contraste permanente que lacera la conciencia de los hombres consiste en que toda existencia humana se configura, en su definición más libre y profunda, como aceptación o rechazo de la elección divina. La conclusión del contraste será, al final de los tiempos, positiva[11].

La Historia se divide, pues, en dos partes, entre los que ejercen la violencia y los que la sufren, con una línea divisoria que no se reconoce en ninguna categoría sociológica o ética o política o cultural o religiosa. El pueblo de Dios se identifica con los «pobres y humillados», es decir, no con una denominación oficial, sino con una actitud interior que responde a una vocación de lo alto y que no está garantizada por ningún instrumento externo, precisamente porque la «pobreza» es la ausencia de amparo ante Dios y ante los hombres.

Conciencia desgarrada

Pero hay más. Al final de la historia de la salvación, en la reflexión teológica de Pablo, queda claro que la línea de demarcación entre los dos descendientes, la serpiente y la mujer, no se limita a oponer, por un lado, las grandes instituciones históricas de las que el Maligno logra apoderarse y, por otro, las frágiles estructuras del pueblo de Dios, sino que se prolonga en el interior de cada hombre, con una laceración de conciencia que resume la historia interna de toda vocación personal[12].

Pero si el conflicto ya no tiene lugar entre institución e institución, ni siquiera entre persona y persona, entonces resulta claro que el lenguaje bíblico de la guerra, del exterminio y de la indignación ya no es en modo alguno una invitación o un consentimiento al odio y a la violencia, sino que sirve para formular un asunto enteramente dirigido a la conciencia individual[13]: es un contraste entre el hombre viejo y el hombre nuevo[14]; una contradicción entre carne y espíritu[15], es decir, entre una afirmación de la autonomía humana y la aceptación de la trascendencia divina[16].

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Tampoco puede decirse que en estos textos el lenguaje bíblico de la violencia caiga en un oficio puramente metafórico, para expresar la victoria sobre el egoísmo y la abnegación de sí; al contrario, el valor realista de ese lenguaje permanece perfectamente intacto. La razón es que en el pensamiento de Pablo y en el de Juan[17] permanece siempre viva la convicción de que tanto la conciencia individual como la comunitaria son el campo de batalla entre fuerzas que trascienden al hombre[18] y cuyo conflicto tiene como objeto la propia existencia humana. No hay opciones aisladas ni situaciones neutras: la salvación es un triunfo sangriento, donde la única víctima verdadera es el Señor, en cuyos sufrimientos, sin embargo, deben participar incluso los justos, en una medida poco más que simbólica[19], aunque les parezca casi intolerable. No hay salvación sino a riesgo de la vida: un riesgo real, no metafórico, de una realidad que resume en sí misma toda la verdad implícita en las apariencias históricas.

Las imprecaciones contra los «enemigos»

Llegamos así a la cuestión de las imprecaciones violentas contra los «enemigos», dispersas en diversos lugares de la Biblia, pero sobre todo en los Salmos[20]. En la Biblia, la yuxtaposición de justos y malvados nunca es una pose victimista, sino que quiere significar un hecho preciso y misterioso de la experiencia: en aparente contradicción con la doctrina bíblica de la retribución[21], la fidelidad a Dios y la inocencia son perseguidas ininterrumpidamente y, en cambio, la impiedad, la arrogancia y el engaño abren las puertas al éxito mundano, como si una providencia demoníaca, hostil a Dios y a sus santos, actuara en el mundo, en contra de las promesas de Dios. Este designio infernal, que parece sobreponerse a la historia de la salvación y contradecirla puntualmente, opera a través de los hombres y de las instituciones humanas. Las desesperadas invocaciones y gritos de venganza que se leen en tantas partes de la Biblia[22] no significan un arrebato privado del «justo» contra sus enemigos personales, sino que – en un contexto pre-evangélico, en el que nunca se había proclamado el amor a los enemigos y el perdón de las ofensas – expresan lo misterioso del conflicto en el que se ve envuelto todo intento humano de fidelidad a Dios. Como ya se ha dicho a propósito de los «pobres», no se trata en modo alguno de la intención de exterminar a los enemigos, sino sólo de la rebelión contra una experiencia absurda y aparentemente sobrehumana: la constatación de la impotencia total que pone al justo a merced de un odio demoníaco, de modo que es golpeado acerbamente, implacablemente, no por lo que ha hecho mal, sino por su confianza en Dios[23].

En estas condiciones, el lenguaje bíblico de la violencia – del que la liturgia se apropia, sin vacilación ni pudor – permanece completamente ajeno a temas como los que nos ocupan: la guerra, la revuelta armada contra las instituciones. Los únicos indicios que podrían parecer pertinentes se encuentran en los libros de los Macabeos; Pero basta recordar con qué rapidez la epopeya macabea degeneró y se disolvió en el escuálido drama de los asmoneos y luego de los herodianos, y cómo fue precisamente a partir de esa afortunada y heroica guerra de guerrillas cuando comenzó la división del pueblo judío en partidos irreductiblemente opuestos[24], para comprender que la guerra partisana en Israel fue una experiencia transitoria y – mirando las cosas desde la distancia – en gran medida infructuosa, es decir, que dio frutos inestables, que no pueden interpretarse en un sistema de conclusiones coherentes.

A este respecto, son significativas la exclusión de los libros de los Macabeos del canon judaico de la Biblia y, más aún, el silencio casi absoluto del Talmud sobre los hechos de Judas Macabeo y sus hermanos.

Nada pertinente en torno al tema de la violencia puede extraerse del libro de Judit, según las interpretaciones más recientes y ahora básicamente seguras, aparte de la confirmación del carácter demoníaco del imperialismo[25].

Cabe añadir que la Biblia aún no ha dicho todo lo que tiene que decirnos sobre este tema, como sobre tantos otros; que la teología bíblica no es un conjunto de enseñanzas y certezas enteramente completas en sí mismas y ahora ordenadas monográficamente en tratados: la palabra de Dios nos renueva a nosotros, sus destinatarios, de generación en generación, haciéndonos cada vez más sensibles a su contenido, cada vez más capaces de expresar su carga. El Homo biblicus – el que se alimenta de la Palabra, pagando el precio y no limitándose a documentarse – encuentra en la novedad de las situaciones existenciales una consonancia inesperada, una clara connaturalidad con aspectos precisos del mensaje bíblico; y ve surgir claramente de esa comparación verdades que la conciencia cristiana ha, más o menos siempre y más o menos plenamente, percibido y formulado, pero que hasta entonces carecían de la verificación que proviene de una conexión exacta con la Palabra de Dios.

Sin embargo, es seguro que una mejor aproximación al tema bíblico de la violencia o la no violencia se logrará reflexionando sobre todo a partir de textos y situaciones más recientes, que, precisamente por serlo, indican el desenlace final que Dios da a la salvación: la misión del Siervo en Isaías y de los pobres del Señor, y luego el comportamiento de Jesús, que rechaza cualquier iniciativa de sublevación política o militar, a pesar de la situación del momento; y, por último, la abstención de la primera comunidad cristiana en la guerra del 67-70: abstención que los judíos tacharon de traición y provocó la expulsión definitiva de los judeocristianos de la sinagoga.

Dos pasajes evangélicos difíciles

«Si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la otra» (Mt 5,39). No es un pasaje fácil del Sermón de la Montaña, que, además, suele interpretarse de forma burlona: si alguien es violento contigo, tú – como cristiano – debes sufrir su violencia. En definitiva, una forma de actuar propia de gente insensata, o al menos ridícula. Pero, ¿realmente Jesús quiso dar semejante enseñanza?

Para una correcta interpretación, hay que fijarse en el conjunto del que está tomado el pasaje: «Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si te exige que lo acompañes un kilómetro, camina dos con él. Da al que te pide, y no le vuelvas la espalda al que quiere pedirte algo prestado» (Mt 5, 40-42). Nos encontramos ante una serie de dichos de Jesús relativos a la actitud del cristiano ante situaciones de violencia o de clara provocación: un préstamo – ¿indebidamente? – solicitado; una coacción; una sentencia de quitarse la túnica; y sobre todo una situación de violencia real (aquí no se trata de una simple bofetada, sino de un revés, porque se da en la mejilla derecha; de lo contrario se habría dado en la izquierda: en definitiva, una ofensa grave).

En tales situaciones, Jesús no nos pide que sigamos exponiéndonos indefensos a la violencia del otro, sino que no interrumpamos el diálogo y busquemos por todos los medios, y lejos de toda lógica de violencia, el camino que conduce a un nuevo encuentro. ¿Cómo?

El Espíritu sugerirá a cada uno el modo de responder a los que nos ofenden, a los que usan la violencia contra nosotros, a los que nos provocan, que el Padre quiere reconciliar consigo, y nuestra disponibilidad en el amor será el signo de ello. En este sentido, pues, el «presentar la otra mejilla», el «dar también el manto», el caminar dos kilómetros en lugar de uno, indican la generosidad de quien, como víctima, aparta de sí toda lógica de violencia y busca en la lógica – ilógica – del amor el camino para llegar al corazón del otro.

En la Pasión, durante el interrogatorio del sumo sacerdote, un guardia abofetea a Jesús y le increpa: «¿Así respondes al sumo sacerdote?» (Jn 18,22). Jesús había dicho que, para conocer su doctrina, había que interrogar a los que le habían escuchado, porque él siempre hablaba abiertamente.

La respuesta de Jesús no huye de la situación de violencia, sino que la afronta y la lleva a otro nivel: «Si he hablado mal, muestra en qué ha sido; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23). A la violencia que proviene del poder – es una guardia – Jesús responde con la fuerza de la verdad: no se deja avasallar por el mal, sino que intenta vencer el mal con el bien[26]. Y pide a los que le han ofendido que razonen, que disciernan el bien del mal y que le muestren lo que ha hecho mal…

Encontramos en las palabras finales de Jesús – «si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» – el lamento de los justos, de todos los justos víctimas del mal del mundo por haber sido fieles a la palabra de Dios y a su misión.

  1. Cfr. en particular 1-2 Mac y 2 Re 11.

  2. Pentecostés era originalmente, en la fe del pueblo judío, la fiesta de la cosecha y la ofrenda de las primicias, 50 días después de la Pascua, y celebraba solemnemente el recuerdo de la Alianza en el Sinaí. En el Nuevo Testamento, es la fiesta del descenso del Espíritu Santo sobre los discípulos (cfr. Hch 2,1-21). Con el Espíritu se perfecciona y completa el itinerario de la historia de la salvación, expresando así la continuidad del Antiguo Testamento con el Nuevo y soldando el don del Espíritu con la Pascua, que es la muerte y resurrección del Señor.

  3. Cfr. Gn 12,10-20; 21,8-14.22-31; 27; 38, etc. La salvación es un acto que concierne a la relación del hombre con Dios, y sólo indirectamente, aunque constantemente, afecta al comportamiento moral. Esta, si se permanece fiel a la Biblia, no se identifica en absoluto con el moralismo en el que se está tentado de resolverla, porque la fidelidad religiosa está en el origen de la restauración moral, y no a la inversa (cfr. Eclo 10,12: «El principio de la soberbia es apartarse del Señor»; Rm 1,18-32).

  4. Para el valor esquemático y no anecdótico del relato de Josué, cfr. la diferente presentación de los acontecimientos en Jue 1,1-2.5.

  5. Cfr., por ejemplo, 2 Sam 21,1-9; 24,1-17; 1 Re 2,5-46; etc.

  6. Se trata de un tema clásico en la tradición profética: véase el libro de Amós e Is 1-5.

  7. Cfr. 2 Re 16; 21; Jer 21-22; 26; 36; Ez 34, etc.

  8. El volumen de A. Gelin, Les pauvres de Yahvé, París, Cerf, 1954, sigue siendo actual.

  9. Cfr. la misión del «siervo» en Is 52,13-53,12.

  10. Son emblemáticos, en este sentido, «Los cantos del siervo» en Is 42,1-9; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12.

  11. Cfr. Gen 3,15; Ab 1,2-3,19.

  12. Cfr. en particular Rm 7.

  13. Cfr. Ef 6,10-17; 2 Cor 6,7; 10,4; 1 Ts 5,8.

  14. Cfr. Rm 6,6; Ef 4,24; Col 3,10.

  15. Cfr. Rm 7-8; Gal 5,16-25; Ef 2,3.

  16. Cfr., sobre este tema, X. Léon-Dufour – J. Duplacy, entradas «Nuovo», «Uomo», «Spirito», «Carne», en Dizionario di teologia biblica, Génova, Marietti, 2016.

  17. Cfr. Jn 15,18-21; 1 Jn 2,13-14; y passim en elApocalipsis.

  18. Cfr. Ef 6,12.

  19. Cfr. Rm 8,18.

  20. Véanse, por ejemplo, Sal 52; 64; 140; y sobre todo Sal 109 y 139.

  21. Cfr. Sal 1.

  22. Se encuentran incluso en los profetas: cfr. Jer 12,3; 17,18; 18,21-22; 20,11.

  23. Cfr. Sal 22,7-9; Sab 2,18-20; Mt 27,39-43. Hay observaciones excelentes sobre el tema en L. Bouyer, Il mistero pasquale, Florencia, Libreria Editrice Fiorentina, 1955, 35-55; R. Meynet, La Pâque du Seigneur. Passion et Résurrection de Jésus dans les évangiles synoptiques, Pendé, Gabalda, 2013, 487-496.

  24. Cfr. R. de Vaux, «Israel. Les Maccabées», en Dictionnaire de la Bible. Supplément, IV, París, Letouzey et Ané, 1949, 771-776.

  25. Cfr. E. Haag, Studien zum Buche Judith, Trier, Paulinus-Verlag, 1963; F. Dalla Vecchia, Giuditta, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2019, 13-20; S. Corradino, Judith. Il libro di una vita, Soveria Mannelli (Cz), Rubbettino, 2002, 69-72. Para el libro de Ester, despiadadamente hostil hacia los paganos, véase P. Stancari, Per una ricerca sull’esercizio del potere. Lettura spirituale del Libro di Ester, Rende (Cs), R-Accogliere, 2021, 123-126; 139-142.

  26. Cfr. Rm 12,21.

Saverio Corradino – Giancarlo Pani
Saverio Corradino fue un sacerdote jesuita nacido en 1920, en Udine. Es el autor de numerosos libros, entre los que destacan: Il pottere nella Bibbia (Pazzini, 2011), Giona. Il profeta tradito da Dio (Pietro Vittorietti, 2016) y La Sapienza (Pietro Vittorietti) en coautoría con Giancarlo Pani. Falleció en 1997, dejando un amplio legado de publicaciones sobre los más diversos ámbitos. Giancarlo Pani es un jesuita italiano. Entre 1979 y 2013 fue profesor de Historia del Cristianismo de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad de La Sapienza, Roma. Obtuvo su láurea en 1971 en letras modernas, y luego se especializó en la Hochschule Sankt Georgen di Ffm con una tesis sobre el comentario a la Epístola a los Romanos de Martín Lutero. Entre 2015 y 2020 fue subdirector de La Civiltà Cattolica y ahora es escritor emérito

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