Biblia

El «retrato» de Jesús en el Evangelio de Marcos

La tentación de Cristo, Rembrandt (1640-1642)

Si nos preguntamos: «¿Nos dan a conocer los Evangelios la “historia” de Jesús, es decir, lo que “históricamente” dijo e hizo, en definitiva, lo que fue en la realidad histórica de su tiempo?», la respuesta que podemos dar es ésta: los Evangelios – que son prácticamente la única fuente de nuestro conocimiento de Jesús – no son una «vida de Jesús» en el sentido que atribuimos a esa expresión. Sin duda, la investigación histórico-crítica llevada a cabo sobre los Evangelios durante unos tres siglos, aunque en medio de posturas no sólo enfrentadas sino también contradictorias, ha conducido a algunas conclusiones comúnmente aceptadas sobre la figura histórica de Jesús: a) Jesús era originario de Galilea y de la ciudad de Nazaret; b) hacia los 30 años, fue bautizado por Juan el Bautista; c) tras su bautismo, se dedicó a predicar la inminente llegada del «reino» de Dios; d) reunió a su alrededor a discípulos, entre los que formó un grupo particular (los «Doce»); e) junto a la predicación del reino de Dios, desarrolló una actividad taumatúrgica, realizando curaciones y exorcismos; f) se atribuyó autoridad absoluta sobre la Ley, lo que le llevó a un radical desacuerdo con las autoridades religiosas judías y a su muerte violenta en la cruz, infligida por el prefecto romano Poncio Pilato; g) tras su muerte, sus discípulos afirmaron haberle visto vivo y predicaron que era el Mesías, el Hijo de Dios y el Salvador de la humanidad. Así nació, dentro del judaísmo, la «secta de los nazarenos» (Hch 24,5), que más tarde se separó del judaísmo y se convirtió en el cristianismo[1].

Estos hechos históricamente seguros sobre la «historia» de Jesús son ciertamente de gran importancia, pero nos dicen muy poco sobre su persona, su predicación, las obras que realizó, y ciertamente no satisfacen nuestra necesidad de un conocimiento más profundo y seguro de un personaje como Jesús de Nazaret, que tuvo un peso tan grande en la historia de la humanidad. Por otra parte, «el verdadero Jesús histórico escapa a nuestra mirada y ya no se nos hace perceptible a través de la investigación historiográfica crítica. Lo que resulta en la investigación montada con gran instrumentación metodológica es una construcción que se ajusta a modos de proceder de uso corriente en la ciencia histórica, pero que resultan totalmente inadecuados en el caso de una figura tan insólita como Jesús de Nazaret, que sólo puede ser aprehendido en la fe»[2].

¿Qué son los Evangelios y cuál es su valor histórico?

¿Qué hacer, pues, para conocer a Jesús de Nazaret en su realidad histórica? El único camino que tenemos es remitirnos a los cuatro Evangelios. Inmediatamente se objetará que se trata de obras histórico-catequéticas, que por tanto dan una visión principalmente dogmática de Jesús, que puede ser aceptada por un creyente, pero no por un historiador y, más en general, por quienes carecen de fe. Para responder a esta objeción radical, hay que examinar qué son los Evangelios y cuál es su valor histórico.

El «evangelio» – este término se encuentra al comienzo del Evangelio según Marcos (Mc 1,1) – designa originalmente la proclamación «oral» del mensaje de salvación, predicado por Jesús. Así, Marcos informa del «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios», es decir, de la predicación del reino de Dios, por Jesús (Evangelio de Jesús: genitivo subjetivo). Más tarde, «evangelio» indicaba un género literario particular, es decir, la puesta por escrito de tradiciones orales y escritas relativas a Jesús de Nazaret, que se hizo necesaria para la catequesis y la actividad misionera de la Iglesia primitiva. Así, entre los años 65/70 y 80/85, nacieron los Evangelios según Marcos, según Mateo y según Lucas y, hacia el 90, el Evangelio según Juan. Desde los primeros tiempos de la Iglesia, estos cuatro Evangelios forman el «Evangelio cuadriforme»[3], es decir, un Evangelio en cuatro formas, en el sentido de que siempre es el mismo Jesús del que se habla en los cuatro Evangelios, pero cada vez desde una perspectiva particular.

Por tanto, para comprender plenamente a Jesús, hay que tener en cuenta los cuatro Evangelios, porque cada uno de ellos tiene algo esencial que decir a la Iglesia sobre Jesús. En otras palabras, no se puede prescindir de ninguno de los Evangelios, pero, al mismo tiempo, hay que ser consciente de que sólo hay cuatro Evangelios, ni más ni menos. Así, San Ireneo critica a Marción, porque sólo acepta como Evangelio el de Lucas, pero también critica a los gnósticos valentinianos, que se jactan de tener otro Evangelio, el «Evangelio de la verdad»[4].

Ahora bien, ¿qué valor histórico tienen los cuatro Evangelios? Para responder a esta pregunta, hay que tener en cuenta que no son biografías de Jesús, ni pretenden recoger «memorias» y «recuerdos» sobre él; tampoco pretenden presentar su personalidad: de hecho, no dicen nada sobre su aspecto exterior, su forma de vestir, y sólo mencionan ocasionalmente su vida afectiva (piedad, compasión, ira, admiración, sentido de la amistad); es más, ni siquiera dicen con precisión cuánto duró su predicación, dónde tuvo lugar, cuándo nació y cuándo murió. El interés de los evangelistas no es ante todo histórico y biográfico, sino catequético o, como ellos dicen, «kerigmático», es decir, «anunciar la salvación que Dios ha realizado en Cristo, muerto y resucitado, por todos los hombres».

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En otras palabras, los evangelistas parten, como creyentes, de un hecho de fe: Jesús de Nazaret – predicador del reino de Dios y «poderoso en obras y palabras», como proclamador del mensaje de Dios con autoridad absoluta y hacedor de prodigios en favor de las personas que sufren en cuerpo y espíritu – fue asesinado por hombres malvados con la infame tortura de la crucifixión; pero al cabo de tres días Dios lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha, como único Salvador de la humanidad, Señor de la historia humana y Juez de toda la humanidad al final de los tiempos. Desde esta perspectiva «kerigmática», y con el fin de servir a la vida y a la catequesis de las comunidades cristianas y a su actividad misionera, los evangelistas redactaron sus Evangelios.

Pero esto no significa que no tuvieran un interés histórico: es decir, que no tuvieran la preocupación de presentar a sus lectores a Jesús en su existencia concreta. «Si uno se pregunta por la base histórica, de todos los evangelistas se desprende que se apoyan en tradiciones relativas al Jesús histórico, que pronto fueron recogidas, elaboradas en forma narrativa y, al mismo tiempo, también interpretadas. Todos los evangelistas están convencidos de que informan en sus relatos de algo verdadero sobre la vida de Jesús, algo que sucedió (lo que es especialmente claro en Lc 1,1-4)»[5].

De hecho, al comienzo mismo de su Evangelio, Lucas afirma que «muchos han tratado de relatar ordenadamente los acontecimientos que se cumplieron entre nosotros»; a estos «muchos», y sirviéndose de lo que han escrito, se une también él, Lucas, cuando decide escribir «un relato ordenado», luego de haberse informado «cuidadosamente de todo desde los orígenes». Queda clara, pues, la intención del evangelista Lucas de escribir una obra con fundamento histórico. Es decir, Lucas quiere dar una imagen históricamente fiel de Jesús, aunque el punto de vista desde el que contempla la figura de Jesús es el de la significación salvífica. Su Evangelio no es, pues, una biografía de Jesús, sino un conjunto de acontecimientos, hechos y dichos que ponen de relieve su misión y su obra de salvación.

Estos acontecimientos, dichos y hechos sucedieron en la vida de Jesús y, por tanto, tienen una base histórica, pero sirven al evangelista para dar una imagen de la obra salvífica de Jesús y de su destino como Salvador de la humanidad. En conclusión, la base histórica de lo que se dice en los Evangelios es segura; pero esta es sobrepasada por la visión de fe de los evangelistas en Jesús, el Crucificado Resucitado. Esta visión hizo que los acontecimientos históricos de la vida de Jesús fueran revisados y reinterpretados a la luz de la Resurrección.

Fue por esto que cada evangelista, según su propia cultura y sensibilidad, a partir de las tradiciones orales y escritas que poseía, y según las necesidades de su propia comunidad, elaboró una imagen – podríamos decir, un «retrato» – de Jesús de Nazaret, a la vez fundamentada en la historia, pero elevada a un plano suprahistórico, es decir, al plano del misterio de Dios. Ese plano es el único que puede arrojar luz sobre las cuestiones que, en el plano histórico, acompañan a Jesús de Nazaret.

Se puede afirmar entonces que los Evangelios son la historia «más verdadera» de Jesús, porque sólo ellos permiten penetrar profundamente en el «misterio» que la figura de Jesús representa en la historia humana. Sin embargo, no hay que fundirlos en un solo Evangelio ni sumarlos, como si, juntándolos, tuviéramos una imagen más completa de Jesús. En realidad, aunque hablen del mismo Jesús, cada uno de ellos, como hemos dicho, ofrece su propia imagen de él, que se ha ido enriqueciendo a lo largo del tiempo con la aportación de otras tradiciones sobre Jesús, pero también con las reflexiones de cada evangelista sobre la persona del Salvador. Así, hay una gran diferencia entre el primer Evangelio, que es el Evangelio según Marcos, y el último, que es el Evangelio según Juan. Pero tanto el uno como el otro son necesarios para saber quién fue históricamente Jesús de Nazaret y quién es hoy para los hombres de nuestro tiempo.

El «retrato» de Jesús en el evangelio de Marcos

Lo que hemos dicho hasta ahora puede servir de introducción a nuestro propósito de presentar los cuatro «retratos» que los cuatro Evangelios dibujan de la persona de Jesús[6]. Partamos de la presentación que hace el Evangelio más antiguo – el de Marcos –, destinado a una o varias comunidades formadas esencialmente por paganos-cristianos, y escrito antes del año 70 (año de la destrucción del Templo de Jerusalén por las legiones romanas al mando de Tito) probablemente en Roma[7]. Para componer su Evangelio, Marcos se sirvió de «agrupaciones de datos tradicionales ya puestos por escrito en interés de las comunidades cristianas» y de «tradiciones que se transmitían, en su mayor parte oralmente en la comunidad. El evangelista se encargó de recogerlas en su “biografía”, reelaborándolas cuando fue necesario […]. Todo ello confluye en un Evangelio que no es en absoluto un ensamblaje heteróclito de tradiciones, sino que, en una lectura atenta, aparece como la obra de un autor consciente de sus deberes y preocupado por dirigir un mensaje homogéneo y salvífico a los futuros lectores»[8].

En el Evangelio de Marcos, el Jesús histórico está tan presente que S. Légasse no duda en afirmar que «no es un tratado de teología, sino un relato, una vida de Jesús»[9].

Jesús, heraldo del reino de Dios y maestro de la comunidad

Marcos comienza su Evangelio presentando a Jesús como el heraldo del reino de Dios: «El tiempo se ha cumplido: el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en la Buena Noticia» (Mc 1,15). En estas palabras se resume la predicación de Jesús. Este anuncio es su primera y más importante tarea, y en él está presente el poder salvador de Dios. Con su anuncio, Jesús quiere llegar a todo el pueblo de Israel y, para ello, constituye el grupo de los Doce, que representan simbólicamente a las doce tribus de Israel y a quienes envía a cumplir su misión, dándoles su propia autoridad para expulsar demonios.

Así, para Marcos, Jesús es el iniciador de una misión de salvación, que debe llegar primero a todo Israel y después a todo el mundo, ya que el Evangelio debe ser «proclamado a todas las naciones» (Mc 13,10). En realidad, para Marcos, Jesús, que anuncia la llegada del «señorío» o «reino» de Dios, prolonga su acción más allá de su aparición histórica: está vinculado al Cristo que, después de la Pascua, sigue anunciando el reino de Dios por medio de la Iglesia.

La imagen de Jesús anunciando el reino de Dios se asocia, en Marcos, a la de «maestro» (rabbí). Enseña en la sinagoga, en el Templo y también al aire libre, a orillas del lago de Tiberíades o en los alrededores de las aldeas. Marcos señala que Jesús «vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato» (Mc 6,34). Pero también señala que la enseñanza de Jesús difiere de la de los escribas de la época, porque enseña «como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mc 1,22), pues «enseña de una manera nueva, llena de autoridad» (Mc 1,27).

Al relatar la enseñanza de Jesús, Marcos tiene presentes los problemas que surgen en su propia comunidad cristiana: es decir, la enseñanza del Jesús histórico se hace actual y se prolonga en la vida de la comunidad. Así, el capítulo diez toca temas actuales para la vida de la comunidad: la permisibilidad del divorcio (vv. 2-12), la posición de los niños en la comunidad, a los que hay que acoger y no rechazar (13-16), el problema de la riqueza y la pobreza (17-31), la pretensión de los hijos de Zebedeo de ocupar los primeros puestos en el reino de Dios, que plantea el problema de mandar y servir (35-45). Son cuestiones que afectan a la vida de la comunidad cristiana y que se resuelven con las palabras y el ejemplo de Jesús. «De heraldo, Jesús pasa a ser “maestro” de su comunidad»[10].

Pero lo más importante es que, para Marcos, Jesús habla con una autoridad absoluta detrás de la cual está Dios; por tanto, con la misma autoridad absoluta puede instruir a su comunidad sobre las cuestiones que afectan a sus vidas. Lo sorprendente en Marcos es el hecho de que, por una parte, afirma que Jesús «enseñaba [a la multitud] muchas cosas por medio de parábolas» (Mc 4,2); pero, por otra, no registra de Jesús más que tres parábolas: la de la dispersión de la semilla (4,3-9); la de la semilla que crece por sí misma (4,26-29); y la del grano de mostaza (4,30-32), probablemente porque le parecían más adecuadas a las necesidades de su comunidad.

En cambio, subraya con fuerza que la enseñanza de Jesús, para ser comprendida, requiere un esfuerzo de atención por su profundo significado: «El que tenga oídos para oír, que oiga» (Mc 4,9). Sin embargo, Marcos añade que la comprensión de la enseñanza de Jesús en parábolas es el conocimiento de un «misterio» que Dios da a los que siguen a Jesús y tienen fe en él y niega a los que se cierran voluntariamente en la incredulidad y el endurecimiento del corazón (Mc 4,11-12). Y, sin embargo, aunque la enseñanza de Jesús fracasa en muchos casos – cuando su palabra cae al borde del camino, en la tierra pedregosa y entre las espinas que la ahogan –, no es en vano, pues cuando se recibe en la tierra «buena», es decir, con fe en la persona de Jesús, produce el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno (Mc 4,8).

Jesús sanador y exorcista

Junto a las enseñanzas que proclama, Marcos subraya con fuerza la actividad de Jesús como sanador y exorcista. De hecho, aunque vino a anunciar el reino de Dios y a enseñar, Jesús está en continuo contacto con enfermos de todo tipo: La suegra de Pedro (Mc 1,29-31), un leproso (1,40-45), un paralítico (2,1-12), un hombre con una mano paralizada (3,1-6), el endemoniado de Gerasa (5,1-20), la mujer hemorroísa y la hija muerta de Jairo (5,21-43), la hija de la sirofenicia (7,24-30), un sordomudo (7,31-37), el ciego de Betsaida (8,22-26), el niño epiléptico (9,14-27), el ciego Bartimeo, cerca de Jericó, camino de Jerusalén (10,46-52). Así, desde el principio hasta el final de su ministerio – desde la casa de Pedro en Cafarnaúm hasta Jerusalén –, las curaciones de enfermos acompañan la actividad docente de Jesús. Estas curaciones, junto con los exorcismos, a los que a menudo van unidas, forman parte del «retrato» que Marcos dibuja de Jesús: es el exorcista y sanador que cura a los enfermos mediante un poder curativo que emana de él, como en el caso de la mujer que sangra y que es curada por el «poder» que emana de Jesús y que él mismo sintió (Mc 5,30).

Con sus curaciones, Jesús restablece la bendición de la creación de Dios y abre el camino al tiempo mesiánico del que habla Isaías (35,5-10). De hecho, para Marcos, las curaciones y los exorcismos son el signo del tiempo de la salvación, en el que Dios, por medio de Jesús, quiere curar las debilidades y dolencias humanas. El Jesús que anuncia el reino de Dios es también el que lo realiza, curando las heridas de la humanidad. Pero lo más importante para Marcos es que las curaciones, los exorcismos y las «obras de poder (dynameis)» que Jesús realiza, como el rescate de la tempestad, la multiplicación de los panes, revelan el futuro esplendor de la resurrección, de la que la transfiguración en el monte es la anticipación y que, por tanto, sólo puede comprenderse después de la resurrección: por eso los discípulos, testigos de la transfiguración, no deben hablar de ella hasta después de que Jesús haya resucitado (Mc 9,2-9). Sólo entonces, en efecto, se revelará el «misterio» de Jesús: durante su vida terrena, su persona y su obra estarán cubiertas por un velo que sólo la fe podrá levantar, pero sólo un poco.

El «fracaso» de Jesús

Sin embargo, este velo no será levantado, ni por la muchedumbre que sigue a Jesús y le escucha «con agrado» (Mc 5,24; 12,37), pero que pronto le abandona, decepcionada; ni por sus familiares, que piensan que está «mal de la cabeza» y por eso van «a buscarle» (Mc 3,21), para llevarle de vuelta a su pueblo natal; ni siquiera por los discípulos, que no le entienden y a los que tiene que reprochar que tengan «el corazón endurecido», que tengan ojos pero no vean (Mc 8,17-18). Y de hecho, cuando Jesús camina sobre el mar, le creen un «fantasma» (Mc 6,49); y Pedro es reprendido duramente, porque para Jesús es un «Satanás», un tentador, que quiere desviarle de su camino de sufrimiento, porque sus pensamientos «no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8,32-33). En realidad, a sus discípulos el Padre les ha comunicado el «misterio del reino», es decir, el misterio de Jesús, de su persona y de su obra; pero Jesús tiene que reprocharles que sean «hombres de poca fe» en su poder, que tengan miedo y no sepan fiarse de él en los peligros (Mc 4, 35-41).

A esta incapacidad de comprender a Jesús y a su baja fe en él, que es la consecuencia, se añaden el miedo de seguir a Jesús en su camino hacia Jerusalén (Mc 10,32), el dejarse vencer por el sueño en Getsemaní, incapaces de comprender el drama que está a punto de desarrollarse (Mc 14,37-40), la traición de Judas y el abandono de «todos» los discípulos (14,50), aunque Pedro le sigue «a distancia» hasta el palacio de Caifás, donde se comporta deplorablemente. Ninguno de ellos está presente en la crucifixión del Maestro y su silencio en la mañana de Pascua contrasta con la valentía de las mujeres, que primero ocuparon su lugar bajo la cruz y luego, en la mañana de Pascua, corrieron hacia ellos para anunciarles la resurrección.

Así, Marcos presenta como un «fracaso, que se puede decir total», la acción de Jesús respecto a sus discípulos[11]; Sin embargo, las lágrimas de Pedro (Mc 14,72), la promesa de Jesús de que precederá a sus discípulos a Galilea (Mc 14,28) después de su resurrección, y allí «le verán» (Mc 16,7), para iniciar un nuevo camino – el de la Iglesia – con la fuerza del Espíritu que les asistirá (Mc 13,11), abren el alma a la esperanza: para Marcos, el fracaso de los discípulos es una advertencia para los cristianos, que deben darse cuenta de lo duro que es seguir a Jesús y de las dificultades que entraña: dificultades que sólo pueden superarse mediante la fe en Jesús y siguiéndole por el camino de la cruz, sabiendo que la cruz conduce a la resurrección.

Jesús camino a la muerte

Así pues, el «retrato» que Marcos dibuja de Jesús es, por una parte, el del anunciador del reino de Dios, el «maestro» y el terapeuta, pero, por otra, es el del «incomprendido» por sus discípulos. Esta incomprensión se ve agravada por el conflicto cada vez más áspero y amargo con los dirigentes religiosos – supremos sacerdotes de tendencia saducea – y los guías espirituales (escribas y fariseos) de su pueblo, que en su enfrentamiento con Jesús sobre el sábado, sobre las normas de pureza legal, sobre su actividad como exorcista, se muestran obtusos y malintencionados, considerándole un violador de la Ley – en particular, del sábado –, un falso exorcista que actúa con el poder de Satanás. Así, desde el comienzo mismo de su ministerio, la suerte de Jesús está echada: inmediatamente después de la curación del paralítico, «los fariseos salieron y se confabularon con los herodianos para buscar la forma de acabar con él» (Mc 3,6).

En el Evangelio de Marcos, Jesús aparece «continuamente en camino»[12]; pero es un camino que le conduce hacia la muerte. Es consciente de su destino y tres veces dice a sus discípulos que va a Jerusalén para que lo maten. Así, el «retrato» de Jesús en Marcos se dibuja sobre un trasfondo dramático, como aparece en la parábola de los viñadores asesinos, en la que la hostilidad de los jefes del pueblo, a quienes se cuenta la parábola, empuja a Jesús, el «hijo amado» de Dios, hacia la muerte (Mc 12,1-12).

Pero Jesús no va pasivamente a la muerte: se enfrenta a sus adversarios, discute con ellos, denuncia su incapacidad para comprender la finalidad de la Ley de Dios, que es el bien y la salvación de los hombres, desvela sus complots para eliminarle sin que el pueblo se levante, recurriendo al «engaño» (Mc 14,1), y finalmente subraya su esterilidad religiosa con el símbolo de la higuera estéril (Mc 11,12-14). Por eso, todo el evangelio de Marcos tiende hacia la pasión, que terminará con la muerte de Jesús en la cruz.

El punto culminante del enfrentamiento mortal entre Jesús y sus enemigos se produce cuando, ante el Sanedrín, que es el órgano religioso supremo del pueblo de Israel, al sumo sacerdote que le pregunta si es el Mesías, el Hijo del Bendito [Dios], Jesús responde: «Lo soy, y ustedes verán al Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir entre las nubes del cielo» (Mc 14,62). Con esta respuesta Jesús confiesa claramente su mesianidad; pero al mismo tiempo la eleva a un horizonte más amplio, afirmando que Él es el «Hijo del hombre» del que habla Daniel (Dn 7,13), que está sentado a la derecha de Dios y vendrá sobre las nubes del cielo, como Señor y Juez, con poder y esplendor. Esta respuesta de Jesús al sumo sacerdote encuentra confirmación en las palabras del centurión romano que, habiéndole visto «expirar así», exclama: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39), y en el anuncio del ángel a las mujeres junto al sepulcro: «Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí» (Mc 16,6).

Jesús, Hijo de Dios e Hijo del hombre

De este modo, en el centro del «retrato» que Marcos traza de Jesús está la afirmación de que él es el Hijo de Dios, rechazado por los hombres y crucificado, pero exaltado por Dios con la resurrección de los muertos. De hecho, el título de «Hijo de Dios» aparece cinco (o seis) veces en el Evangelio de Marcos en momentos decisivos como los del bautismo y la transfiguración, el juicio ante el sanedrín y el momento de la muerte. Si la inscripción del Evangelio de Marcos — Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios — es auténtica[13], su autor comienza y cierra el Evangelio con la afirmación de que Jesús, en su vida y en su muerte, por muy ignominiosa que sea, es el Hijo de Dios, y por lo tanto, para él esta expresión es la categoría interpretativa de la vida terrena de Jesús más significativa y verdadera. Indudablemente, el título de Hijo de Dios no es el único que Marcos atribuye a Jesús; sin embargo, es el que resume y da sentido y valor a todos los demás.

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De hecho, en Marcos, Jesús recibe muchos títulos: es el Maestro, el Señor, el hijo de David, el Mesías («el Cristo»): título, este último, que lo caracteriza de manera particular, tanto que se convierte, sin artículo, en una especie de cognomen: Jesucristo. En efecto, cuando él pregunta a sus discípulos quién creen ellos que es, Pedro en nombre de todos responde: «Tú eres el Mesías» «el Cristo», que traduce al griego el hebreo Mashiâ y que significa el Ungido, consagrado con la unción, reservada en el Antiguo Testamento a los reyes y a los sumos sacerdotes. Pero Jesús acepta este título con reserva: aparece ocho veces en el Evangelio de Marcos, pero nunca en boca de Jesús.

En realidad, en la mentalidad común de sus contemporáneos judíos, el Mesías, hijo de David, es glorioso y triunfante; tiene una función política, ya que debe liberar al pueblo de Israel del dominio extranjero y cumplir así una función terrenal de orden político, pero Jesús no entiende su misión mesiánica en sentido político y terrenal; por eso impone «severamente» a sus discípulos que no digan a nadie que él es el Mesías (Mc 8,30), para evitar que la gente vea en él al Mesías glorioso y triunfante que él no es ni quiere ser. Es el secreto mesiánico, tan fuertemente subrayado en Marcos. Es más, a los discípulos, que piensan como los demás en el Mesías glorioso, Jesús les anuncia «con toda claridad» que él debía «sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días» (Mc 8,31). Así, Jesús es el Mesías, pero el Mesías que cumple su misión mesiánica a través del sufrimiento de la pasión y la muerte. Este es el motivo por el cual en el Evangelio de Marcos se da tanto énfasis al relato de la pasión: es en ella que Jesús se revela verdaderamente como «Mesías».

El título, en cambio, que Jesús se atribuye sin reservas en el Evangelio de Marcos, es el de «Hijo del hombre»: esta expresión aparece 14 veces en Marcos y siempre y solamente en boca de Jesús. Marcos ha vinculado este título a la persona de Jesús, refiriéndolo solamente a él: así, para Marcos, Jesús es el «Hijo del hombre» como es el «Hijo de Dios». Los dos títulos son complementarios. De hecho, Jesús se designa a sí mismo como «Hijo del hombre» sobre todo en tres ocasiones. Primero, cuando quiere afirmar que tiene el poder de perdonar los pecados ya en la tierra (Mc 2,10) y de ser «señor incluso del sábado» (Mc 2,28). Por lo tanto, el título de «Hijo del hombre» es un título de autoridad: indica el poder autoritativo concedido por el Padre al Jesús terrenal, ya que él es el intérprete de la voluntad de Dios sobre el mandamiento del sábado y tiene el poder, propio de Dios, de perdonar los pecados. Este poder autoritativo se traduce, sin embargo, en servicio: por eso se dice que «el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud» (Mc 10,45).

En segundo lugar, el título de «Hijo del hombre» está relacionado con la pasión y la muerte de Jesús: en efecto, se encuentra en los anuncios que Jesús hace de su pasión y muerte (Mc 8,31; 9,12.31; 10,33; 14,21.41). Así, si por un lado «Hijo del hombre» indica soberanía y poder, por otro lado es un título de humildad y abatimiento: el «Hijo del hombre» es el «Hijo de Dios» en su vida terrena de sufrimiento y muerte «para el rescate de muchos»; es el «Siervo de Dios» que toma sobre sí los pecados de los hombres y los salva. En el destino doloroso del Hijo del hombre se cumple el plan de salvación, preanunciado en el Siervo de JHWH (Is 52-53).

En tercer lugar, el título de «Hijo del hombre» está relacionado con la venida de Jesús en su gloria: «si alguien se avergüenza de mí y de mis palabras […], también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con sus santos ángeles» (Mc 8,38). «Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria» (Mc 13,26). Finalmente, ante el sanedrín que lo está juzgando, después de afirmar que es el Mesías, el Hijo del Bendito, Jesús añade: «y ustedes verán al Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso y venir entre las nubes del cielo» (Mc 14,62). Aquí la referencia es a Daniel (Dn 7,13), donde se habla de la aparición en las nubes del cielo de «uno como un hijo de hombre», a quien Dios da «poder, gloria y reino».

En conclusión, para Marcos, Jesús es el Hijo de Dios que en la vida terrena, culminada en la dolorosa pasión y la ignominiosa muerte, asume la humilde y trágica condición de un hijo de hombre, pero que con la resurrección y al sentarse a la derecha del Padre revela su verdadera naturaleza de Redentor de los hombres, a través de su victoria sobre el pecado y la muerte, y de Juez de los hombres al final de la historia humana. Por este motivo, en el «retrato» de Marcos, Jesús aparece al mismo tiempo como el «Hijo de Dios»[14] y el «Hijo del hombre»[15]. Alrededor de estas dos imágenes, recibidas de la tradición, él construye su Evangelio.

  1. Cf. S. Piè-ninot, La Teologia fondamentale, Brescia, Queriniana, 2002, 358-369.

  2. R. Schnackenburg, La persona di Gesù Cristo nei quattro Vangeli, Brescia, Paideia, 1995, 25 s.

  3. Ireneo, s., († 202 aprox.), Adv. haer., 3, 11, 8.

  4. Ibid., 3, 11, 9.

  5. R. Schnackenburg, La persona di Gesù…, cit., 440.

  6. Recurriremos principalmente a R. Schnackenburg, La persona di Gesù Cristo nei quattro Vangeli, cit., 37-114. También fueron consultados: J. Gnilka, Marco, Asís (PG), Cittadella, 1987, 964; S. Légasse, Marco, Roma, Borla, 2000, 892; B. Rigaux, Testimonianza del Vangelo di Marco, Padua, Gregoriana, 1968, 182; F. Lambiasi, Vangelo di Marco, Casale Monferrato (AL), Piemme, 1987, 127; R. Pesch, Il Vangelo di Marco, 2 voll., Brescia, Paideia, 1980-82.

  7. S. Légasse, Marco, cit., 38 s, después de haber criticado el testimonio de Papías, obispo de Hierápolis, que hace de Marcos el «intérprete (hermeneutès) de Pedro»; después de haber dicho que no se puede identificar al autor del primer Evangelio con Marcos, del cual se habla en varios escritos del Nuevo Testamento (Hechos de los Apóstoles, Cartas de Pablo y de Pedro), concluye así: «Si no se quiere aceptar que el autor del Evangelio según Marcos sea un desconocido entre los judeocristianos de Roma, debemos conceder algún crédito a la tradición que lo llama Marcos y lo identifica con Juan-Marcos de Jerusalén. En este caso, siendo suficientemente serios los argumentos a favor de la composición del evangelio en Roma, es posible que Marcos haya emigrado desde Oriente a la capital y que dentro de la comunidad romana y principalmente para ella haya compuesto su obra».

  8. Ibid., 39 y 41.

  9. Ibid., 45.

  10. R. Schnackenburg, La persona di Gesù…, cit., 41.

  11. S. Légasse, Marco, cit., 52.

  12. J. Gnilka, Marco, cit., 322.

  13. La duda se debe al hecho de que la expresión «Hijo de Dios» no se encuentra en algunos códices importantes y no se explica su supresión por parte de un copista, dada la tendencia de los copistas a añadirla, como en Mc 8,29, donde a la respuesta de Pedro a la pregunta de Jesús — «¿Y ustedes, quién dicen que soy yo?» — «Tú eres el Cristo», algunos manuscritos añaden: «el Hijo de Dios». Sin embargo, muchos comentaristas, como J. Gnilka (Marco, cit., 41) y R. Schnackenburg (La persona di Gesú…, cit., 76), la consideran auténtica.

  14. Algunas veces, en Marcos, en lugar del título «Hijo de Dios» aparece el de «Hijo», como en Mc 13,32. El término «Hijo» no se opone al de «Hijo de Dios», sino que es una variante, en el sentido de que el «Hijo» es el «Hijo predilecto» del Padre (Mc 9,7), es «el hijo predilecto» del dueño de la viña — Dios — que él envía a recoger los frutos de la viña (Mc 12,6).

  15. A este respecto se puede destacar el fuerte énfasis que Marcos, a diferencia de los otros Sinópticos, hace en la «humanidad» de Jesús. También para Mateo y Lucas, Jesús es verdaderamente hombre. Sin embargo, Marcos — como observa B. Rigaux (Testimonianza…, cit., 114) — «es el único que relata sentimientos y acciones del Maestro que la tradición poco a poco ha dejado de lado, considerándolos a la luz de la glorificación, demasiado terrenales». De hecho, solo Marcos describe los sentimientos de Jesús en ciertas ocasiones: se conmueve al ver al leproso que lo suplica de rodillas y, después de sanarlo, le advierte «severamente» que no diga nada a nadie (Mc 1,40-43). Se maravilla de la falta de fe de los habitantes de Nazaret (Mc 6,6). Se entristece por el endurecimiento de los corazones de los fariseos y los mira «con indignación» (Mc 3,5). Se «indigna» con los discípulos que alejan a los niños de él, a quienes, en cambio, toma en brazos y bendice (Mc 10,13-16). Fija una mirada de amor — «fijando la vista en él, lo amó» — en el joven rico y no acepta que él lo llame «bueno» (Mc 10,21.17). Finalmente, solo Marcos, seguido por Mateo pero no por Lucas, pone en los labios de Jesús moribundo en la cruz el grito angustioso: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34). Así, en Marcos, Jesús, el «Hijo de Dios», aparece en toda su humanidad, como verdadero «Hijo del hombre».

Giuseppe De Rosa
Es jesuita, licenciado en Filosofía. Estudió teología en Lovaina y fue ordenado sacerdote en 1950. Ha colaborado por más de cincuenta años con La Civiltà Cattolica. Sus artículos van desde la filosofía y la teología, a la actualidad social y política, desde la espiritualidad a la moral. Autor de muchos libros, murió en Roma en 2011.

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