La ecoansiedad afecta a un gran número de nuestros contemporáneos, afligidos por la crisis ecológica. Sin embargo, la esperanza cristiana, que tiene sus raíces en la experiencia de la cruz y la resurrección, es un camino para acogerla y superarla. La atención dirigida a la «casa común» depende por tanto de una obra de consolación y pacificación, guiada por el Espíritu Santo, que construye verdaderos «oasis de resurrección».
A mediados de julio de 2023, Le Châtelard, cerca de Lyon, acogió los primeros retiros ecospirituales cristianos, en el marco del nuevo ecocentro espiritual jesuita, inaugurado un mes antes. En el programa de esa semana, había una sesión llamada «Ejercicios espirituales y el trabajo que reconecta», una novedad mundial que busca crear vínculos entre la práctica ignaciana y la del trabajo que reconecta, un método de ecopsicología desarrollado a partir de los años ochenta por la activista estadounidense ambientalista y antinuclear Joanna Macy.
En la mañana del segundo día del retiro, después de enraizarse en la gratitud, los participantes fueron invitados a «honrar su dolor por el mundo», es decir, a acoger las emociones desagradables que los habitan cuando recuerdan un lugar de la creación o de su historia devastado por la crisis ecológica y social. En círculo, a los pies de un roble centenario del parque, alrededor de una gran cruz que manifiesta la presencia de Cristo, Cordero de Dios que carga con los pecados del mundo, cada uno depositaba sus sufrimientos y angustias.
Heridas personales y familiares, cansancio de los activistas o impotencia frente a quienes deciden, raramente a la altura de los desafíos, preocupaciones frente al colapso general, de los cuales las olas de calor e incendios de verano son solo signos premonitorios: ¿se puede aún, en tales condiciones, transmitir la vida? La muerte, la de los migrantes ahogados frente a las costas europeas, así como la de los árboles sedientos del parque, ¿no está acaso llamada a extender poco a poco su sombra sobre nosotros? ¿No es esta quizás la justa recompensa al estilo de vida occidental consumista y hedonista, incapaz de reformarse y que acelera la catástrofe climática, anunciada desde hace décadas?
En escucha de la ecoansiedad
Como cristianos, esta inmersión en la ecoansiedad nos concierne: ¿no debe acaso ser combatido y rechazado tal estado de ánimo, ya que es contrario a la esperanza que debería animarnos? Sin embargo, lejos de ser una característica exclusiva de algunos individuos aislados y sensibles a las cuestiones ambientales, la angustia climática ha adquirido dimensiones notables en la población francesa. Según una encuesta del Institut français d’opinion publique (IFOP), realizada en el otoño de 2022 por encargo de la fundación Aésio, el 55% de los franceses declara que la cuestión climática les genera ansiedad. En el 12% de ellos, de manera regular. Y en cuanto al restante 45%, que respondió negativamente, dos tercios intentan no pensar en ello, mientras que solo un tercio declara que el tema no les afecta.
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Una segunda encuesta del IFOP, realizada en el mismo período en colaboración con la revista Elle, destaca que el 30% de las mujeres en edad fértil sin hijos espera no tenerlos nunca. Y entre estas, el 39% considera como factor decisivo los riesgos que el cambio climático plantea para las generaciones futuras. Algunos hablarán de la ecoansiedad como de una enfermedad de la que hay que curarse. Pero, en realidad, actualmente no se considera una patología, en el sentido de que no está incluida en la clasificación internacional de enfermedades mentales (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders o DSM-5). Sin embargo, la American Psychological Association y EcoAmerica han definido la «ecoansiedad» (o «ansiedad climática») como «un miedo crónico al desastre ambiental»[1]. Frente a la toma de conciencia de los desafíos que nos plantea la crisis en la que estamos entrando, la ecoansiedad podría incluso parecer más «normal» y menos «patológica» que la educada indiferencia ante los desafíos de la conversión ecológica de quienes invocan una regla de conducta racional y pragmática, desvinculada de toda emoción.
Hablar de esperanza comprometida en el contexto de una crisis ecológica y social implica, por tanto, tomar en serio la ecoansiedad y considerarla un síntoma inevitable de los males de nuestro tiempo. En lugar de rechazarla a priori en nombre de una concepción un tanto mágica de la esperanza que nos permitiría evitar el paso por las tinieblas, se podría intentar que esta angustia climática se convierta en el terreno propicio para la esperanza cristiana, el camino a través del cual puede surgir un nuevo futuro, nutrido por el misterio pascual de Cristo.
Caminar por un valle oscuro
Cristo mismo experimentó la ansiedad de la muerte en la noche entre el Jueves y el Viernes Santo. En Getsemaní, mientras Pedro, Santiago y Juan no resisten el sueño, Jesús, cuya alma está «triste hasta la muerte» (Mt 26,38), ora a su Padre: «Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26,39). Más tarde, esa misma noche, la oración se vuelve más unitaria: «Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad» (Mt 26,42). Entonces Jesús está listo para enfrentar la pasión y lo hace con determinación. En un momento de colapso, en el que un mundo está desapareciendo; en el que la violencia social y política aumenta; en el que crece la incertidumbre sobre la capacidad de las sociedades humanas para enfrentar colectivamente el desafío planteado por el trastorno del ecosistema planetario, podemos pedir la gracia de velar con Cristo en su noche de agonía.
Podemos pedir la gracia de entrar en su oración; de dejar que el Padre nos fortalezca; de aprender, siguiendo su ejemplo, a permanecer vivos, no violentos y sin complicidad con el mal, determinados y obradores de paz en la adversidad. Podemos pedir la gracia de escuchar para nosotros mismos las declaraciones paradójicas de felicidad de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados» (Mt 5,5-6)[2]. Incluso en el aparente fracaso de los esfuerzos humanos, incluso en nuestra participación en el colapso general a través de nuestra negación, Cristo crucificado nos abre un camino «vivo»: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
La esperanza de la resurrección
Si es posible afirmar la riqueza de un tal Vía Crucis y si los cristianos perseveran desde hace dos mil años en venerar esta Cruz, instrumento de tortura y verdadero escándalo, es porque, siguiendo las huellas de los primeros discípulos, ellos mismos, en la fe, experimentan la resurrección. Solo la esperanza de la resurrección da a la Cruz su pleno significado, como momento del único evento pascual. Entonces la Cruz podrá ser plenamente reconocida, como ilustra el mosaico del ábside de la basílica de San Clemente en Roma, como el nuevo árbol de la vida, a la sombra de cuyos ramos los pájaros vendrán de nuevo a refugiarse, como el árbol nacido de un grano de mostaza, al que se compara el reino de Dios en los Evangelios (cf. Mt 13,31-32; Mc 4,31-32; Lc 13,18-19).
Pedir la gracia de atravesar los momentos de colapso con Cristo no es, por tanto, «dolorismo» o sadomasoquismo, sino, al contrario, una apertura a la paradójica riqueza de la humildad para la vida eterna. Significa creer que incluso aquí abajo, en medio de las contradicciones, vale la pena trabajar por la justicia y la paz, porque estos gestos de amor participan del amor de Dios y, por lo tanto, ya tienen valor de eternidad. Aquí abajo, la esperanza que se funda en el Crucificado resucitado es un tesoro para el mundo, porque permite al discípulo actuar por amor, sin necesitar garantías sobre el «éxito» en el horizonte humano de su acción personal o colectiva.
Por lo tanto, esperar en Cristo significa también creer que no siempre nos es dado medir y recoger los frutos de nuestro compromiso humano y que, desde un punto de vista histórico, biológico o geológico, estos podrían incluso parecer fallidos. Y sin embargo, podemos comprometernos, por amor, en la senda de Cristo y obtener de ello paz y alegría. Así se manifiesta la riqueza paradójica de la Cruz, a través de la cual el Dios hecho hombre lleva a cabo la redención del género humano y de toda la creación: ella es «poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,24).
Testigos de una esperanza
Si es la esperanza en la resurrección lo que da sentido al Calvario, para poder perseverar con Cristo hasta la Cruz y participar con él – en la medida adecuada a cada uno – en su obra de reconciliación y justicia, entonces debemos saborear y vivir algo de la alegría y la paz de la resurrección. La misión debe orientarse ante todo hacia una obra de consolación y pacificación guiada por el Espíritu. Este es el desafío de la primera comunidad cristiana formada alrededor de María y los apóstoles en ocasión de Pentecostés. Este, hoy, sigue siendo el desafío de nuestra Iglesia: dar testimonio al mundo de esta esperanza de la resurrección no solo con discursos, sino encarnándola, construyendo verdaderos «oasis de resurrección» en el corazón de nuestro mundo herido. Debemos crear, aquí y ahora, lugares que den testimonio de esta esperanza en la vida eterna que vendrá, pero a través de una fe que está «ya aquí»: lugares de consuelo y renovación, trampolines para un compromiso decidido en el mundo siguiendo al Crucificado resucitado.
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En un contexto de crisis ecológica y social, la aparición de estos «oasis de resurrección» requiere que las comunidades cristianas se activen para dar consistencia a una ecología integral. Este proceso implica al menos los siguientes cuatro elementos, que testimonian, cada uno a su manera, la esperanza que nos anima:
1) Una atención particular a la relación con toda la creación, a través de los reinos animal, vegetal y mineral, como lugar de auténtica experiencia espiritual, lugar de consuelo, de asombro, de heridas, de perdón y de posible reconciliación. El dejarse elevar en este lugar por la misericordia de Cristo pasa concretamente por una revisión coherente de nuestros modos de vida hacia un sentido más respetuoso de la creación, según la perspectiva de la «sobriedad feliz» propuesta por el papa Francisco[3], y en diálogo con la investigación científica contemporánea.
2) Un renovado sentido de comunidad, basado en la toma de conciencia de que el deterioro de la casa común nos afecta a todos y requiere la participación de todos. Este proceso se llevará a cabo mediante una reinvención de las formas de convivir a nivel local y global: viviendas compartidas, una gobernanza que escuche a los ciudadanos, el arraigo en un territorio, una amplia acogida de personas en busca de sentido, trabajo cooperativo con otros lugares de origen, etc. Esta nueva forma de estar juntos se alinea profundamente con el proceso sinodal que ha atravesado la Iglesia en los últimos años y que nos invita a crear oasis poliédricos, respetuosos de la singularidad de cada individuo al servicio de un proyecto común.
3) Una renovada inversión del propio cuerpo en la experiencia personal y colectiva. Este proceso implica sin duda, en la vida cotidiana, un compromiso físico individual o colectivo muy simple, por ejemplo, en la preparación de las comidas, en las tareas domésticas o en la jardinería. Se trata también de dar más espacio a la escucha y al compartir de nuestras emociones y de nuestra vida afectiva y, finalmente, de disfrutar de las consecuencias de la inhabitación del Espíritu en nuestro cuerpo (cf. 1 Cor 6,19), en nuestras prácticas espirituales y litúrgicas.
4) Un discernimiento agudo de la obra del Espíritu, que siempre nos precede a lo largo de estos caminos de ecología integral, a través de la capacidad de reconocer lo que crece sin hacer ruido, para poder dar gracias y colaborar en tales caminos. Esto nos permitirá emprender un camino de docilidad espiritual, muy diferente de un voluntarismo que consume y se consume.
- Mental Health Commission of Canada, «Eco-anxiety», en https://mentalhealthcommission.ca/resource ↑
- Es así que, en otro ejercicio de «trabajo que reconecta» cristianizado, al ejercitante, que ha venido a liberarse de emociones como el miedo, la rabia, la tristeza, la vacuidad a los pies de la Cruz, se le propone partir eligiendo una Bienaventuranza que le parezca un camino para avanzar en esta difícil situación. ↑
- Cf. Francisco, Encíclica Laudato si’, nn. 224-225. ↑
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