En el arco de un siglo, la novela policíaca o de misterio, un género inicialmente considerado menor, se ha convertido en un género literario de gran importancia cultural y social. La aparición de la novela policíaca es en sí misma una novela policíaca. «Hoy en día se acepta generalmente que la novela policíaca y la novela de espionaje figuran entre las principales innovaciones del siglo XX en el campo de la ficción. Estos géneros hicieron su súbita aparición en la literatura inglesa y francesa a finales del siglo XIX y en la primera mitad del XX y se extendieron y desarrollaron con notable rapidez»[1]. ¿Qué encuentran los lectores de las sociedades modernas en estas historias en las que un detective, por lo general hábil, descubre al culpable de un crimen y permite que se haga justicia? Por otra parte, cabe preguntarse: ¿es legítimo que un cristiano sea aficionado a las novelas policíacas? ¿No es morboso este género literario?
Cabe señalar que entre los más grandes escritores de novela negra encontramos a cristianos conocidos, como Gilbert Keith Chesterton en Inglaterra, o Ralph McInerny en Estados Unidos, sin olvidar a una de las reinas de la novela negra inglesa, Phyllis Dorothy James. En un artículo de referencia, el teólogo estadounidense Stanley Hauerwas, de origen menonita, conocido por sus posiciones a favor de la no violencia, se preguntaba también si un pacifista podría leer estas novelas[2]. Y respondió que sí. Antes de reflexionar sobre esta cuestión, preguntémonos qué es y cómo funciona la novela policíaca.
El género policíaco no es precisamente nuevo en el siglo XX. Su nacimiento se remonta a algunos grandes autores del siglo XIX, como Edgar Allan Poe y Gaston Leroux. Pero no fue hasta el siglo XX que se convirtió realmente en un género importante. Se trata de un investigador cualificado, policía o detective, hombre o mujer, profesional o aficionado – pensemos en la legendaria Miss Marple de Agatha Christie –, que invariablemente llega a establecer la verdad y a condenar al culpable. Pero, ¿no existe en nuestras sociedades una especie de desconfianza ante la pretensión de llegar a la verdad? ¿Se puede realmente distinguir al inocente del culpable? De hecho, sólo hay un crimen que realmente cuente en una novela negra: el asesinato. Que haya uno o más de uno, que se cometa de manera atroz o discreta, subrepticiamente o a plena luz del día, la realidad es que se ha arrebatado una vida humana a la tierra y que el criminal escapa a la detención y a la operación de búsqueda de la verdad que ésta permite. Hay un proceso catártico en el desentrañamiento de la verdad, aunque éste pase a menudo por caminos tortuosos, conjeturas descabelladas, pistas falsas. Los «héroes» pueden ser muchas cosas, y a menudo incluso poco edificantes, pero una cosa es cierta: son incorruptibles y no pueden ni quieren otra cosa que encontrar al culpable.
Este género, cuando pervive en las páginas de los más grandes autores, nos dice mucho de nuestra humanidad, tanto en sus raíces humanas y culturales como en su sed de justicia.
Novelas policíacas y antropología cultural
Independientemente del contexto en el que se desarrolla una novela policíaca, una buena novela policíaca debe recrear la atmósfera con exactitud, y la reconstrucción de los lugares, tanto materiales como culturales, debe ser precisa. Las atmósferas creadas por Georges Simenon y su célebre inspector Maigret siguen siendo famosas. Las novelas de misterio americanas destacan en la representación de la atmósfera de las grandes ciudades de Estados Unidos. Cuando un autor quiere descubrir al mismo tiempo una región o una cultura, se habla de novelas policíacas regionales o etnonovelas. En Italia, por ejemplo, Antonio Manzini nos presenta a Rocco Schiavone, un detective romano exiliado en los Alpes, gracias al cual descubrimos el Valle de Aosta. En medio de la niebla y la humedad del valle del Po, Valerio Varesi saca a pasear al comisario Soneri. Maurizio de Giovanni es poeta y cantante de su amada Nápoles. Santo Piazzese nos lleva a Sicilia – como el conocido escritor siciliano Andrea Camilleri –, mientras que Marco Malvaldi nos entretiene con sus viejos toscanos.
En el plano cultural, se suele creer que fue el australiano Arthur Upfield (1890-1964) quien inventó el etnoperiodismo propiamente dicho a mediados del siglo XX. Su comisario, medio aborigen medio occidental, tiene el improbable nombre de Napoleón Bonaparte. Y es su íntimo conocimiento de la cultura aborigen y su intuición de las más mínimas huellas que han pasado desapercibidas durante meses lo que le permite reconstruir los hechos y, por tanto, localizar al culpable.
El testimonio fue recogido 30 años más tarde por el gran escritor Tony Hillerman. Gracias a sus dos detectives de la policía tribal navajo, Joe Leaphorn y Jim Chee, uno de ellos con vocación de chamán, se nos presentan, de forma ágil y gradual, los rasgos característicos de esta cultura autóctona de Estados Unidos. Desde entonces, otros autores han seguido este camino, como Eliot Pattison con la cultura tibetana. Este último tuvo la brillante idea de elegir como improbable héroe a un policía chino deportado al Tíbet. Y es gracias a la ayuda de los monjes que consigue desenmascarar a criminales atroces.
Sin embargo, numerosos autores, sin pretender expresamente ofrecer la gramática de una región o de una cultura, conocen tan bien su realidad humana que saben sumergir a sus lectores en ella. Recordemos a Val McDermid e Ian Rankin, que han dado a conocer Escocia a millones de lectores. Las refinadas historias de detectives psicológicos de Batya Gur son una formidable puerta de entrada, aunque algo anticuada, a la realidad israelí. El excelente Leonardo Padura, magnífico prosista en lengua española y Premio Nobel, nos ofreció al policía Mario Conde, una inimitable introducción a la cultura y el ambiente de la isla de Cuba. La obra del noruego Gunnar Staalesen también está algo anticuada, pero reconstruye de forma ejemplar la Noruega de los años 70-80. La lista sería muy larga.
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Podemos observar que la lectura de novelas policíacas escritas por autores que conocen bien su propia realidad constituye, sin pretenderlo, una introducción a la historia, la sociología y la cultura general de los lugares y países desde los que escriben. Como afirma Luc Boltanski: «En la novela policíaca original, este fundamento de la realidad descansa sobre dos órdenes distintos, aunque interactuantes, cuya constitución como tales es relativamente reciente. Se trata, en primer lugar, de la realidad física, y los primeros análisis que determinó este género […] insistieron pertinentemente en la relación entre la aparición de la novela policíaca y el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Pero se trata también, y podríamos decir sobre todo, de la realidad social. Con este término debe entenderse un proyecto de descripción del entorno humano como “totalidad organizada”»[3]. Es a partir de este conocimiento de la realidad social, combinado con una credibilidad de carácter científico, que los autores dan a sus relatos un tono o una pátina singular. Porque, en sí mismas, ¿cómo no van a ser repetitivas las novelas policíacas? ¿Acaso no recuerdan una realidad tan antigua como el mundo, a saber, los motivos por los que los seres humanos, a menudo parientes y amigos íntimos, acaban odiándose y haciéndose daño?
El motivo del asesinato o el móvil del crimen son, en efecto, constantes casi universales: el desengaño amoroso, el ansia de dinero, la humillación sufrida y la venganza. Pero su declinación a nivel local nos permite descubrirlos siempre de una manera nueva. Para sorpresa del lector, un subgénero muy particular apareció más tarde en la historia de las novelas policíacas, girando en torno a la figura del asesino en serie. Esta figura, en efecto, tiene la especificidad de elegir a personas que no conoce personalmente, lo que hace que el trabajo de investigación sea necesariamente más arduo. Afortunadamente, estos casos son más frecuentes en los libros que en la realidad, aunque, por desgracia, estos personajes perversos, y por tanto difíciles de clasificar a través de la cuadrícula de los móviles clásicos, también existen en la vida real. Pero no son muy interesantes, porque alejan el crimen de la vida ordinaria. Como escribe James: «En la novela policíaca clásica, lo interesante es cómo la gente corriente, la llamada gente responsable, educada, buena, útil, puede cruzar esa línea que convierte a alguien en asesino. El psicópata, después de todo, no mata por ninguna razón en particular: trivialmente, le apetece matar. Esto puede ser extremadamente malvado, pero no es muy interesante»[4].
Cabe señalar que el mundo de la novela policíaca es una galaxia infinita, llena de subgéneros diferentes. Nos ocuparemos aquí, más concretamente, de la tradición que podríamos llamar mainstream, inaugurada por los grandes precursores británicos y estadounidenses y retomada después en todos los países. Por la forma en que nos presentan un mundo cuidadosamente reconstruido y creíble y unos personajes psicológicamente complejos, las buenas novelas policíacas participan, podríamos decir, del principio de personificación. Nos sumergen en una humanidad real, la nuestra, donde coexisten lo mejor y lo peor. Sin investigadores pacientes e incansables, sin testigos que acaban diciendo la verdad, el culpable quedaría impune. Pero éste no es el caso.
Novela policíaca y razón práctica
¿Por qué apareció la novela policíaca? Durante mucho tiempo, las sociedades no dispusieron de investigadores apropiados ni de medios técnicos adecuados. La tortura era una herramienta reconocida para obtener una confesión. Las investigaciones eran chapuceras y a menudo se exoneraba a los poderosos. Fue con la aparición de una sociedad más científica cuando, en el siglo XIX, aparecieron los primeros policías debidamente especializados en asesinatos y que disponían de nuevos instrumentos científicos, como huellas dactilares[5], fotografías oficiales, etc. Un prefecto de policía parisino, Louis Lépine (1846-1933), fue una figura clave en esta evolución, al igual que su «servicio de identidad judicial», dirigido por Alphonse Bertillon (1853-1914)[6]. Por ello, «Dorothy Sayers [autora de novelas policíacas] defiende la idea de que la ficción policíaca sólo se ha desarrollado recientemente, porque no puede florecer hasta que el público tenga alguna idea de lo que constituye una prueba»[7]. La policía llegó a depender tanto de estas herramientas modernas que varios autores hicieron hincapié en la inteligencia y la psicología de sus héroes para demostrar que los medios técnicos no son nada sin la mente de quienes los utilizan. Pensemos en el legendario Padre Brown[8], de Chesterton (1874-1936), o en Philo Vance, de S. S. Van Dine (1888-1939).
Una de las reglas clave del género es que el asesino sea desconocido para el lector hasta el final, pero, al mismo tiempo, que todas las pistas de que dispone el investigador sean también accesibles para el lector perspicaz. La lectura es, pues, un ejercicio de razón práctica. Las novelas pueden ser más o menos complejas, más o menos noir, más o menos psicológicas, pero implican racionalidad práctica. No se puede confiar en hechos fortuitos o revelaciones sobrenaturales para descubrir al culpable: eso sería hacer trampas con las convenciones del género. Por eso las novelas policíacas de primera generación son novelas de enigmas. Incluso pueden tener un lado más bien intelectual y frío. Nos movemos en un entorno racional donde la deducción y la lógica son decisivas. Sherlock Holmes es el símbolo de esta generación. El lector tenderá a identificarse con un héroe que es, por tanto, un ser humano más o menos excepcional, que domina tanto los elementos científicos como los psicológicos. En la segunda mitad del siglo XX aparecerán héroes menos brillantes y más humanos. Existe, pues, una vertiente racional especialmente adaptada a nuestra sociedad dominada por el paradigma científico.
Sin embargo, como demuestran personajes como el Padre Brown y muchos otros, existe también una especie de protesta contra la reducción del trabajo detectivesco a una simple ecuación. Muchos autores recordarán el lado humano, demasiado humano, de las investigaciones y la necesidad de personajes psicológicamente bien definidos y particularmente intuitivos. La novela policíaca pone bien de relieve la doble naturaleza del ser humano: a la vez racional e irracional, previsible e imprevisible, superficial y profundo. En el ámbito de los asuntos humanos, la razón tiene sus límites[9]. Como señala Hauerwas citando a un colega, «los buenos detectives aciertan (la mayoría de las veces) no porque “razonen” perfectamente, sino porque comprenden sutilmente la falibilidad de la razón práctica»[10]. Es esta sutileza o refinamiento lo que acerca al buen detective al buen confesor. Por otra parte, los detectives suelen ser expertos en el arte de escuchar atentamente a sus interlocutores y testigos.
Las novelas policíacas y la sed de justicia
Es un fuerte sentido de la justicia lo que mueve a los detectives de las novelas policíacas, así como a los lectores. Hay que hacer justicia. Incluso si la víctima resulta ser un personaje desagradable – una situación bastante común, por cierto – no es bueno ni justo que no se haga justicia. En las últimas décadas – en las que el agnosticismo o el ateísmo práctico son a menudo mencionados de pasada por policías y detectives, los héroes de las historias – casi siempre se expresa una especie de sed irreprimible de justicia, una preocupación que hace que, a pesar de su cinismo y su falta de fe, estos héroes – a menudo antipáticos y poco edificantes a nivel personal[11] – no puedan resignarse a dejarlo pasar y no hacer justicia. Uno piensa en el famoso Hieronymus Bosch, el héroe de Michael Connelly, uno de los personajes más populares de los últimos años que ha sido llevado con éxito a la pantalla[12]. Aunque retirado de la policía, no puede evitar investigar viejos casos sin resolver, no puede evitar intentar hacer justicia. En su caso, podría pensarse que es su historia personal la que le mueve: su madre fue asesinada y nunca se encontró al culpable. Y sin duda eso tiene su peso. Pero no lo explica todo. La máxima que le mueve es simple y no concede atenuantes: «O todos cuentan o nadie cuenta». Para él, el muerto sigue clamando justicia. Se diría que oye la voz de las víctimas, una voz que le habla y exige justicia: «¡La sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra!» (Gen 4,10).
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El lema de una serie clásica de detectives encaja bien con lo que se expresa en la literatura: el tiempo nunca se agota para la justicia (en el original en inglés: Time never runs out for justice)[13]. Sin esta sed de justicia que anima los corazones humanos, la literatura policíaca no tendría éxito. Hay una poderosa forma de catarsis en ver al culpable identificado y, una vez juzgado, castigado (aunque este momento pueda estar implícito). En su extraordinario esfuerzo por adaptar los relatos policíacos clásicos chinos, despojándolos de lo maravilloso, Robert von Gulik explicó que también había decidido seguir el modelo occidental en lo que respecta a la conclusión, mientras que, en los relatos chinos en los que se inspiró, la descripción minuciosa del sombrío destino de los culpables (en este mundo como en el otro) ocupaba un lugar destacado en el conjunto de la narración[14]. Pero la sed de justicia es idéntica.
Algunos grandes autores de novelas policíacas han descrito bien esta premisa subyacente a su escritura. En un mundo marcado por el mal, a veces muy profundamente, no se puede renunciar al deseo de justicia. Por supuesto, el mundo real se caracteriza por el color gris. Lo que llama la atención en estas novelas es el hecho de que, a pesar de todos los atenuantes posibles, uno se enfrenta a la prohibición fundamental: la del asesinato (porque un thriller digno de ese nombre debe hablar de asesinatos, no de otros crímenes menos graves), como especifica la Regla VII de Van Dine. Todo ser humano tiene derecho a la vida: «Toda vida es preciosa»[15]. Este autor, por otra parte, es más conocido por sus famosas reglas que por sus novelas[16].
Lo fascinante de la lectura de estas reglas es que, para cada una de ellas, hay casos en los que algunos autores han hecho excepciones, lo cual es absolutamente normal y positivo. Veamos algunos ejemplos. La regla 7 establece que tiene que tratarse de un asesinato. Sin embargo, uno puede imaginarse una larga investigación que lleve a sospechar de todos los miembros de una familia por la extraña muerte de un padre tirano, pero que, al final, revele que fue un infarto lo que se llevó al anciano pariente. Esto puede resultar frustrante para el lector, que se sorprende de que no se respete una convención sólida. Pero luego se da cuenta de que el autor pretendía ante todo mostrar los sinsabores y las intrigas de una familia, mostrar cómo tantos tenían el motivo y la intención, pero cómo ninguno podía o quería pasar a la acción. O tomemos la regla 3, según la cual en una novela policíaca «no se introducirá ninguna historia de amor»[17].
Como el amor es otro motor fundamental de la acción humana, varios autores lo introdujeron en la trama de sus novelas, haciéndolas menos intelectuales y áridas que las de cierta generación. Una regla famosa era que el narrador no debía ser el culpable. El incumplimiento de esta regla por parte de Agatha Christie desencadenó un memorable debate[18].
Un aspecto interesante de muchas novelas de misterio es el hecho de que tenemos que entender por qué se cometió el asesinato. La identidad del autor no es suficiente. De hecho, a menudo el culpable experimenta una especie de redención al explicar lo que hizo y por qué lo hizo. El caso de un culpable que no quiera decir ni explicar nada sería terrible, pero es extremadamente raro. En el fondo, sabe que la justicia debe vencer. «La justicia es algo terrible, pero la injusticia es peor»[19], escribe Sayers. Y añade: «Las novelas policíacas contienen un sueño de justicia. Proyectan una visión del mundo en la que los males se corrigen y los villanos son traicionados por las pistas que no sabían que habían dejado. Un mundo en el que los asesinos son atrapados […] y las víctimas inocentes vengadas». Un personaje objeta: «Pero es sólo una visión […]. El mundo en el que vivimos no es así». Ella responde: «Las novelas de misterio mantienen viva una visión del mundo que debería ser cierta. Por supuesto, la gente las lee para divertirse, para distraerse, como si estuvieran resolviendo un crucigrama. Pero en el fondo alimentan su hambre de justicia. Y que Dios nos ayude si la gente corriente deja de oír esto»[20]. Y el teólogo Hauerwas comenta: estas novelas se basan en el «supuesto de que la justicia es más profunda que la injusticia»[21].
Al final, lo más importante no es el castigo de los culpables, sino la reconciliación propiciada por la verdad. Se trata de una convicción profundamente cristiana. No hay libertad sin verdad. No hay paz sin justicia. Como escribe Hauerwas, «Chesterton y Sayers tienen razón al pensar que la ficción detectivesca implica un extraordinario proyecto metafísico sobre cómo son las cosas. Este proyecto es nada menos que la suposición de que la justicia es más profunda que la injusticia. En consecuencia, la ficción detectivesca puede ser profundamente cristiana […]. Esta suposición no implica que siempre se haga justicia, que siempre se atrape al asesino, o que a veces incluso sintamos más simpatía por el culpable que por la víctima. Más bien significa que no somos irracionales al esperar que se haga justicia»[22].
Vida o muerte
En última instancia, la novela policíaca plantea la cuestión del valor de la vida humana y la existencia de un fuerte imperativo moral de no dejar que un asesinato quede sin respuesta por parte de la sociedad. Al final de su última obra póstuma, Antón Chejov hace que uno de sus personajes responda a la pregunta «¿Qué debemos hacer?» (se subentiende que ante el mundo tal y como se nos presenta, con su violencia e injusticia): «Enterrar a los muertos y reparar a los vivos»[23]. Un muerto requiere un entierro digno, y las familias de las víctimas suelen encontrar consuelo, al menos en parte, cuando saben dónde está el cuerpo de su ser querido. Por supuesto, la justicia humana es falible e imperfecta, pero, como demuestran varios – aunque defectuosos – inspectores, es una necesidad irreprimible inherente a la naturaleza humana.
James señala que la novela negra defiende el carácter sagrado de la vida humana y se atiene al Decálogo: «No matarás» (Ex 20, 13). «La novela negra nos reafirma en la sacralidad de la vida (si te matan violentamente, a alguien le importa) y en que vivimos en un mundo en el que la autoridad, la habilidad y la integridad humanas (el detective, la policía) pueden arreglar las cosas […]. La novela negra nos asegura que vivimos en un universo moralmente comprensible. Nos asegura que creemos que el bien es más fuerte que el mal, que tenemos el deber de intentar arreglar las cosas. Pero ya he dicho muchas veces que, aunque al final de la novela policíaca moderna obtengamos una justicia aparente, lo que en realidad obtenemos es la justicia falible de los hombres; no obtenemos la justicia divina, no podemos alcanzarla. Es muy tranquilizador tener un tipo de narrativa que dice que toda vida humana es sagrada, y que si es arrebatada, entonces la ley, la sociedad, trabajará para averiguar quién la arrebató. […] Seguimos teniendo la convicción de que la vida humana individual es sagrada; todos tenemos derecho a vivir nuestras vidas hasta el último momento»[24].
Sí, la novela negra trata de la muerte violenta y, por tanto, de la vida. Esto refleja lo que para el biblista dominicano Philippe Lefebvre es la pregunta fundamental para la Biblia y para todo ser humano: ¿Dios quiere realmente la vida de su hijo? ¿Nos creó Dios para la muerte? ¿Aceptaría el Dios de la justicia ver triunfar la injusticia? Este es el punto de convergencia entre la cuestión de la justicia y la cuestión de la resurrección. A veces no se tiene plenamente en cuenta que la fe en la resurrección deriva esencialmente de la preocupación por preservar la justicia divina. No se puede separar la resurrección de los individuos de la cuestión del juicio de los malvados. Es tan importante que el inocente sea vengado como que el culpable sea castigado. Y la expectativa de justicia colectiva para el pueblo creyente, como para el mundo de los humildes, es apremiante. En efecto, la fe en la resurrección garantiza que los martirizados o asesinados injustamente recibirán la vida, mientras que los asesinos serán castigados con justicia. El vínculo entre la justicia divina y la resurrección es esencial.
Al final de una novela policíaca, se logra una forma – imperfecta – de justicia: se identifica al culpable, lo que permite a la familia de la víctima encontrar consuelo y a la comunidad salir fortalecida. Algo de la sed divina de justicia está presente en el corazón de los seres humanos, y aunque es cierto que nuestra justicia es falible e imperfecta, aspira a una justicia superior. Como sigue diciendo James, creemos que «hay una justicia superior que podemos comprender, que Dios es un Dios justo, y que cuando intentamos alcanzar la justicia, al menos intentamos actuar como sus servidores. Deseamos la justicia, incluso cuando somos niños, ¿no es así? Si algo es injusto, nos pone de los nervios. Esta forma de ficción popular apela a ese instinto particular»[25]. Por eso se hizo necesario que ciertas personas – hombres o mujeres, policías o no, alcohólicos o no, divorciados o no – dedicaran toda su inteligencia y toda su perseverancia a la paciente búsqueda de pistas, escuchando la voz interior que les ordenaba buscar la justicia: «Tu deber es buscar la justicia, sólo la justicia, para que tengas vida» (Dt 16,20).
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L. Boltanski, «Les conditions d’apparition du roman policier. Énigmes et complots dans les métaphysiques politiques du xxe siècle», en Communications, n. 99, 2016, 21. ↑
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Cf. S. Hauerwas, «McInerny Did It, or Should a Pacifist Read Murder Mysteries?», en T. S. Hibbs – J. P. O’Callaghan (edd.), Recovering Nature: Essays in Natural Philosophy, Ethics, and Metaphysics in Honor of Ralph McInerny, Notre Dame, IN, University of Notre Dame Press, 1999, 163-176. ↑
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L. Boltanski, «Les conditions d’apparition du roman policier…», cit., 21. ↑
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P. D. James, «The Baroness in the Crime Lab: interview by Martin Wroe», en Books and Culture, n. 4, 1988, 15. ↑
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Cf. P. Piazza, Meurtres à la une. Le quotidien du crime à Paris en 1900, París, La Martinière, 2023. ↑
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Arthur Conan Doyle mencionará a Bertillon en El sabueso de los Baskerville. ↑
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Cf. S. Hauerwas, «McInerny Did It, or Should a Pacifist Read Murder Mysteries?», cit., que hace referencia a D. L. Sayers (ed.), The Omnibus of Crime, New York, Payson and Clarke, 1929, 74. ↑
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Es el protagonista de 53 relatos cortos publicados entre 1910 y 1936. Inspirado en parte por el sacerdote que acogió a Chesterton en la fe católica, el padre Brown resuelve enigmas únicamente gracias a su intuición y a su aguda comprensión de la psicología humana. ↑
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Cf. A. MacIntyre, Animali razionali dipendenti. Perché gli uomini hanno bisogno delle virtù, Milán, Vita e Pensiero, 2001. ↑
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S. Hauerwas, «McInerny Did It, or Should a Pacifist Read Murder Mysteries?», cit., nota 11. ↑
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El comisario de Quebec Armand Gamache, de la escritora Louise Penny, es uno de los pocos policías felizmente casados y con una vida muy equilibrada. ↑
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Con la serie Bosch, de Amazon: siete temporadas entre 2014 y 2021. ↑
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Es el lema de la serie Cold Case (siete temporadas entre 2003 y 2010). Lo comentamos en «Cold case (Affaires classées) et notre soif de justice«, en Nunc 36 (2015) 99-102. ↑
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Robert van Gulik empezó traduciendo un clásico chino del siglo XVIII, titulado Celebrated Cases of Judge Dee. Al final del libro, añadió un epílogo en el que sugería que las historias podían adaptarse al lector moderno y, como sabemos, lo hizo con éxito a partir de 1950. ↑
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«Jedes Leben ist kostbar», como dirá durante el interrogatorio la mártir alemana Rosa Bianca Sophie Scholl, ejecutada el 22 de febrero de 1943. ↑
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Las 20 reglas fueron publicadas en 1928, en la revista The American Magazine. ↑
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Cf. S. S. Van Dine, Venti regole per scrivere romanzi polizieschi, Martinsicuro (Te), Di Felice Edizioni, 2013, 18. ↑
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Cf. A. Christie, L’assassinio di Roger Ackroyd, Milán, Mondadori, 1930. Los problemas intelectuales que plantea esta opción son analizados con brío en P. Bayard, Chi ha ucciso Roger Ackroyd?, Milán, Excelsior 1881, 2009. ↑
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D. L. Sayers – J. P. Walsh, Thrones, Dominations, New York, St Martin’s Press, 1998, 131. Se trata de la última investigación de Lord Peter Wimsey. ↑
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Ibid., 131. ↑
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S. Hauerwas, «McInerny Did It, or Should a Pacifist Read Murder Mysteries?», cit., 169. ↑
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Ibid. ↑
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Se trata de una de las últimas frases de Platonov de A. Chejov, que se hizo conocida gracias a la novela de M. de Kerangal, Reparar a los vivos, Anagrama, 2013. ↑
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Cf. P. D. James, «The Baroness in the Crime Lab: interview by Martin Wroe», cit., en línea: www.booksandculture.com/articles/1998/marapr/8b2014.html ↑
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Ibid. ↑
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