FILOSOFÍA Y ÉTICA

Francisco Suárez

El padre de la modernidad filosófica

© Suarez / Harris & Ewing Collection / Wikimedia.org

A más de 400 años de la muerte del jesuita Francisco Suárez[1], cabe destacar la importancia – no siempre debidamente reconocida – de sus aportaciones al pensamiento occidental. Su producción intelectual es inmensa y abarca la filosofía, la teología, la política y el derecho. En el presente artículo se tomará en consideración su planteamiento metafísico, que ha influido de manera decisiva en la filosofía moderna.

La herencia medieval

Para comprender el papel del jesuita español en el campo filosófico es preciso hacer una breve digresión histórica.

La filosofía experimenta en Occidente un giro notable en virtud del encuentro con la cultura árabe: gracias a esta última se introducen en Europa la Física y la Metafísica de Aristóteles, textos hasta ese momento desconocidos —del filósofo griego solo se conocían por entonces las obras de lógica—, y, sobre todo, el primer tratado de metafísica del filósofo Ibn Sina, a quien los latinos llamaron Avicenna, en español Avicena (980-1037)[2]. A diferencia de lo que harán los escolásticos, Avicena no escribió un comentario detallado a los escritos de Aristóteles, sino que reelaboró el pensamiento del filósofo griego, construyendo una disciplina lo más acabada posible —el texto de Aristóteles estaba compuesto en la mayoría de los casos por apuntes de estudiantes y discípulos, posteriormente reunidos por Andrónico de Rodas en el siglo I d.C.

Para Avicena, la metafísica es una ciencia divina: su objeto propio es «lo que está separado de la materia», es decir, las primeras causas y toda actividad del pensamiento[3]. Por tanto, esta voz comprende temas complejos y múltiples, que darán origen a subdivisiones particularizadas de dicha disciplina: la metafísica primera (sobre las primeras causas), la metafísica segunda (sobre el ser en cuanto ser) y la teología (sobre el ser supremo)[4].

Para Avicena, la metafísica es ciencia porque se basa en una noción universal: el ente en cuanto ente (que él llama ens commune)[5]. Pero ¿en qué relación mutua se encuentran la metafísica primera y la teología, siendo así que se ocupan del mismo tema? Y, además, ¿está comprendido también Dios en el estudio del ente en cuanto ente? A partir de aquí se plantea una serie de preguntas y problemas que catalizarán la especulación medieval.

La reflexión de la escolástica

Estas complejas cuestiones siguen sin respuesta en Avicena y son retomadas por la escolástica; en particular, la posible relación entre filosofía (metafísica divina) y teología (sagrada doctrina) y su estatuto especulativo.

Para Tomás, la metafísica es ciencia porque estudia los principios universales que conciernen al ente. Estos principios, presupuestos por todo tipo de saber, «no deben tratarse en ciencia particular alguna, porque, como cada género de entes los necesita para su propio conocimiento, por la misma razón se tratarían en cada una de las ciencias particulares. De ello queda que tales principios deben tratarse en una ciencia única y común, que, siendo la de máxima intelectualidad, es reguladora de las demás»[6].

No obstante, Tomás se limita a afirmar el principio sin argumentarlo, del mismo modo que no especifica qué significa propiamente ens, si se trata de un concepto o de la totalidad de aquello que existe[7]. El mismo «Doctor Angélico» agrega en otro texto que el sujeto propio de esta disciplina es el ens in quantum ens[8]. Pero ¿entiende él con esta precisión una característica común (un universal) o un solo ente, causa de todo? Una vez más, esta cuestión no se encuentra en Aristóteles, tanto porque él no conoce la idea de creación como porque considera negativamente la posible relación entre Dios y los entes: en efecto, en tal caso, Dios comprometería su perfección al depender de ellos. Para Avicena, Dios puede considerarse objeto de la metafísica en cuanto que está comprendido en la categoría del ente, y la relación Dios-mundo es una relación necesaria: Dios es el ente supremo, pero no trascendente. Por tanto, no se puede hablar de una libre voluntad creadora[9]. Como es evidente, todas estas conclusiones chocaron con la doctrina cristiana y originaron graves interrogantes a nivel de metafísica y de teología: ¿cómo está presente Dios en la creación? ¿Cómo «pensar» su trascendencia sin separarlo del mundo?

Las posibles respuestas estaban estrechamente ligadas al significado que se debiese dar a la expresión ens in quantum ens. Si con ella se entiende todo lo que es, ¿puede atribuirse esa noción a Dios? Y si, por el contrario, concierne solo a la creación, ¿debe concluirse que Dios está más allá del ser? Esta posición había sido sostenida ya en el pasado, por ejemplo, por Dionisio el Areopagita, por el Liber de causis —un texto introducido por los árabes y erróneamente atribuido a Aristóteles— y, en fecha reciente, ha vuelto a tener auge gracias al filósofo Jean-Luc Marion[10].

Los autores posteriores a Tomás procurarán responder explicitando lo que él había dejado en el trasfondo. Para el Doctor Angélico, aun a pesar de que las posibilidades de conocimiento de Dios por parte del hombre se limitan a «balbucear» a Dios (I Sent, d. 22, q. 1, a. 1), no se puede compartir tampoco la posición de Avicena: en efecto, la trascendencia de Dios queda metafísicamente garantizada por la distinción entre ens e ipsum esse. Este último es el ens primum, el ipsum esse per se subsistens, el esse tantum, bien diferente del ens commune, que tiene el ser, es ser participado[11]. Hay un salto cualitativo infinito entre los dos planos, una diferencia «ontológica» entre ente y ser —en el ser, no en la cantidad—, que, sin embargo, no significa separación. La relación entre Dios y los entes solo puede ser captada de manera analógica[12]. Tomás da un ejemplo al respecto: «Decir que el prado ríe no significa más que, cuando florece, el prado tiene el esplendor parecido al del hombre cuando ríe. Es la semejanza de proporción. Decir que Dios es león no significa más que, en su actuar, Dios tiene tanta fuerza que se parece a la del león. […] Por lo tanto, según esto, hay que decir: En cuanto a la realidad expresada por el nombre, este es dado a Dios antes que a las criaturas, porque tales perfecciones brotan de Dios y se depositan en las criaturas. En cuanto al hecho de dar nombre, antes se lo damos a las criaturas, que son lo primero que conocemos»[13].

Juan Duns Escoto (1266-1308) dará una respuesta diferente a la relación Dios-mundo, modificando de manera radical la perspectiva. Retomando a Enrique de Gante, Escoto sostiene la presencia de un predicado común, el ser, compartido por Dios y por las criaturas. Así, el ser se entiende de manera unívoca. Para el «Doctor Sutil» es posible hablar de manera rigurosa sobre Dios gracias a aquel saber específico que él designa con el término theologia y que, a partir de él, asume el significado preciso que se atribuye todavía hoy a esta disciplina[14]. Escoto parte del ente concretamente existente como condición para hablar del Ser increado, mientras que, para Tomás, el proceder es el inverso: el ente no tiene en sí la razón de su existencia, es contingente; para existir tiene que hacer referencia a la fuente del ser[15]. Es una inversión radical que verá contrapuestas a las doctrinas escotista y tomista de univocidad y analogía.

La aportación de Suárez

Con la composición de su tratado de metafísica, Suárez procura elaborar una tercera vía, capaz de armonizar estos diferentes planteamientos y, al mismo tiempo, conferir rigor y sistematicidad a la disciplina.

En la Disputación I señala que la metafísica es una ciencia que tiene como objeto adecuado el ente[16]. Esta precisión no se encuentra en Aristóteles y tendrá consecuencias metodológicas relevantes. Para el filósofo griego, la investigación metafísica no versa principalmente sobre el ente como objeto y, sobre todo, como objeto adecuado: su enfoque es más bien discursivo, dialéctico, no parece preocupado por presentar definiciones precisas al respecto, dejando abierta la doble polaridad de la investigación. Como se señalaba más arriba, del ser se ocupan tanto la ciencia teórica como la teología: ambas, y la una no es la otra. En cambio, para el jesuita español la metafísica es una ciencia determinada con un objeto adecuado, a saber, el ente en cuanto ente real, que comprende también a Dios. Dios pasa así a formar parte del horizonte metafísico de los entes[17].

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

Suárez introduce también la distinción, igualmente decisiva para la filosofía posterior, entre el ente de hecho existente (ens reale) y el ente representado (ens ut sic). El ens ut sic debe concebirse de manera unívoca, porque la univocidad, a diferencia de la analogía, confiere rigor a la investigación metafísica. El jesuita español busca recuperar la analogía, pero sin poner en discusión la primacía de la univocidad: «Si hubiera que negar una de las dos, habría de negarse antes la analogía, que es incierta, que la unidad del concepto, que parece demostrarse con argumentos ciertos»[18].

La elección de privilegiar como objeto propio de la investigación el ens formale y univoco («formal y objetivo») prescindiendo de su existencia efectiva (ens reale) permite a la metafísica adquirir el estatuto de sistema: «El ser, tomado como nombre, ofrece el mínimo común denominador de todo lo que es, desde lo posible hasta Dios, acto puro, y sirve como el término medio que permite el paso de un extremo al otro»[19].

A partir de la Disputación I se advierte así un notable cambio de perspectiva: lo que importa no es el ens, no es en primer lugar el acto de ser, sino lo que puede existir, la esencia, en cuanto que no presenta contradicción («de suyo es apta para ser»)[20]. La característica esencial del ser no es ya la actualidad (Tomás), sino su pensabilidad[21]. Esta posibilidad de existir, la no contradictoriedad, es el objeto propio de la investigación metafísica: «Aunque el existir en acto no sea de la esencia de la criatura, el orden a la existencia, no obstante, o la aptitud para existir, pertenece a su concepto intrínseco y esencial»[22]. Por tanto, el carácter propio del ser no es ya en primer lugar la existencia, sino la posibilidad, su no contradicción a nivel de pensamiento.

Este era, de hecho, el planteamiento de Escoto, que Suárez termina por privilegiar: un planteamiento muy diferente del de Tomás, cuyo punto de partida no es la posibilidad de existir, sino la existencia efectiva de algo que, no teniendo en sí la propia razón de ser, existe gracias a Aquel que no tiene la existencia, sino que es la existencia misma.

La distinción entre ens reale y ens formale se tornará en axioma indiscutido en el curso de la filosofía moderna, caracterizada por la atención casi exclusiva al aspecto cognoscitivo, lógico, del ser respecto de la existencia real.

Las consecuencias de este planteamiento

El revolucionario alcance de este asunto es comprensible: al rechazar la analogía, Suárez concibe el ente como absoluto. En otras palabras, el ente no debe el ser a Dios, sino solo a su necesidad intrínseca: «El nombre de ente […] no ha sido impuesto a la criatura por guardar esa proporción o proporcionalidad con Dios, sino simplemente porque es algo en sí y no absolutamente nada»[23].

Este cambio en el registro de la consideración está en buena parte ligado a la gran novedad de la época moderna: el nacimiento de la nueva ciencia. Suárez está preocupado por hacer de la metafísica un saber cierto y riguroso, por lo que acentúa su abstracción, la consideración del ens en términos precisos y claramente definibles —de forma análoga al enfoque matemático propio de la ciencia—[24]. La representación es rigurosa porque abstrae, prescinde de algunos aspectos de la realidad, no puede agotarla. Esta es la característica y, al mismo tiempo, el problema fundamental de la epistemología contemporánea: el discurso científico nace como representación abstracta, como un modelo —expresado por una ley matemática— interesado solo en algunos aspectos de la realidad investigada. También Suárez advierte la necesidad, propia de su tiempo, de precisar cada vez más el discurso, pero de ese modo termina arideciendo la metafísica y colocándola en una fatal competición con las ciencias exactas, que muy pronto saldrán ganando: «El reconocimiento de tales ambigüedades en el siglo XVII signó la victoria del saber formal sobre la meditación tomista del acto de ser»[25].

A partir de aquí se da también el desplazamiento en la concepción de la verdad, entendida no ya como correspondencia (adaequatio) del intelecto a la realidad, a lo existente, sino a la posibilidad de ser objeto de pensamiento por parte del intelecto: una cosa es verdadera si no es contradictoria. La nada se vuelve cada vez más el contrario correspondiente a la metafísica moderna, hasta el punto de definirse como «un gesto nihilista»[26]. Plantear el discurso sobre la posibilidad significa también invertir de manera radical el planteamiento platónico-aristotélico, según el cual una cosa es conocible en la medida en que sea efectivamente existente, estableciendo un criterio objetivo de verdad[27].

Pero la consecuencia más relevante es la devaluación especulativa de la analogía por parte de la reflexión filosófica, con repercusiones problemáticas en la relación entre Dios y el mundo. Si el ser es unívoco, la diferencia ontológica (el proprium de la analogía) entre Dios y los entes creados cae: todo se encuentra colocado en el mismo horizonte de referencia. Esta era ya una idea de Avicena: el ser es anterior a Dios y a las cosas, un predicado común a ambos. El Dizionario delle idee del Centro di Studi Filosofici di Gallarate define el ser como «la “materia” de todos los seres o entes, aquello que constituye a todos y a cada uno, todo lo que son. […] Con mayúscula puede equivaler tanto al Ser por excelencia, al absoluto del ser, a Dios, como a la totalidad de todos los seres concretamente existentes»[28].

De ese modo, Dios resulta situado en la misma categoría que los otros seres, se encuentra dentro del mismo horizonte, puesto que su ser está hecho de la misma «materia». La diferencia no es ya ontológica, sino más bien cuantitativa, de magnitud.

El éxito de las «Disputaciones»

Las Disputaciones, publicadas por primera vez en 1597, constituyen el primer manual de metafísica y llegaron a ser el texto de referencia de generaciones de filósofos y de estudiantes de Teología. Sobre su base se formó Descartes en el colegio de los jesuitas de La Flèche. La influencia del jesuita español en el padre de la filosofía moderna es evidente en sus obras. Cuando en la III Meditación metafísica Descartes habla de existencia «eminente» y «formal» a propósito de Dios, utiliza la misma distinción introducida por Suárez (DM XXX, 1, p. 9s). Esta distinción es para el filósofo francés el camino obligado para el saber riguroso. Y la primera verdad indiscutida de ese saber es el cogito, el pensar, no el ser: «Pero entonces ¿qué soy? Una cosa que piensa»[29]. De ahí el problema, desconocido para los antiguos y los medievales, del «puente» entre idea y realidad, que preocupará a la filosofía moderna a lo largo de todo su camino hasta Husserl: comprender cómo se conoce y de qué modo la presencia pensada del objeto corresponde al objeto real[30]. El tratado de Suárez se convirtió en poco tiempo en un «clásico» particularmente apreciado en las universidades de los países donde era fuerte la Reforma, porque presentaba un saber objetivo, formal, no raras veces en desacuerdo con el planteamiento de Aristóteles y de la escolástica. En 1613, Rodolfo Goclenio, pastor protestante, retoma el tratamiento suareciano y acuña el término «ontología» para designar la disciplina que estudia las características universales de los entes: disciplina diferente de la metafísica, que tiene como objeto los primeros principios.

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

Las Disputaciones son el texto de referencia de la Philosophia prima de Christian Wolff (1730), de la Metafísica de Alexander Baumgarten (1739) —que difunden la ontología en todas las universidades alemanas—, y pasan a ser lectura obligatoria de los principales filósofos de la época moderna: Gottfried Leibniz la lee a los 16 años «como una novela»; para Hugo Grocio, Suárez es el filósofo más profundo; George Berkeley retoma su planteamiento para teorizar, en el Alcifrón, la relación entre conocimiento divino y humano; Giambattista Vico se encierra en su casa durante todo un año para estudiar a fondo las Disputaciones; Franz Brentano las utiliza como texto de referencia para sus lecciones sobre Aristóteles, y así toma conocimiento de Suárez uno de sus discípulos más ilustres: Martin Heidegger.

Heidegger tiene palabras de gran elogio para el jesuita español: «Suárez es el pensador que más fuertemente ha influido en la filosofía moderna […] presentando por vez primera los problemas ontológicos en una forma sistemática que determinó en los siglos subsiguientes hasta Hegel una división de la metafísica»[31], porque sistematizó la noción escotista de ens. Igualmente significativo es que Heidegger haya elegido a Escoto como tema de sus tesis de habilitación académica, señalando que la noción unívoca de ens constituye la base indispensable del conocimiento objetivo. Según Heidegger, el Doctor Sutil revisó la doctrina de los trascendentales, considerándolos «la condición de posibilidad del conocimiento de objetos en general»[32].

Sin embargo, resulta curioso observar que Heidegger no se dio cuenta de que el olvido del ser, centro especulativo de sus célebres investigaciones, no debía imputarse a la concepción cristiana de Dios, sino más bien a la metafísica de la univocidad, que «tendió hacia la recurrencia de la antigua concepción pagana de (los) dios(es) como ente(s) supremo(s) dentro del universo»[33].

Un discurso aparte merecería la presencia de Suárez a lo largo de la segunda escolástica[34]. El pensamiento filosófico de los siglos XVII-XIX se caracteriza por autores con planteamientos filosóficos muy distintos que, sin embargo, tienen en común el axioma presentado en la Disputación I: el foco de la investigación no es el ser concretamente existente, sino el ser posible. Así, el ens se encuentra separado de su origen, hasta el punto de ser considerado de manera totalmente autónoma, en su mera pensabilidad.

Pero esta tentativa de llegar a una nueva y compleja sistematización de la metafísica marca también su progresiva decadencia, reduciéndose a un intento cada vez más complicado de la mente humana de agotar todas las variantes del mundo de lo posible. Kant pondrá fin a estas sutiles disquisiciones con la célebre afirmación de que la existencia no es un predicado que haya que agregar al concepto. Sin duda pueden comprenderse las graves reservas del filósofo de Königsberg frente a esta metafísica —que él define como «un campo de batalla» de «inacabables disputas»—, considerándola del todo inútil para el saber científico y filosófico.

La Crítica de la razón pura pulveriza en pocos y fulgurantes párrafos siglos de especulación acerca del problema del ser, reconociendo, sin embargo, que los problemas metafísicos (Dios, mundo, alma) no pueden eliminarse de la vida del hombre[35]. De todos modos, es significativo que cuando Kant, para refutarlas, refiere las pruebas tradicionales de la existencia de Dios, no menciona las «vías» tomistas.

La desaparición de Dios del horizonte filosófico

Suárez procuró armonizar perspectivas filosóficas muy diversas —intelectualismo, voluntarismo, nominalismo, analogía y univocidad— elaborando una propuesta especulativa ingeniosa y compleja. Como se ha visto, él termina por preferir la posición unívoca, que difunde con minuciosa exactitud y profundidad[36].

Su planteamiento del pensamiento tendrá consecuencias formidables también a propósito de la relación Dios-mundo, justificando su separación. Si el ente se concibe como mera posibilidad, adquiere una autosuficiencia total, característica hasta entonces inédita: «Ente, incluso tomándolo como el ente real […], no solo se atribuye a las cosas existentes, sino también a las naturalezas reales consideradas en sí mismas, existan o no»[37]. De ese modo, Dios termina por desaparecer de la pregunta metafísica: la investigación, ya sea metafísica, ya sea científica, se concentra únicamente en el ente en su pensabilidad, sin plantearse otras preguntas acerca de su origen.

Este es un presupuesto tan indiscutido en la filosofía posterior que no suscita duda alguna acerca de su carácter aporético. Entre los muchos ejemplos posibles de este enfoque puede recordarse el célebre debate sobre fe e incredulidad que se desarrolló en Inglaterra en 1948 entre el filósofo Bertrand Russell y el jesuita Frederick Copleston, también filósofo. En un punto determinado de la discusión, Copleston planteó a Russell la clásica cuestión: «¿Por qué algo en lugar de nada?». Es la pregunta metafísica por excelencia, que se halla en el origen del saber filosófico. Russell no quiso responderla: estaban las cosas, y esto le bastaba, sin preguntarse nada más. Copleston le objetó que, renunciando a buscar una respuesta, había dejado de pensar demasiado pronto[38].

Al rechazar la analogía, el horizonte del ens se restringe, replegándose sobre sí y cerrándose a la trascendencia. La univocidad del ser tornará cada vez más problemático el discurso acerca de Dios con motivo del rechazo del lenguaje metafórico o simbólico, compartido por gran parte de los modernos tanto en la ciencia como en la filosofía, prefiriendo el enfoque matemático de la realidad: «Como hipótesis científica, se mostró más tarde que era superfluo; como ente se mostró como un mero hipostasiamiento de ideales e imágenes racionales, sociales o psicológicas […]. Una vez que Dios recuperó su transparencia o incluso un cuerpo, fue mucho más fácil identificarlo y darle muerte»[39].

No cabe duda de que, si la diferencia entre Dios y mundo es meramente cuantitativa (Dios infinito/mundo finito), este planteamiento ofrece el flanco a las derivas materialistas, terminando por leer la relación entre Dios y el hombre en términos de antagonismo: si el hombre quiere crecer, adquirir dignidad y autonomía, debe quitarle espacio a Dios, hasta anularlo. Marx describió de manera elocuente el «pulso» entre el hombre y un Dios concebido como una suerte de capitalista supremo: «Cuanto más pone el hombre en Dios, tanto menos guarda en sí mismo. […] Así como en la religión la actividad propia de la fantasía humana, de la mente y del corazón humanos actúa sobre el individuo independientemente de él, es decir, como una actividad extraña, divina o diabólica, así también la actividad del trabajador no es su propia actividad. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo»[40].

Ludwig Feuerbach se expresa en los mismos términos, dando así testimonio de una línea de pensamiento ya afirmada, hasta tornarse indiscutida: «Para enriquecer a Dios debe empobrecerse el hombre; para que Dios sea todo, el hombre debe ser nada. […] En una palabra, el hombre niega su saber y su pensamiento frente a Dios, para poner en él su saber y su pensamiento. El hombre renuncia a su persona […] niega el honor del hombre, el yo humano»[41].

Desde luego, Suárez no tenía la intención de llegar a tales consecuencias. Por el contrario, procuró elaborar un saber capaz de escapar de las incertezas y perplejidades. Pero ese presupuesto terminó por conducir al efecto contrario: la enfermedad de la duda acompaña cada vez más a la filosofía moderna, hasta rendirse al escepticismo. David Hume lleva el planteamiento cartesiano hasta sus últimas consecuencias al señalar que, si la realidad primera es el pensamiento, el peligro del subjetivismo sigue siendo insuperable: «Me he visto envuelto en tal laberinto que, debo confesar, no sé cómo corregir mis anteriores opiniones, ni cómo hacerlas consistentes. Si esta no es una buena razón general en favor del escepticismo, al menos para mí representa una suficiente razón (por si no tuviera ya bastantes) para aventurar todas mis conclusiones con desconfianza y modestia»[42].

Las ideas, una vez formuladas, siguen su curso con independencia de las intenciones de sus autores. La fascinación ejercida por la propuesta de Suárez en los siglos subsiguientes, como también los problemas que de ella se siguieron, siguen siendo una prueba del poder de su pensamiento, que ha influido en muchos campos del saber, incluido el de la fe. Las preguntas que surgen de las Disputaciones son todavía las mismas con las que tiene que vérselas hoy en día el pensamiento occidental. 

  1. Suárez nace en Granada en 1548. Entra en la Compañía de Jesús en 1564 y, después de los estudios, enseña Filosofía (en Salamanca, Segovia y Coímbra) y Teología (en Valladolid, Segovia, Ávila y Roma). Muere en Lisboa en 1617. Sus obras, que abarcan la filosofía, la teología, el derecho y la política, son numerosísimas: la edición de sus Opera omnia consta de 28 volúmenes en folio (Venecia, Coleti, 1742). En el presente artículo se mencionan solo las 54 Disputaciones. El texto latino ha sido publicado en F. Suárez, Disputaciones Metafísicas, ed. bilingüe, 7 vols., Madrid, Gredos, 1960-1967. Las citas de la obra en versión española se tomarán de esa edición, a la que se referirá mediante las siglas DM.

  2. Cf. L. Bianchi (ed.), La filosofia nelle università. Secoli XIII-XIV, Florencia, La Nuova Italia, 1997.

  3. Cf. Avicena, Libro della guarigione, Turín, Utet, 2015, Tract. I, § 1.2.

  4. Cf. J.-F. Courtine, Il sistema della metafisica: tradizione aristotelica e svolta di Suárez, Milán, Vita e Pensiero, 1999, pp. 12-21.

  5. Cf. Avicena, Libro della guarigione, op. cit., Tract. I, § 2; J.-F. Courtine, Il sistema della metafisica…, op. cit., p. 22.

  6. S. Tomás de Aquino, In duodecim libros Metaphysicorum Aristotelis Expositio, Roma, Marietti, 21971, Prooemium.

  7. Cf. J.-F. Courtine, Il sistema della metafisica…, op. cit., p. 30; S. Mansion, «L’intelligibilité métaphysique d’après le “Proemium” du commentaire de Saint Thomas à la “Métaphysique” d’Aristote», Rivista di filosofia neoscolastica 70 (1978), p. 52s.

  8. «En esta doctrina se pone lo que es común a todos los entes y que tiene como sujeto el ente en cuanto ente» (Super Boetium De Trinitate, III, q. 5, a. 4).

  9. Cf. É. Gilson, La filosofía en la Edad Media. Desde los orígenes patrísticos hasta el fin del siglo XIV, Madrid, Gredos, 21965, reimpr. en 1976, pp. 330-332.

  10. Cf. Pseudo Dionisio Areopagita, «Los nombres de Dios», 821D-824C, en Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita, ed. Teodoro H. Martín, Madrid, BAC, 1990, p. 328s; Liber de causis, Florencia, Olschki, 2004, prop. 2; J.-L. Marion, Dios sin el ser, Vilaboa, Eliago, 2010.

  11. «Como las formas de las cosas están dentro de ellas, tanto más cuanto estas formas son superiores y más universales, y, por otra parte, en todas las cosas Dios es propiamente la causa del ser mismo en cuanto tal, que es lo más íntimo de todo, se concluye que Dios obra en lo más íntimo de todas las cosas» (Sum. Theol. I, q. 105, a. 5. Cita según santo Tomás de Aquino, Suma de teología, t. I, Madrid, BAC, 2001, p. 902; cf. íd., De Veritate, q. 21, a. 5; íd., Summa contra Gentiles, II, c. 52).

  12. La analogía es aquella parte del discurso que encuentra elementos similares en realidades diferentes y las pone en proporción entre ellas a partir de un término común llamado a hacer de bisagra. Para Aristóteles, el caso más emblemático de pluralidad semántica es el término «ser», con muchas acepciones diferentes —él enumera por lo menos diez—, todas igualmente atribuibles al mismo término (cf. Metafísica I, XII, 4, 1070 b, 15-20).

  13. Sum. Theol. I, q. 13, a. 6 (cita según santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, t. I, op. cit., p. 190). La Biblia recurre a menudo a la analogía para hablar de Dios y de sus características. Véase, por ejemplo, Sal 104 (103), Rom 1,19-23 y, sobre todo, Sab 13,5: «Por la grandeza y hermosura de las criaturas se descubre por analogía a su creador». El tema es sumamente vasto y requeriría un tratamiento aparte; cf. C.-A. Bernard, Teología simbólica, Burgos, Monte Carmelo, 2016.

  14. «En la temprana ciencia moderna la forma de ver la naturaleza fue determinada por dos contundentes impulsos: los llamaré impulso a la equivocidad e impulso a la homogeneidad». A. Funkenstein, Theology and the Scientific Imagination from the Middle Ages to the Seventeenth Century, Princeton, Princeton University Press, 1986, p. 28. Cf. J. Duns Scotus, Quaestiones super libros Metaphysicorum Aristotelis, q. 12, n. 17; Opus oxoniense, I, dist. 3, q. 2, n. 5s; dist. 5, q. 1; dist. 8, q. 3. Antes de Escoto se hablaba más genéricamente de sacra pagina o de sacra doctrina (Tomás).

  15. Cf. J. Duns Scotus, Quaestiones…, op. cit., q. 1, n. 47; Tomás de Aquino, s., Scriptum super Sententiis I, prol. q. 1, a. 2, ad 2; J.-F. Courtine, Il sistema della metafisica, op. cit., p. 122.

  16. «Este es el objeto adecuado [de esta ciencia]» (DM I, secc. 1, n. 26 [trad. cast.: t. 1, p. 230]).

  17. Cf. DM I, secc. 1, n. 13; secc. 6 [trad. cast.: t. 1, 218; pp. 330-356]; Aristóteles, Metafísica, l. VI, 1, 1025, b 1 – 1026-1035. Muy interesantes resultan a propósito las observaciones de P. Gilbert, «Francisco Suárez: una metafisica per la modernità», en F. Suárez, Trattato delle leggi e di Dio legislatore, l. IV, Padua, Cedam, 2014, p. XVIIs.

  18. DM II, 2, 36 [trad. cast.: t. 1, p. 400]. Cf. DM XXVIII, 3, 2: «El ente significa de inmediato un solo concepto común a Dios y a las criaturas; por consiguiente, no se afirma de ellos analógicamente, sino unívocamente».

  19. J.-F. Courtine, Il sistema della metafisica…, op. cit., p. 207s; cf. DM II, 4, 4 [trad. cast.: t. 1, p. 417s].

  20. DM II, 4, 7 [trad. cast.: 1, p. 420].

  21. «El ser (ens), tal como lo entiende el metafísico, puede e incluso debe hacer decidida abstracción de la existencia, como de toda actualidad». J.-F. Courtine, Il sistema della metafisica…, op. cit., p. 206. Cf. DM XXXI, 12, 45 [trad. cast.: t. 1, pp. 182-184].

  22. DM II, 4, 14 [trad. cast.: t. 1, p. 425].

  23. DM XXVIII, 3, 11 [trad. cast.: t. 4, p. 228]; cf. DM XXVIII, 3, 15: «Es claro asimismo que a la criatura no se la denomina ente extrínsecamente debido a la entidad o al ser que hay en Dios, sino debido a su ser propio e intrínseco […] porque existe fuera de la nada» [trad. cast.: t. 4, p. 232]. Cf. J. Duns Scotus, Ordinatio I, dist. 2, pars. 1, qq. 1-2; J.-F. Courtine, Il sistema della metafísica…, op. cit., pp. 205-208; p. 451.

  24. Este desplazamiento del interés especulativo está expresado de forma emblemática por un célebre pasaje de Galileo: «Intentar determinar la esencia lo tengo por empresa no menos imposible y por esfuerzo no menos vano en las sustancias elementales próximas que en las remotísimas y celestiales: y me considero igualmente ignorante de la sustancia de la Tierra como de la Luna, de las nubes elementales como de las manchas del Sol» (G. Galilei, «Istoria e dimostrazioni intorno alle macchie solari e loro accidenti», en íd., Opere, vol. V, Florencia, Barbera, 1895, p. 187).

  25. P. Gilbert, La pazienzia d’essere. Metafisica. L’analogia e i trascendentali, Roma, Gregorian & Biblical Press, 2015, p. 215; cf. Íd., Sapere e sperare: percorso di metafisica, Milán, Vita e Pensiero, 2003, pp. 88-90.

  26. C. Esposito, «Introduzione», en J.-F. Courtine, Il sistema della metafisica…, op. cit., XX.

  27. Cf. J.-F. Courtine, Il sistema della metafisica…, op. cit., p. 454; Aristóteles, Metafísica, l. II, 1, 993 b, p. 30s.

  28. C. Giacon, «Essere», en Centro di Studi Filosofici di Gallarate, Dizionario delle idee, Florencia, Sansoni, 1977, p. 360.

  29. R. Descartes, «Meditaciones metafísicas seguidas de las objeciones y respuestas», en íd., Reglas para la dirección del espíritu; Investigación de la verdad por la luz natural; Discurso del método; Meditaciones metafísicas seguidas de las objeciones y respuestas; Conversación con Burman; Las pasiones del alma; Correspondencia con Isabel de Bohemia; Tratado del hombre, Madrid, Gredos, 2011, p. 173 y pássim; cf. el n. 3 de la regla VIII en íd., Reglas para la dirección del espíritu, en ibíd., p. 26. Christian Wolff reconoce la influencia más general de los jesuitas en la filosofía de Descartes: «Descartes conservó la noción de esencia que había recibido de la filosofía escolástica en las escuelas de los padres de la Compañía de Jesús» (C. Wolff, Philosophia prima, sive Ontologia, Leipzig, Rengeriana, 1736, § 169, p. 138).

  30. Cf. S. Vanni Rovighi, Filosofia della conoscenza, Bolonia, ESD, 2007, pp. 427-438.

  31. M. Heidegger, Grundprobleme der Phänomenologie, en íd., Gesamtausgabe XXIV, Frankfurt del Meno, Klostermann, 1975, p. 112; Cf. C. Esposito, «Introduzione», en F. Suárez, Disputazioni metafisiche, Milán, Bompiani, 2007, p. 26s.

  32. M. Heidegger, Die Kategorien- und Bedeutungslehre des Duns Scotus, en íd., Gesamtausgabe I, Frankfurt del Meno, Klostermann, 1978, p. 215.

  33. B.S. Gregory, The Unintended Reformation: How a Religious Revolution Secularized Society, Cambridge, The Belknap Press of Harvard University Press, 2012, p. 65.

  34. Cf. C. Giacon, La Seconda Scolastica, Turín, Aragno, 2004; F. Todescan, Lex, natura, beatitudo. Il problema della legge nella Scolastica spagnola del sec. XVI, Padua, Cedam, 2014.

  35. Cf. I. Kant, Critica della ragion pura, vol. 2, Bari, Laterza, 1971, pp. 493-501; íd., Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia, ed. bilingüe, Madrid, Istmo, 1999, §57, pp. 251-265.

  36. «Puesto que [Suárez] había redefinido la analogía aproximándola a la univocidad, permaneció sustancialmente del lado de Duns Escoto en contra de Tomás» (W.C. Placher, The Domestication of Transcendence: How Modern Thinking about God Went Wrong, Louisville, Westminster John Knox Press, 1996, p. 75).

  37. DM II, 4, 3 [trad. cast.: t. 1, p. 417].

  38. Cf. B. Russell y F.C. Copleston, Debate sobre la existencia de Dios, Valencia, Revista Teorema, 1978, p. 23. De la misma manera, frente a una pregunta similar, Nietzsche impuso al pensamiento el silencio: «A la pregunta capciosa: ¿y tú de dónde provienes, hombre?, respondo: de padre y madre. Y ahí queremos detenernos» (F. Nietzsche, Fragmento póstumo 18 [35], en Nachgelassene Fragmente, en Nietzsche Werke. Kritische Gesamtausgabe, ed. C. Colli y M. Montinari, Secc. IV, vol. 2, Berlín, De Gruyter, 1967, p. 420).

  39. A. Funkenstein, Theology and the Scientific Imagination from the Middle Ages to the Seventeenth Century, op. cit., p. 116.

  40. K. Marx, Manuscritos: economía y filosofía, Madrid, Alianza, 1968, reimpr. 1985, p. 106 y p. 109.

  41. L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Madrid, Trotta, 1995, pp. 77-78.

  42. D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, Madrid, Tecnos, 1992, p. 828s. Cf. también íd., Ricerca sull’intelletto umano, en íd., Opere filosofiche, vol. 2, Roma/Bari, Laterza, 2004, p. 170.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

    Comments are closed.